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El ruinoso establo que habían proyectado pintar durante el verano seguía como estaba. De momento los planes se habían quedado en eso. ¿Para qué iban a pintar? ¿Qué sentido tenía hacerlo? Ninguno.

De pronto lo invadió la melancolía y se sentó en el banco que había fuera del taller de alfarería y apoyó la cabeza entre las manos. Enseguida iría a echar de comer a las gallinas, sólo tenía que sacar fuerzas primero. Habían convertido la mitad del establo en gallinero. Aunque ahora ya diera igual. Al principio, cuando estaban enamorados y dejaron Visby para vivir en el campo, la idea de tener un gallinero les pareció muy romántica a los dos. Después fueron pasando los años, el romanticismo desapareció y las gallinas se quedaron allí.

Sentía cómo se le escapaba la vida mientras él permanecía en el borde mirando. Los días llegaban y se iban sin que ocurriera nada. Su mujer y él continuaban con sus pequeñas discusiones habituales, no tenían ninguna vida sexual y las cosas cotidianas se sucedían unas a otras en una corriente sin fin.

Ahora hacía bastante tiempo que no tenían una bronca de verdad, no les quedaban ganas ni para discutir. Sólo aquella acritud y un creciente distanciamiento. Y no es que él necesitara su cariño. Ya no lo necesitaba.

Se levantó y cruzó lentamente el patio en dirección al gallinero. La noche era hermosa y apacible. El perfume a jazmín procedente de los arbustos que había delante de la casa se mezclaba con el olor a gallinaza.

Las gallinas daban vueltas por el patio picoteando acá y allá con suaves cloqueos. Esta noche estaban más calladas que de costumbre.

De repente advirtió que había algo que asomaba por encima de la puerta abierta del establo. Estaba demasiado lejos para poder ver lo que era, pero allí había algo, eso estaba claro. De vez en cuando se vislumbraba tras el balanceo de las ramas del arce que daba sombra al edificio por ese lado.

Sin saber por qué vaciló y se detuvo. Miró inseguro a su alrededor pero no pudo descubrir a nadie. De golpe se extendió por el patio una atmósfera ominosa.

Cuando se acercó lo suficiente lo invadió el miedo. A primera vista le costó comprender lo que veía. Poco a poco lo vio con claridad y su cerebro captó el sentido.

La presencia de la sanguinolenta cabeza de caballo le produjo un choque al principio, pero no tardó mucho en comprender exactamente qué significaba todo eso.

Domingo 25 de julio

El calor estival hacía que la gente caminara con desidia y que Knutas se tuviera que cambiar de camisa varias veces al día. Sus pensamientos fluían como sirope viscoso, a menudo extraviados, y la solución de la excepcional investigación parecía más lejana que nunca.

Line y los niños estaban en la casa de veraneo, pero no soportaba la idea de estar allí sin hacer nada.

Desde primeros de junio no había llovido ni un solo día, lo cual no contribuía a mejorar su irritación. Estaba de un humor pésimo y, cuando sonó el teléfono, emitió un rugido a modo de saludo.

– Hola, mi nombre es Susanna Mellgren.

– Hola.

– Mi marido, Staffan Mellgren, es el responsable de las excavaciones en Fröjel -explicó la mujer.

– Ah, sí, claro -se apresuró a decir Knutas, que al principio no había caído en la cuenta.

– No quiere que llame, pero creo que debo hacerlo.

– ¿Y eso?

– Ayer por la noche encontramos una cosa muy rara fuera del gallinero.

– ¿Ah, sí?

– Había una cabeza de caballo clavada en el extremo de un palo.

Knutas se espabiló de inmediato.

– Alguien debió de colocarla ahí por la tarde. Staffan la descubrió cuando volvió a casa después del trabajo.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Estaba colocada en un palo de madera bastante grueso, en realidad no sé qué tipo de palo es, pero alguien había clavado en el extremo superior la cabeza de un caballo degollado. Un caballo de verdad.

– ¿Dónde se encontraba ese palo?

– Tenemos un viejo establo que usamos en parte como gallinero. Estaba delante de la puerta, apoyado contra la pared, totalmente a la vista.

– ¿Cuándo sucedió eso?

– Ayer por la noche.

– ¿Y no ha llamado hasta ahora?

Knutas miró el reloj. Eran las dos y cuarto.

– Lo siento, pero Staffan no quería contárselo a nadie. Dijo que sólo serviría para asustar a los niños, y que no quería darle mayor importancia. Parece bastante tranquilo, la verdad. Como si no fuera importante. Pero yo considero que es muy desagradable y por eso he pensado que debía ponerme en contacto con la policía, diga lo que diga él.

– Ha hecho usted bien en llamar. ¿Sigue ahí la cabeza de caballo?

– No. Staffan se la llevó de aquí y la tiró en una zanja. No quería que la vieran los niños. Ellos ni se han enterado de lo que ha ocurrido.

– ¿Sabe dónde la ha tirado?

– Sí, de hecho he ido allí a echarle un vistazo. La he cubierto con hierba y ramas para que ningún animal pudiera destruir las huellas.

– Nosotros, por supuesto, debemos ir hasta allí para verla inmediatamente.

– Está bien. Staffan salió esta mañana temprano y dijo que iba a estar fuera todo el día. No quiso decirme adónde iba. Preferiría que no se enterara de que he llamado.

– Lo siento, pero me temo que eso va a ser imposible -respondió Knutas-. Estamos investigando un delito anterior contra un caballo, además del asesinato de la joven que participaba en su curso. Parecen demasiadas casualidades para no relacionar todos estos casos. Espero que lo comprenda.

– Sí, claro -dijo Susanna Mellgren con voz contenida-. ¿Pero qué tiene que ver Staffan con todo eso?

Knutas no contestó a su pregunta.

Knutas, Erik Sohlman y Karin salieron juntos hacia Lärbro.

La granja estaba a un par de kilómetros del pueblo propiamente dicho y contaba con una vivienda, un pequeño cobertizo de madera que al parecer servía de taller y un establo. Veinte gallinas daban vueltas plácidamente alrededor picoteando la hierba seca del verano.

Susanna Mellgren abrió la puerta tras la primera llamada. Era una mujer alta, con el cabello negro y corto, vestida con unos pantalones vaqueros y una camiseta. A Knutas le pareció guapa con aquellos ojos negros y la piel aceitunada. No puede ser cien por cien sueca, alcanzó a pensar antes de que ella le tendiera la mano y lo saludara.

– ¿Puede enseñarnos dónde encontraron la estaca con la cabeza del caballo? -le pidió.

– Claro, síganme.

Caminó delante de ellos hacia el establo. Las gallinas cacareaban y se arremolinaban a su alrededor.

– Fue justo aquí, al lado de la puerta del gallinero -explicó señalando la pared.

– ¿Y no han visto últimamente a ninguna persona desconocida rondando por aquí?

– No, ni Staffan ni yo hemos visto a nadie. He preguntado a los niños, con un poco de habilidad, claro, porque en realidad no saben lo que ha pasado, pero parece que tampoco han visto nada raro. Quien haya colocado la cabeza del caballo tiene que haberlo hecho entre las ocho y las nueve de la noche. Un poco antes de las ocho salí a buscar a los niños, que estaban jugando fuera, y entonces no vi a nadie. Luego, poco después de las nueve, llegó Staffan a casa.

– Bien -dijo Knutas dándole ánimos y lo apuntó en su bloc-. Cuanto menos margen de tiempo haya, más fácil nos resultará a nosotros. Hay algo que quiero pedirle: no le cuente esto a nadie, es importante que no salga a la luz. Sobre todo por los niños.

– Lo comprendo -dijo Susanna Mellgren algo insegura-. Aunque mi madre…

– No importa, siempre y cuando no lo vaya contando por ahí. Bueno, ¿dónde está esa cabeza de caballo?