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Patrick Flochten se quedó pensativo.

– Bueno, claro. En la adolescencia tuvo temporadas algo rebeldes, y claro, alguna vez no volvió a casa por la noche pero no así, durante varios días. Y con los años se ha ido calmando.

– ¿Consume drogas?

– De ser así, lo habría notado. Quizá las haya probado alguna vez, no lo puedo asegurar, pero jamás ha consumido drogas en el sentido que yo creo que usted pregunta.

– ¿Ningún otro problema de adicción o enfermedades?

– No.

– ¿Cómo es su relación con el novio?

– Buena, por lo que sé. Llevan juntos más de un año y creo que parece una pareja estable. Él es bastante mayor.

– ¿Le ha contado si ha conocido a algún hombre últimamente?

– No, ¿por qué tendría que haberlo hecho?

– Varios hechos inducen a pensar que mantiene una nueva relación. Un testigo ha declarado también que estaba enamorada de alguien.

– ¿Ah, sí? Qué raro. Suele ser abierta para estas cosas. No hay ningún secreto entre nosotros.

El gesto de Patrick Flochten se volvió circunspecto.

– Sabemos que suelen venir aquí de vacaciones y que se alojan casi siempre en el Hotel Wisby, ¿es cierto?

– Sí. Conozco al dueño, Jacob Dahlén, desde hace mucho tiempo. Nos conocimos por asuntos de negocios y además somos amigos desde hace muchos años.

A Patrick Flochten se le inundaron los ojos de lágrimas como si recordara de repente que su hija había desaparecido.

Se quedaron un momento en silencio.

– ¿A qué se dedica?

– Soy arquitecto. Tengo un estudio de arquitectura en Rotterdam junto con otro socio. También tenemos algunos negocios inmobiliarios, entre ellos uno aquí en Gotland.

– ¿Ah, sí? ¿Cuál?

– Nuestra empresa participó en la realización del proyecto de la cooperativa de viviendas en Södervärn y estamos comprometidos en la construcción del gran proyecto hotelero.

– ¿El de Högklint?

– Sí, ése. He diseñado el hotel y participamos también en la financiación del proyecto.

De repente, Karin recordó dónde había visto antes a Patrick Flochten. Un periódico local había publicado un reportaje sobre ese proyecto y presentaba al arquitecto con su nombre y su foto. Ahora recordaba que incluso se nombraba a sus hijos.También habían escrito que su difunta esposa era natural de Gotland.

– ¿Así que va a trabajar bastante aquí?

– Eso espero.

– Pero ¿ya ha estado muchas veces aquí anteriormente?

– Sí, el último año he pasado mucho tiempo en Visby.

A Patrick Flochten se le apagó la voz y ocultó el rostro entre las manos.

– Tal vez sea suficiente por ahora -interrumpió Knutas-. ¿Hay alguna cosa más que quiera saber?

– Sí -respondió el hombre casi sin voz-. ¿Dónde puedo empezar a buscar?

Cuando Emma se despertó por la mañana le llevó un rato comprender que se encontraba de vuelta en casa después de dar a luz. El dolor vaginal le recordó por lo que había pasado. Los rayos del sol que se filtraban a través de las cortinas se posaban en la cara de la recién nacida, que yacía como una persona en miniatura entre las esponjosas almohadas y el edredón. Emma se volvió de lado y puso la mano con delicadeza sobre el pequeño hombro cubierto de pelusilla de la niña, que asomaba por debajo de la camiseta de punto.

Tenía la cara enrojecida, y Emma trató de encontrar en su semblante rasgos de ella misma o de Johan, que estaba a punto de pasar por su casa antes de ir al trabajo. Ella quería y no quería verlo.

El silencio en la casa era palpable y le transmitía una sensación de irrealidad. Un día normal habría estado muy liada con los niños y el perro, pero ahora los lazos con el pasado estaban rotos, las costumbres ya no existían. Era aterrador no saber qué le depararía el futuro. No se había acostumbrado aún a que Sara y Filip vivieran también en otro sitio. Los echaba de menos y no quería esperar dos días para verlos, que era lo que habían acordado. Luego se irían quince días de vacaciones al extranjero con su padre.

Su divorcio había sido mucho peor de lo que habría podido imaginarse. El hecho de que al final decidiera tener el niño, a pesar de que Olle y ella acababan de decidir que harían un esfuerzo por salvar su matrimonio, al principio lo puso furioso. Con el tiempo se fue dando cuenta de que no le quedaba más remedio que aceptar su decisión, aunque eso suponía admitir que el divorcio era algo inevitable. Rellenaron papeles como dos autómatas y solucionaron los asuntos prácticos; él se trasladó a un piso y, ¡zas!, de la noche a la mañana se encontró viviendo sola en aquella casa grande, y con los niños, cada dos semanas.

A medida que le fue creciendo la barriga, Olle se fue volviendo más molesto. Cualquier cosa insignificante se convertía en un problema. Desde cómo iban a repartir las vacaciones de Semana Santa hasta quién debía comprarle zapatos nuevos a Sara o llevar a Filip al fútbol. Todo tenía que ser discutido hasta el absurdo. Era como si quisiera castigarla. Emma leía en sus ojos las acusaciones y el orgullo herido.

Al principio trató de hacerse el fuerte. Había que solucionar asuntos prácticos de la manera menos dura, como si intentara aliviar los efectos del divorcio cuando se encontró ante un hecho consumado. Pero una vez que organizaron y solucionaron la mayoría de los problemas, y cuando el tren empezaba a rodar en una nueva dirección, afloraron todos sus sentimientos. Para hacer frente a su propia angustia, la cargó a ella con la culpa y la responsabilidad. Se negó a hacerse cargo del cachorro que le había regalado como parte del plan para arreglar su matrimonio. Por suerte, una amiga se había ocupado de él mientras Emma estuvo en la maternidad.

No tenía ningún plan para el verano. Los niños pasarían unas semanas con ella más adelante, pero antes iban a viajar al extranjero con su padre. Olle había alquilado con un amigo, también separado y con niños, una casa en Italia durante dos semanas. Tenían pensado ir en avión hasta Niza, alquilar un coche y vivir en un pueblo italiano de montaña. Ya podían habérsele ocurrido estas cosas tan divertidas cuando estábamos casados -pensó con envidia-, pero no, aprovecha ahora para ser creativo y ocurrente.

Johan había comentado que quería hacer un viaje con ella al extranjero. Pero pensó que eso ahora era imposible.

A través de la ventana del dormitorio lo vio en el jardín subiendo la vereda de la entrada. Llevaba en las manos una bolsa de papel y un ramo de flores. La descubrió en la ventana y sonrió y la saludó con la mano.

Quizá no resultara tan extraño que no fuera capaz de lanzarse a vivir de nuevo en pareja con Johan. En ese momento arraigó en ella aquel pensamiento consolador y notó cómo se volvía más ligero el saco de culpas que llevaba sobre los hombros. «Cada cosa a su tiempo», pensó, «de una en una».

Johan había avisado a Pia de que llegaría más tarde al trabajo. No había nada especial en marcha y deseaba dar un paseo con Emma y su bebé recién nacido. Cruzaron la verja y continuaron directamente por la calle de la urbanización. La zona era tranquila, sin apenas tráfico. Lo cual no impedía que Johan mirara varias veces a ambos lados cada vez que debían cruzar una calle, antes de que se atreviera a franquearla con el cochecito. Para Emma no era la primera vez e iba bastante más tranquila.

– ¿No te parece raro pasear por aquí conmigo y un coche de bebé? -preguntó él-. Quiero decir, que por aquí habéis paseado Olle y tú con los niños todos estos años, habéis estado en el parque infantil, habéis ido a buscar y a dejar a los niños a la guardería y os habéis relacionado con otros padres que viven por aquí.

– No, realmente no. -Emma lo miró sorprendida como si no hubiera caído en la cuenta de que éste era el territorio de Olle y de ella.

Caminaron un rato en silencio. Johan estaba pletórico con la nueva situación y no sentía ninguna necesidad de hablar.