La llegada de Pia a la redacción interrumpió sus pensamientos.
– Hola.
Dejó la cámara, el trípode y la funda de la cámara.
– ¿Dónde has estado?
– Fuera, grabando algunas escenas estivales estupendas. Me parece que podíamos presentarlas como imágenes finales. Eso siempre es divertido y no tenía otra cosa que hacer. Y a ti tampoco se te ocurren ideas brillantes, que digamos.
Le sonrió provocadora y se sentó frente al ordenador para descargar las fotos.
Johan la observaba mientras trabajaba. Pia era guapa, guapa de verdad. Era como si no la hubiera visto antes. Cierto que para su gusto tenía un perfil demasiado punki, pero era dulce y femenina, y al mismo tiempo sabía lo que quería. Eso era algo que Johan apreciaba. Pia siempre tenía opiniones acerca de lo que ocurría en el mundo. Se implicaba. ¿Cuándo habían discutido últimamente Emma y él sobre algún fenómeno social actual? Y, sobre todo, ¿tenía realmente algún interés en saber lo que pasaba a su alrededor? Hasta entonces ni siquiera se le había ocurrido pensarlo. Trató de recordar cuándo había sido la última vez que habían mantenido una discusión política o habían hablado de algún problema mundial actual. Esa reflexión le dio que pensar. El enamoramiento había eclipsado tantas cosas que ni siquiera estaba seguro de cuáles eran las inclinaciones políticas de Emma.
– Qué callado estás. -Pia giró la cabeza y lo miró-. ¿Qué te pasa?
Johan volvió en sí. Se había sumido en sus cavilaciones y seguro que había permanecido sentado, mirándola con cara de tonto sin darse cuenta.
– ¡Bah, nada! -contestó encogiéndose de hombros, esos nuevos pensamientos lo indignaban y escocían.
– Parece que necesitas animarte. ¿Salimos a tomar una cerveza?
– Estupendo.
Abandonaron la redacción y salieron a una tarde estival propia del Mediterráneo. Eran poco más de las siete y tanto los restaurantes como los bares comenzaban a llenarse de turistas bronceados con ganas de fiesta. Fueron a un bar de Stora Torget y se sentaron en la terraza.
– ¿Qué tal estás, en realidad? -preguntó Pia cuando tuvieron cada uno su cerveza grande, bien fría.
– Bien, creo. Han pasado tantas cosas últimamente que no sé si voy o vengo.
– Ser padre es un enorme desafío, eso está claro -Pia probó un sorbito de cerveza-. Por cierto, ¿por qué no estás esta tarde con Emma y con Elin?
– Emma está en casa con sus otros hijos, Sara y Filip. Han estado de vacaciones con su padre en el extranjero, así que hace tiempo que no se ven. Por eso quería estar a solas con ellos.
– Bueno… Eso es comprensible.
– Sí, pero a veces me parece que no hago más que tener consideración hacia ella y hacia su otra familia.
– ¡Uf, eso debe de ser muy jodido! -reconoció Pia-. Como si no fuera ya lo suficientemente complicado mantener una relación de las llamadas «normales» -dijo alzando los ojos.
– Y tú, ¿qué? ¿Cómo lo llevas? -preguntó Johan con curiosidad. Pia nunca le había contado si tenía novio y a él no se le había ocurrido preguntárselo-. ¿Tienes pareja?
– Pareja, lo que se dice pareja, no. Digamos que tonteo con un chico de vez en cuando, cuando nos va bien.
– ¿Estás hablando de sexo entre amigos?
– No, él me gusta de verdad pero lo nuestro nunca llegará a nada, no sé si me entiendes. Estamos siempre en el mismo punto y así no vamos a ninguna parte.
– Más o menos como Emma y yo, entonces.
– ¡Pero, hombre! ¡Si acabáis de tener una niña!
– Sí, es verdad. Pero por alguna extraña razón me parece que eso no ha significado tanto para la relación en sí. Por raro que pueda sonar. Emma tiene mil argumentos para justificar por qué no quiere que nos mudemos a vivir juntos, por ejemplo.
– Tienes que darle tiempo, estoy segura de que lo entiendes. Su vida ha saltado en pedazos y tiene otros dos hijos en los que pensar. Más el problema de hacer que funcionen las cosas con su ex. No es tan raro que no pueda salir volando. Elin sólo tiene unas semanas, ¿no?
– Sí, claro dijo Johan, sorprendido de que Pía no le hubiera dado la razón.
Con lo bien que le vendría un poco de apoyo en ese momento. Vació la cerveza y se levantó.
– ¿Quieres tomar otra?
– Claro.
La barra estaba abarrotada de gente y la música a tope. Johan disfrutaba de la animación de la ciudad. Visby era un hervidero de gente en verano y de no haber sido por Emma seguro que habría salido todas las noches. Mientras esperaba para pedir recorrió la barra con la vista.
De repente vio a alguien que le resultó conocido. El hombre estaba de espaldas a Johan hablando con una chica guapa y rubia que no podía tener más de veinticinco años. Ella le sonreía y daba sorbitos a un vaso que parecía contener vino espumoso o quizá champán. Al brindar con la joven que lo acompañaba se volvió lo suficiente como para que Johan pudiera verlo de perfil.
Era Staffan Mellgren.
Sábado 24 de Julio
Al día siguiente Staffan Mellgren se quedó bastante tiempo en la zona de excavaciones. La noche anterior se le había hecho tarde. Estaba cansado y con resaca, pero prefería trabajar antes que tener que explicarle a Susanna por qué se había quedado a dormir en la ciudad. Aunque sospechaba que su esposa sabía lo que hacía y que no le preocupaba lo más mínimo si veía a otras mujeres, era como si disfrutara fingiendo lo contrario. Interpretaba el papel de esposa crédula, injustamente tratada, sólo por el placer de verlo sufrir.
En el coche, de camino a casa, llamó a Susanna, quien tras la discusión de rigor aceptó el pretexto de que tenía mucho trabajo extra y, ofendida, le echó en cara que era la tercera vez que no cenaba en casa aquella semana. Él le siguió el juego y le explicó que tenía mucho que hacer durante las excavaciones propiamente dichas del curso. Cosa que por otra parte era totalmente cierta. Y más en esta ocasión, ya que las excavaciones se habían retrasado como consecuencia de la muerte de Martina Flochten y de la conmoción y el ambiente que se había creado entre los estudiantes que participaban en ese curso. Algunos decidieron dejarlo, pero la mayoría seguía, algo por lo cual les estaba muy agradecido. Habían pasado tres semanas desde el asesinato y aún recordaban constantemente lo sucedido. El hecho de que no hubieran detenido a ningún culpable no contribuía precisamente a mejorar la situación. Eso era lo que Mellgren trataba de explicarle a su esposa, pero ella no se tragaba la píldora y lo acusaba de descuidar a su familia. Staffan había perdido ya la cuenta de las veces que se lo había dicho. Se arrepentía más que nada de haberla llamado y trató de ablandarla ofreciéndose a echar de comer a las gallinas cuando llegara a casa.
Vivían en Lärbro, unos treinta kilómetros al norte de Visby, así que aún tenía que conducir un trecho. Puso el volumen del estéreo a tope y disfrutó de la música. Le ayudaba a relajarse.
Se preguntó cuándo desapareció el amor entre ellos. No recordaba cuándo fue la última vez que vio algo de calor en su mirada. Vivía en un frío matrimonio ficticio en el que hacía mucho tiempo que se les atragantó la risa. Quizá fuera inevitable el divorcio, pero él era demasiado cobarde para dar el primer paso.
Lo retenían los niños. Eran tan pequeños todavía, el mayor sólo tenía diez años. No tenía fuerzas ni ganas de romper su matrimonio justo ahora. Eso tendría que esperar. Entre tanto tendría que hacer lo que pudiera para soportarlo. Y eso era lo que hacía.
Cuando giró y entró en el patio todo estaba en silencio. A esas horas los niños estarían acostados. Lo mejor sería ir directamente al gallinero.
Su granja tenía vistas sobre los prados y los campos de cultivo. Contempló la casa de piedra revocada en blanco, las ventanas pintadas de azul con sus cortinas y macetas, y el porche con sus filigranas de madera. A un lado estaba el taller donde su mujer moldeaba sus cacharros de barro, tenía hasta su propio horno. ¡Cuánto la había admirado antes por ello! ¿Cuándo fue la última vez que hablaron de sus tiestos?