– Hay que andar un poco -contestó.
– Será mejor que vayamos con el coche, nos llevaremos la cabeza -aclaró Sohlman.
– ¿Ah, sí?
La mujer parecía indecisa y su mirada dejó traslucir una nueva inquietud.
– Sí, claro, hay que examinarla con detenimiento. Al comparar las muestras procedentes de la cabeza con las del cuerpo del caballo degollado, tal vez podamos, en el mejor de los casos, obtener alguna evidencia que nos ayude a resolver el caso -le explicó Sohlman pedagógicamente.
– Antes de marcharnos me gustaría echar un vistazo a su casa. ¿Le importa? -inquirió Knutas.
– No, claro que no.
Susanna Mellgren los guió hasta el interior de la vivienda. Era una casa de estilo tradicional con los suelos tratados con aceites naturales, muebles rústicos y una decoración en la que predominaban los tonos blancos, lo que le daba un aspecto luminoso y hogareño. Los amplios alféizares estaban cubiertos con macetas de barro, con tallas de madera y esculturas de cerámica de diferentes tamaños. Había ropa, pelotas y juguetes esparcidos por todas partes. En la cocina había una señora mayor sentada leyéndole un cuento al niño que tenía en sus rodillas. Levantó la vista y saludó cortésmente a los agentes con una inclinación de cabeza cuando éstos aparecieron en el hueco de la puerta.
– Es mi madre -explicó Susanna-. Ha venido hoy para ayudarme con los niños.
Fueron con dos coches. Karin acompañó a Susanna en el primero y Sohlman y Knutas las siguieron en el otro.
Después de conducir varios kilómetros por la carretera asfaltada que se alejaba de Lärbro torcieron y entraron en un camino rural. Susanna detuvo el vehículo junto a una tierra de cultivo y unos árboles que se alzaban al lado del camino, bordeado por una cuneta.
La mujer bajó a la cuneta y empezó a retirar hierba y ramas.
Knutas y Sohlman no tardaron en seguir sus pasos y ayudarla. Karin prefirió quedarse en el borde del camino mirando. Le costaba mucho soportar la presencia de cuerpos muertos, ya fueran de animales o de personas. Ingenuamente había pensado que con el tiempo llegaría a acostumbrarse, pero aquella aversión más bien había empeorado con los años. Cuanto más veía, más insoportable le parecía.
Cuando la cabeza estuvo al descubierto, salieron de la cuneta y la observaron desde el camino.
– No cabe la menor duda, ¿no os parece? -preguntó Knutas.
– Está claro que se trata de un poni de Gotland y parece que es la cabeza del caballo de Petesviken, no hay duda -afirmó Sohlman.
– Pues está muy bien conservada -farfulló Karin en el pañuelo que tenía apretado contra la boca-. Y no huele mucho, ¿no?
– No, ha estado congelada, como la cabeza que apareció en casa de Ambjörnsson.
Lunes 26 de Julio
El domingo por la tarde Knutas intentó varias veces ponerse en contacto con Mellgren pero no consiguió dar con él. No contestaba al móvil y cuando habló con Susanna Mellgren a última hora de la tarde, seguía sin noticias de su marido.
Todo el asunto era, cuando menos, desconcertante. Mellgren había sufrido la misma experiencia terrorífica que Gunnar Ambjörnsson. Sin embargo, según su mujer, no parecía particularmente preocupado.
Knutas había salido de casa sin desayunar. Tenía prisa por llegar a la comisaría. Ya en el trabajo se sacó una taza de café y un bocadillo de las máquinas expendedoras. Un panecillo de centeno con queso y unos trozos secos de pimiento eran lo único que quedaba. Y había estado allí todo el fin de semana, claro.
Sonó el teléfono de su despacho justo cuando estaba tratando de sacar el bocadillo del estrecho compartimento. Mientras iba por el pasillo para coger el teléfono se le cayó la mitad del café al suelo, soltó una maldición y sólo pidió que no le hubiera salpicado nada en los pantalones.
Era Staffan Mellgren.
– Siento no haber podido llamar antes, pero he estado muy ocupado y se me olvidó el móvil en casa -se disculpó.
– ¿Por qué demonios no dijo nada de la cabeza de caballo?
– Me sentí aterrado, no sabía qué hacer.
– ¿Sabe si hay alguien que quiera hacerle daño?
– No lo creo.
– ¿Ha estado involucrado en alguna pelea o ha discutido con alguien últimamente?
– No.
Así que Mellgren aseguraba ahora que se sintió aterrado. Eso encajaba mal con la versión de su mujer. Sin duda, estaba ocultando algo.
– ¿Es decir, que no tiene ni idea de por qué esa cabeza de caballo acabó en su casa?
– Cierto.
– ¿Me quiere contar la verdadera razón por la que no llamó a la policía cuando descubrió la cabeza del caballo?
– ¡Por Dios! ¿Es que no oye lo que le digo? -bramó Mellgren indignado-. Quedé conmocionado y no supe qué hacer. Entonces recordé que una de mis alumnas había sido asesinada y me pregunté si podía existir alguna relación entre ambas cosas.
– ¿Qué relación podría haber, según usted?
– ¿Cómo cojones quiere que lo sepa?
– Este asunto de la cabeza del caballo no puede, bajo ningún pretexto, salir a la luz pública. ¿Se lo han contado a alguien?
– No, claro que no.
– No se lo digan a nadie, por el amor de Dios, de lo contrario tendrán un periodista detrás de cada arbusto.
– Susanna y yo ya hemos hablado de ello, y los niños no saben nada. Los únicos que lo saben son sus padres y no dirán nada.
– Está bien. Ahora voy a hacerle otra pregunta, y quiero que sea sincero de una vez por todas. ¿Qué relación había realmente entre Martina y usted?
Mellgren suspiró de modo ostensible.
– Ya se lo he dicho, no había nada entre nosotros.
– Ya me ha mentido anteriormente a la cara cuando afirmaba que todo estaba bien entre su mujer y usted -le soltó Knutas irritado-. Su mujer ha confesado sus infidelidades, que continuamente tiene nuevas aventuras. Perdone la franqueza, pero me parece que tiene, por decirlo suavemente, un matrimonio bastante mediocre. ¿Por qué iba a creerlo ahora?
Knutas no obtuvo ninguna respuesta. Mellgren ya había colgado el teléfono.
Knutas abrió la reunión de la Brigada de Homicidios contando lo de la cabeza del caballo en casa de Mellgren.
– ¿Qué es lo que está pasando aquí en realidad? -gritó Kihlgård tan indignado que las migas de pan formaron remolinos. Tenía la boca llena de pan de centeno de Gotland recién salido del horno.
– Sí, parece que esto no hace más que complicarse -suspiró Knutas-. Mellgren encontró la cabeza de caballo clavada en la punta de una estaca al lado del gallinero el sábado por la noche. Nosotros no tuvimos conocimiento de ello hasta ayer por la tarde, cuando llamó su mujer. Al parecer él quería que lo mantuvieran en secreto.
– ¿Y eso por qué? -preguntó Kihlgård.
– Él me ha dicho que se sintió presa del pánico y no sabía qué hacer. Al mismo tiempo Susanna Mellgren asegura que parecía de lo más tranquilo cuando encontraron la cabeza. Las versiones de ambos son diametralmente opuestas. Hay algo que no encaja, es evidente. Pero ese asunto en concreto de momento lo dejaremos a un lado. Lo que quiero discutir antes de nada es qué significado tiene el hecho de que Mellgren haya sufrido el mismo incidente esperpéntico que Gunnar Ambjörnsson.
– Se trata de una amenaza, igual que la cabeza aparecida en casa de Ambjörnsson -constató Norrby sin más.
– Aunque él, que sepamos, no ha recibido ninguna otra advertencia después -terció Wittberg.
– ¡Qué raro! -exclamó Karin poniendo los ojos en blanco-. Pero si ha estado en el extranjero desde entonces.
– Volverá dentro de una semana -cortó Knutas-. Y la seguridad de estas personas puede estar amenazada. Deberíamos sopesar la conveniencia de ponerles vigilancia.
– ¿Disponemos de recursos para hacerlo? -preguntó Karin arqueando las cejas.