La tarde anterior había ido a buscar a Emma y a su hija al hospital para llevarlas a casa y había sido tremendamente duro verse obligado a abandonarlas. Emma no quería que se quedara a dormir en casa. Aún era demasiado pronto, le dijo cuando protestó. No pudo evitar sentirse herido. Todavía no había pasado ninguna noche en la casa de Roma. Esa era una de las barreras que deseaba superar, uno de los obstáculos que Emma había levantado y que frustraban la posibilidad de seguir consolidando su relación.
Continuaron paseando por la urbanización. Era bueno para el bebé salir y respirar un poco de aire fresco. Era la primera vez que salía. Parecía tan pequeña allí tumbada bajo la mantita de algodón. Llevaba la cabeza cubierta con un gorro de algodón color turquesa, aunque la temperatura rayaba los veinticinco grados. Su pelo moreno asomaba por debajo del gorro. Cuando Johan introdujo la cabeza en el cochecito y posó la mejilla sobre su cuerpecillo notó lo rápida y ligera que era su respiración.
Observó que Emma estaba cansada. Su rostro era tan bello; las mejillas altas, los ojos oscuros y las cejas tan bien definidas de las que él estaba prendado. Ahora tenía el cutis más pálido y las mejillas más redondeadas que de costumbre. A él le gustaba, dulcificaba sus rasgos.
Estaba enamorado de ella antes de que tuvieran una hija y ahora, después de dar a luz, su amor había crecido hasta un extremo doloroso.
Habían pasado por períodos en los que él sentía que había un equilibrio entre ellos, que ambos se querían con la misma intensidad, que también el objetivo de Emma era que pudieran estar juntos de verdad. Ahora se sentía en desventaja. Emma no quería tenerlo en la casa. Todavía no, decía. Los niños debían acostumbrarse, habían sucedido muchas cosas nuevas para ellos, con la llegada de un nuevo hermano y todo lo demás. Se veían cuando podían, es decir, cuando Sara y Filip estaban en casa de su padre. Nada era como él había deseado.
Había aguardado ilusionado la llegada del bebé para hacerse cargo de Emma y de la niña y disfrutar junto a ellas, sin más. Qué equivocado estaba. Que Emma hubiera decidido seguir adelante con el embarazo no significaba que estuviera dispuesta a considerar que ambos formaran una pareja sólida. No podía iniciar así, sin más, una nueva relación, le había explicado. Habían sucedido tantas cosas durante el último año que toda su vida estaba patas arriba. Necesitaba tiempo para asimilarlo y adaptarse. Para cortar todas las amarras con el pasado.
Ahora estaba allí caminando junto a él y, pese a todo, parecía bastante contenta. Johan se detuvo y le acarició la mejilla.
– Te quiero -le dijo, y sintió que era absolutamente cierto.
Emma apartó la mirada sin decir nada. Antes solía responder lo mismo, o al menos algo parecido.
Siguieron caminando hacia el polideportivo mientras charlaban un poco de todo, pero especialmente del bebé y del nombre que le iban a poner. Johan quería que se llamara Natalie, mientras que Emma prefería ponerle Elin.
– ¡Pero si tiene cara de Natalie! -exclamó Johan-. Con el pelo moreno y los ojos castaños. Un poco exótico. Seguro que será guapísima, con nosotros como padres… -añadió bromeando-. Imagínate una chica guapa con una larga melena morena que se llame Natalie.
Emma no pudo contener la risa.
– Ahora, sí. Ahora tiene el pelo y los ojos oscuros. Pero puede que luego tenga el cabello color centeno y los ojos azules, y entonces no le irá tan bien.
– ¡Ah!, eso qué importa, es un nombre bonito.
– Desde luego, pero soy alérgica a bautizar a los niños con nombres tan internacionales como sea posible, como Nicole, Angelique o Yvette. Vivimos en Suecia, no en Francia.
– Ahora te estás pasando de estricta, ¿no? ¿Sabes que uno de cada cinco suecos tiene raíces extranjeras? Suecia ya no es sólo la patria de la gente de tez pálida, con pan de centeno, danzas folclóricas y polcas suecas, es multicultural. Aunque reconozco que al parecer ese proceso va más lento aquí en Gotland -dijo y le dio un codazo en el costado para chincharla.
– De todas formas, Elin me parece más bonito -insistió Emma.
Johan volvió a detenerse y le cogió la cara entre sus manos.
– Si ése es el nombre que te gusta, entonces se llamará Elin, con tal de que estés contenta.
– Pero quiero que a ti también te guste.
– Me gusta, te lo prometo. Me hace muy feliz tener contigo una hija que se llame Elin, créeme.
Miércoles 7 de Julio
Los padres de Kalle Östlund habían comprado en los años cincuenta una casa de veraneo en Björkhaga, justo al norte de Klintehamn. Su familia fue una de las primeras en trasladarse a la pequeña urbanización vacacional. La mayoría de las viviendas estaban ocupadas por isleños: algunos que se habían ido a vivir a la península y querían conservar su casita, y otros que vivían en Visby y apreciaban las ventajas de tener una propiedad en el campo a apenas unas decenas de kilómetros de distancia. El lugar era apacible la mayor parte del año. En verano, cuando los turistas llegaban hasta aquí para pasear hasta el promontorio de Vivesholm y admirar la abundante variedad de aves, se animaba algo más. También era un lugar concurrido donde disfrutar de la puesta del sol, cuando todo el cielo se teñía de rojo y se divisaba mar abierto a ambos lados. Incluso a Kalle le parecía grandioso, aunque había presenciado el espectáculo miles de veces desde allí. Para él no existía lugar más hermoso en la tierra. Le gustaba pescar y aquella mañana iba a salir a recoger las redes esperando que estuvieran llenas de platijas.
Había puesto el despertador a las cinco y Birgitta, su mujer, dormía profundamente cuando se levantó, pero la perra estaba alegre y despejada. Lisa, su perra de aguas italiana, era un torbellino que quería acompañarlo a todas partes y él se lo consentía. El animal empezó a brincar alrededor de sus piernas en cuanto hizo intención de salir.
Abrió la gran verja que daba al promontorio, donde las vacas pastaban la hierba estival. El cielo era de un azul intenso y las nubes algodonosas que se veían sobre las casetas de los pescadores, allá en Kovik, al otro lado de la ensenada, parecían inofensivas. El color claro del camino de grava que conducía hasta la punta del promontorio ponía de manifiesto la composición calcárea del terreno. La naturaleza presentaba un aspecto yermo, la vegetación era baja y estaba compuesta sobre todo por matorrales de enebro y flores de tallo corto.
En aquellos momentos los campos de la franja costera estaban cubiertos de clavelinas de mar en flor que parecían bolitas de color rosa.
Había cogido la correa de Lisa por precaución, pero la dejó correr suelta cuesta abajo de camino al bote. El período de anidación de las aves ya había pasado, por lo que no encontraría ningún huevo. En las rocas anidaba una gran variedad de especies, como garzas, cormoranes grandes y varios tipos de charranes y gaviotas.
Cuando había recorrido la mitad de la pendiente en dirección al mar, Lisa percibió la presencia de un gazapo que salió corriendo en dirección contraria. Kalle divisó al conejillo, que corría desesperadamente, con la perra ladrando como loca pisándole los talones. La llamó varias veces, pero estaba demasiado ocupada con su caza para hacerle caso. Meneó la cabeza y continuó. Ya volvería cuando se cansara. Mientras preparaba el bote, echó de vez en cuando una ojeada hacia arriba y la llamó, sin que Lisa diera señales de vida.
Kalle decidió esperar, se sentó en una piedra y sacó la caja de rapé Ettan. Se colocó un buen pellizco bajo el labio. De cuando en cuando oía el murmullo de las aves entre la hierba y en los arbustos, o las carreras de los conejos que entraban y salían de sus cuevas. Un par de tarros blancos con sus característicos picos rojos nadaban en la orilla. En el bosquecillo que cubría el centro del promontorio había a veces vacas pastando, pero hoy estaban en el extremo del cabo. Lo cual era una suerte, porque, con lo juguetona que parecía hoy Lisa, igual le daba por perseguir también a las vacas. Y podía acabar recibiendo una coz que la dejara en el sitio.