De nuevo en la calle, se sintió animado y caminó hasta Kallbadhuset. Es verdad que pasaba de los cuarenta, pero parecía joven para su edad. Era alto, delgado y estaba en buena forma física, y su cabello era tan fuerte y abundante como cuando tenía veinte. Staffan Mellgren aguardaba la noche con expectación.
Knutas había escuchado la opinión de la psiquiatra sobre el peligro que corrían Gunnar Ambjörnsson y Staffan Mellgren con creciente inquietud. Esperaban el regreso de Ambjörnsson a Gotland dentro de una semana. Mientras estuviera en Marruecos no corría ningún peligro. Sin embargo, Mellgren necesitaba protección inmediatamente. Knutas había llamado un par de veces al móvil del responsable de las excavaciones sin obtener respuesta.
Según su esposa, Susanna, que se encontraba en Ljugarn en casa de sus padres, Mellgren habría trabajado como de costumbre en Fröjel y después volvería a casa. Nadie contestaba en el teléfono de la granja, pese a que la jornada laboral debía de haber terminado hacía ya un buen rato.
– ¿Puede ser él el asesino?
La voz de Karin parecía escéptica cuando se subieron al coche para dirigirse a la zona de las excavaciones.
– Me cuesta creerlo, pero ya hemos visto tantas cosas que no me sorprendería -dijo Knutas impasible mientras avanzaba entre los coches de la carretera. En julio el tráfico era denso en la carretera costera entre Klintehamn y Visby.
Martin Kihlgård, que iba en el asiento de atrás, se inclinó hacia delante entre sus dos colegas y les alargó una bolsa de patatas fritas. El coche apestaba a patatas fritas con cebolla. Knutas rechazó ostensiblemente el ofrecimiento y bajó el cristal de la ventanilla, mientras que Karin las aceptó encantada.
– Me cuesta mucho creer que Mellgren sea el asesino, la verdad -masculló entre dos bocados-. Sería bastante torpe quitarle la vida a una de sus alumnas, en especial si resulta que tenía una aventura con ella. Y parece inconcebible que además utilizara su propia estaca para clavar en ella la cabeza del caballo. ¿Y de dónde demonios sacó la primera cabeza de caballo? Sabemos que no se trataba del mismo caballo. ¿No hemos recibido aún ninguna denuncia por la desaparición de algún caballo?
– Ni una siquiera -respondió Knutas secamente-. Y tampoco ha dicho nadie que Mellgren sea el asesino.
– Entonces me apostaría algo a que es su mujer -continuó Kihlgård imperturbable-. Ella ha tenido tanto la oportunidad como motivos. El tipo le era manifiestamente infiel, y podría haber tenido una aventura con Martina Flochten. Sabemos que ella se veía con alguien a escondidas y quizá fue la gota que colmó el vaso. Dios mío, la pobre chica sólo tenía veintiún años. Luego Susanna Mellgren intenta poner en escena lo de la cabeza del caballo para advertir a su marido, para amenazarlo. Si hubiera querido matarlo, ya lo habría hecho. Esto es mucho más refinado. Quiere que él entienda que va en serio. Que si no acaba con sus aventuras amorosas, correrá la misma suerte.
Visiblemente satisfecho de su razonamiento, Kihlgård volvió a echarse hacia atrás y a hundir la mano dentro de la bolsa de patatas.
– ¿Así que crees que Susanna Mellgren piensa volver loco de miedo a su marido si a partir de ahora no se conforma con estar sólo con ella?
Karin parecía escéptica.
– En todo caso, no sería la primera en la historia. A mí me parece que es la única que tiene un motivo evidente.
– Debo reconocer que me cuesta comprender que alguien quisiera quitarle la vida a Martina Flochten. Un drama por celos podría explicar las cosas -convino Knutas-. Pero ¿por qué iba a emplear su mujer un método tan complicado?
– Quizá lo haya hecho para despistar -aventuró Kihlgård-. Hacerlo todo místico, ritual, aunque no tenga nada que ver con ese asunto.
Tomaron el desvío al llegar a la iglesia de Fröjel y condujeron todo el camino cuesta abajo hasta llegar a la zona de las excavaciones. En el último tramo fueron dando tumbos. Aquello se veía demasiado silencioso y vacío. Los carros estaban bien cerrados y todo parecía recogido tras la jornada de trabajo. Algunas cuadrículas estaban cubiertas con plásticos.
– Ajá -soltó Kihlgård-. Pues aquí parece que no está.
Knutas sintió cómo crecía su irritación. «Tenemos que dar con él», pensó. «Enseguida.»
– Vamos a la universidad, puede que esté allí.
Tenía el triste presentimiento de que no había tiempo que perder.
Eran las siete de la tarde cuando Staffan Mellgren abandonó Kallbadhuset para volver a casa. La banda había dejado de tocar y los jóvenes se dirigían hacia los bares de la ciudad. Había optado conscientemente por ser discreto, ya que se encontró con algunos estudiantes de la universidad y éstos, al verlo, lo saludaron. Eso era algo que detestaba de Gotland, que uno no podía ir de incógnito a ningún sitio.
Cogió el coche pese a que había tomado dos cervezas. Condujo hacia las afueras de la ciudad, donde la gente iba paseando hacia los restaurantes y las zonas de ocio nocturnas. La temporada turística estaba en su culmen, Visby era un hervidero de gente y le daba un poco de pena tener que dejar todo aquello y regresar a su casa en el pequeño Lärbro.
El móvil seguía en el asiento del acompañante y vio que había recibido un montón de mensajes, pero no se preocupó de comprobar de quién eran, seguro que eran de Susanna y en aquel momento no podía soportar su preocupación y sus continuas críticas.
Las gallinas cacareaban ruidosamente en el patio de la granja cuando llegó. Sí, claro, tenía que echarles de comer, se le había olvidado hacerlo por la mañana.
En el frigorífico encontró unos tomates que parecían cualquier cosa menos frescos. Servirían para las gallinas. Susanna había dejado en una de las bandejas una caja de helado de plástico con cascaras de huevos, restos de comida y pan duro.
Cogió la caja y se dirigió al viejo establo, que usaba sólo como trastero y en invierno como garaje. Al fondo, en el extremo transversal del edificio, estaba el gallinero. Cuando abrió la puerta fue con cuidado para no pisar a ninguno de los pequeños pollitos amarillos que piaban alrededor de sus piernas. Allí había un alboroto tremendo. Dejó la caja con la comida y llenó el comedero con pienso para las gallinas ponedoras.
De pronto oyó cerrarse la puerta del establo. Estaba en cuclillas, se levantó con cuidado y dejó el saco de pienso a un lado. Las gallinas seguían cacareando y resultaba imposible oír cualquier otra cosa. Se deslizó hasta el hueco de la puerta y miró dentro del propio establo.
Pasó la vista por las paredes desnudas, llenas de cagadas de moscas y de telarañas. Las ventanas estaban tan sucias que la luz de la tarde apenas penetraba. Los viejos pesebres de la cuadra, en desuso desde hacía mucho tiempo, estaban dispuestos en hilera separados por paredes. La puerta debe de haberse cerrado sola -pensó-, pero cuando iba a darse la vuelta descubrió que algo había cambiado. Habían movido de sitio y dado la vuelta a la vieja bañera, que llevaba años boca abajo junto a otros trastos viejos.
Se acercó desconcertado y comprobó, para su asombro, que estaba llena de agua hasta los bordes. No tuvo tiempo de pensar quién habría estado allí o con qué fin se había usado la bañera.
La universidad estaba cerrada y tuvieron que llamar al guardia de seguridad para que les abriera. Aquello estaba muerto, en una calurosa tarde de julio no quedaba allí dentro ni un alma. Subieron por las escaleras hasta el pasillo donde se encontraba el despacho de Mellgren. La puerta estaba cerrada con llave. El vigilante rebuscó en un enorme llavero y abrió la puerta.