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– En realidad, no.

– Pero ¿realmente hay motivos para considerar que Mellgren está amenazado? -objetó Wittberg-. Quizá esté él mismo implicado en esto. ¿Por qué no denunció inmediatamente el incidente? ¿Y por qué se mostró tan frío? Eso, al menos a mí, me resulta sospechoso.

– Absolutamente -afirmó Karin-. Mellgren tiene que tener un muerto en el armario. Disculpa la metáfora.

– Además ha tenido un montón de aventuras. ¿No podría tratarse de alguna amante vengativa?

Kihlgård parecía entusiasmado con su hipótesis conspiratoria.

– ¿Y que también tenía una relación con Ambjörnsson? -replicó Karin-. ¿Estás hablando de una mujer enamorada que en un momento de pasión mata caballos y los degüella para colocar luego las cabezas empaladas en las casas de sus antiguos amantes? No suena muy creíble, la verdad.

Le dio un codazo cariñoso en el costado a su colega.

– No infravalores nunca la fuerza del amor -la pinchó Kihlgård con voz solemne amenazándola con el índice como un predicador mormón.

– Dejaos ahora de tonterías -interrumpió Knutas enojado-. Esto no es el patio de recreo. Tenemos que recabar más información acerca de Mellgren. ¿Quién es en realidad? ¿Qué hace en su tiempo libre? ¿Está metido en política? ¿Qué relación puede haber entre él y Ambjörnsson?

– Sí, merece la pena investigarlo. Quizá se enfrentaron a propósito en alguno de los proyectos urbanísticos. En los proyectos inmobiliarios se suele consultar a los arqueólogos -sugirió Kihlgård.

– Aquí, en Gotland, tienen que hacerlo en casi todas las construcciones -explicó Karin-. La isla está literalmente plagada de tesoros arqueológicos.

– Otra cosa que merece la pena indagar, como bien dice Wittberg, es por qué permaneció indiferente después de descubrir la cabeza de caballo, eso es al menos lo que afirma su mujer -dijo Knutas-. Pero a mí me ha dicho que se sintió presa del pánico, y que por eso no se puso inmediatamente en contacto con la policía.

– Muy extraño -Kihlgård se rascó la cabeza-. Ese tipo miente, está claro.

– Debe de ser un tipo duro de verdad -terció Karin-. Primero su mujer se ve expuesta al espanto de que le coloquen en su casa una cabeza de caballo clavada en una estaca y ¿qué hace su marido? Se larga y la deja sola, aterrada y conmocionada, con los cuatro niños. Y por si no fuera suficiente, ¡se niega a decir adonde va!

– Pasa totalmente de ella, eso es evidente -constató Wittberg.

– Ya habíamos sido capaces de llegar a esa conclusión -dijo Knutas-. Pero ¿adonde fue con tanta prisa?

Elevaba un espejo invisible en la mano en el que veía a sus padres. A veces sus caras desaparecían; hiciera lo que hiciese, no conseguía que volvieran a aparecer. Había sufrido una interferencia.

A primera hora de la tarde, cuando estaba pintando la áspera superficie de la fachada con pasadas rítmicas, y en el aire se respiraba paz y tranquilidad, apareció el hombre por detrás de la fachada lateral de la casa.

No es que aquello fuera ninguna sorpresa para él, esperaba al visitante. El encuentro habría podido acabar en desastre, pero había logrado contener su ira. Habían conversado y estaba enojado porque el intruso había conseguido su propósito de alterarlo.

Cuando se marchó, se sintió destrozado y le llevó un buen rato volver a encontrar un cierto equilibrio. Entonces su convicción se fortaleció y en su imaginación pudo saborear por adelantado la dulzura de la venganza.

Se sentó en el montículo que había formado hacía sólo unas semanas, otro lugar sagrado que le transmitía paz interior.

La tierra ocultaba sus secretos, la verdad palpitaba bajo su superficie pugnando por salir al exterior. Pronto llegaría el momento. El laberinto por el que había peregrinado a lo largo de toda su vida estaba a punto de abrirse. Las esquinas y los recovecos, los desvíos y callejones sin salida, los oscuros escondrijos, todo salía a la luz, se volvía claro y sencillo y le infundía esperanzas en una vida mucho mejor.

Pensó en un poema que había leído en la escuela y que tenía guardado desde entonces. Lo había escrito Carl Jonas Love Almqvist, «No estás solo»: «Si entre mil estrellas sólo una te mira, confia en lo que te dice esa estrella, cree en el brillo de sus ojos…».

A él lo miraron, no sólo una, sino varias.

Justo cuando Knutas estaba empezando a pensar en dejarlo por ese día e irse a casa, llamaron a la puerta. Era Agneta Larsvik. La mujer, habitualmente tan prudente, tenía una expresión de excitación en la mirada y se movía con gestos agitados al sentarse en la silla de las visitas de Knutas.

– Acabo de llegar de la casa de los Mellgren -explicó-. Como ya sabes he pasado el fin de semana en Estocolmo y no he llegado aquí hasta las tres de la tarde. En cualquier caso, he ido hasta la granja que tienen en Lärbro, aunque no había nadie. No conseguía ponerme en contacto ni con Staffan Mellgren ni con su mujer, así que me la jugué, quería ir allí cuanto antes.

Se acercó hacia Knutas.

– Lo de la cabeza de caballo clavada en una estaca es grave, muy grave. Creo que Mellgren necesita protección inmediatamente.

– ¿Por qué?

– La lectura que yo hago de ello es que el autor de los hechos se ha crecido después del primer asesinato y por eso en esta ocasión quiere anunciar su llegada. Ha enviado un aviso. Al mismo tiempo, está tan convencido de que va a cometer el crimen que no importa que la persona esté advertida. Al contrario, eso le hace sentirse más seguro de su éxito. Me atrevería a afirmar que la cabeza de caballo podría significar una amenaza de muerte.

– Pero Martina no recibió ninguna cabeza de caballo antes de que la asesinaran.

– No, así es. Por dos razones. Por una parte, él se ha vuelto más duro y, por otra, porque Martina vivía con otras muchas personas, era más difícil enviarle una a ella personalmente.

– En ese caso, tu análisis significa que Ambjörnsson también está amenazado de muerte.

– Claro. Probablemente la única razón de que no le haya sucedido nada hasta ahora es que está en el extranjero.

– Por suerte no ha salido a la luz pública nada acerca de las cabezas de caballo, al menos no le vamos a conceder esa satisfacción al agresor. Y la que apareció en casa de los Mellgren no lo sabe nadie fuera de aquí.

– Bien. Seguid así. Es importante que no salga en los medios de comunicación, eso sólo lo volvería aún más exaltado.

– ¿Pero me estás diciendo completamente en serio que este hombre va a volver a matar a más gente?

– Eso me temo. Otra cuestión es cuánto tiempo tardará, pero el riesgo de que pronto vuelva a cometer otro asesinato es evidente. Ahora que ha probado esa experiencia querrá repetirla de nuevo.

Al terminar la jornada laboral Mellgren se fue a casa en coche. Su mujer le había dejado un mensaje en el móvil diciéndole que se iba con los niños a Ljugarn, a casa de sus padres. No quería permanecer en la granja después del incidente con la cabeza del caballo.

Pasó por la universidad para buscar algunos papeles en su despacho. El parque de Almedalen, situado al borde del agua, estaba lleno de gente tomando el sol, perros, cochecitos de niños y jóvenes con sus aparatos estereofónicos. Montones de jóvenes se encaminaban a la After Beach que había en la piscina natural de Kallbadhuset. Habían transportado hasta allí arena desde diferentes playas de Gotland y habían construido una playa de arena fina en medio de la ciudad sobre la orilla antes pedregosa. La After Beach de Kallbadhuset era muy popular. Después de escuchar la actuación tomando una cerveza, uno podía continuar de marcha por los bares que había por los alrededores. Casi le entraron ganas de acercarse hasta allí.

La universidad estaba vacía y la recepción cerrada. Recogió sus papeles y cuando se dirigía al coche, pasó a su lado un grupo de jóvenes. Hablaban y se reían, y le pareció que una de las chicas, una guapa rubia, le dirigió una amplia sonrisa. Se detuvo, los siguió con la mirada y vio que entraban en Kallbadhuset. Oyó que en ese momento empezaba la actuación musical. Eso bastó para que se decidiera. Volvió a subir a toda prisa a su despacho. Agarró una toalla y jabón, que guardaba en su armario del despacho, bajó a los vestuarios y se dio una ducha rápida. Se puso un poco de loción para después del afeitado y ropa limpia. Siempre tenía al menos una muda en el trabajo. No era la primera vez que decidía no volver directamente a casa.