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Mari Jungstedt

Nadie Lo Ha Oído

Anders Knutas, 2

© 2004, Mary Jungstedt

Título originaclass="underline" I denna stilla natt

Traducido por Gemma Pecharromán Miguel

A mi marido, Cennet Nicklasson,

mi querido amigo del alma.

***

Domingo 11 de Noviembre

Por primera vez en toda la semana clareó el cielo. Los mortecinos rayos del sol de noviembre se abrieron paso entre las nubes y los espectadores del hipódromo de Visby volvieron sus rostros anhelantes hacia la luz solar. Era el último día de competición de la temporada y en el aire flotaba el optimismo, mezclado con algún viso de nostalgia. Un público aterido, pero entusiasta, se había concentrado en las gradas. Bebían cerveza o café caliente en tazas de plástico, comían perritos calientes y hacían sus anotaciones en el programa de las carreras.

Henry Dahlström, el Flash, sacó su petaca y dio un buen trago al aguardiente casero. Hizo un gesto de desagrado, pero el brebaje le hizo entrar en calor. A su alrededor en las gradas estaba sentada toda la peña: Bengan, Gunsan, Monica y Kjelle. Todos ellos bebidos en mayor o menor medida. El desfile acababa de comenzar. Los briosos trotones fueron apareciendo uno tras otro resoplando, mientras la música salía con gran estrépito de los altavoces. Los jockeys iban sentados con las piernas abiertas y bien apoyadas en sus ligeros sulkys.

En las pistas, el panel de apuestas, hasta entonces en negro, se puso en funcionamiento.

Henry hojeó el programa: Ginger Star corría en la carrera número siete y él pensaba apostar por ella. Parecía que no inspiraba confianza a nadie más, sólo tenía tres años. Había seguido a esa potra durante las competiciones estivales y, aunque tenía cierta tendencia a caer en el galope, iba cada vez mejor.

– Oye, Flash, ¿ves a Pita Queen?, ¿no te parece que es muy guapa? -farfulló Bengan alargando la mano hacia la petaca.

A Henry lo apodaban el Flash porque había trabajado durante muchos años de fotógrafo para los periódicos locales de Gotland, antes de que la bebida se adueñara totalmente de su vida.

– No te lo crees ni tú. Con ese preparador… -le contestó levantándose para ir a realizar sus apuestas.

Las taquillas de apuestas estaban en hilera, una tras otra, con las ventanillas de madera levantadas. La gente sacaba alegremente la cartera, los billetes cambiaban de manos y cada uno se guardaba sus boletos. Un piso más arriba se encontraba el restaurante, en el que la clientela fija comía bistecs y bebía cerveza fuerte. Los jugadores veteranos daban chupadas a sus puros mientras discutían la fuerza de tiro de los caballos y los métodos de los jockeys.

La carrera estaba a punto de empezar. Siguiendo el reglamento, el primer jockey saludó a los jueces con una ligera inclinación de cabeza hacia la torre donde éstos estaban. El comisario de la carrera dio la salida.

Henry había rellenado una quiniela para cinco carreras, una V5, y después de la cuarta tenía cuatro aciertos en su V5. Si lo acompañaba la suerte podía conseguir un pleno en sus apuestas. Como, además, en la última carrera había apostado por Ginger Star, una potra por la que no se arriesgaba mucha gente, el premio debería ser importante. Si el animal daba la talla.

Dieron la salida y Henry siguió el carruaje por la pista tan concentrado como pudo, después de haberse bebido ocho cervezas e incontables tragos fuertes. Cuando anunciaron la última vuelta, se le aceleró el pulso. Ginger Star iba bien, increíblemente bien. Con cada paso que daba acercándose a las dos favoritas que iban en cabeza, sus contornos se le aparecían con más nitidez: el cuello fuerte, la nariz resoplando, las orejas tiesas apuntando hacia delante. Aquella yegua podía conseguirlo.

«Nada de galopar ahora, nada de galopar», Henry repetía para sí mismo aquella súplica como si fuera un mantra. Tenía los ojos clavados en la potra, que se acercaba a la cabeza de la carrera con una energía increíble. Ya había pasado a una de sus rivales. De repente, reparó en el peso de la cámara que llevaba colgada del cuello y recordó que había pensado sacar fotografías. Tomó unas cuantas, con la mano medianamente firme.

La arena roja de las pistas salía despedida de los cascos, que avanzaban a una velocidad de vértigo. Los jockeys golpeaban con la fusta a los caballos y el entusiasmo cundió entre el público. En las gradas muchos se pusieron en pie, algunos aplaudían, otros gritaban.

Ginger Star avanzaba por fuera y ahora estaba a la altura del caballo que iba en cabeza. Entonces el jockey utilizó el látigo por primera vez. Dahlström se puso en pie, mientras seguía la carrera a través del frío ojo de la cámara.

Cuando Ginger Star cruzó la meta con el hocico por delante de la gran favorita se escuchó un murmullo de decepción entre el público. Henry captó algún comentario suelto: «¡Qué mierda!», «¡No es posible!», «¡Increíble!», «¡Qué putada!».

Él se hundió en el asiento.

Había acertado una quiniela V5.

Sólo se oía el roce del cepillo contra el suelo de la cuadra y el ruido de las mandíbulas de los caballos mientras masticaban su porción de avena de la noche. Se había restablecido la calma después de aquel ajetreado día de competición. Fanny Jansson barría con pasadas cortas, rítmicas. Le dolía el cuerpo después de todo el trabajo y, cuando terminó, se dejó caer en el cajón de forraje que había junto al box de Regina. El animal la miraba. Introdujo la mano entre los barrotes y le acarició la testuz.

La chica, delgada y de tez morena, se había quedado sola en las caballerizas. Había renunciado a acompañar a los demás, que se habían ido a cenar a un restaurante de la zona, para celebrar el final de la temporada. Fanny podía imaginarse el jaleo que habría allí; peor que normalmente. Había ido algunas veces y aquello no le gustaba nada. Los propietarios de los caballos bebían demasiado e intentaban hacer bromas con ella. La llamaban «princesa», la cogían de la cintura y le pellizcaban el trasero a traición.

Algunos se volvían más atrevidos cuanto más bebían. Hacían comentarios acerca de su físico, tanto con la mirada como de viva voz. Eran un hatajo de viejos asquerosos.

Estaba bostezando y tampoco tenía ganas de coger la bicicleta e irse a casa. Aún no. Su madre hoy libraba y la probabilidad de que estuviera borracha era muy grande. Si estaba sola, estaría sentada en el sofá con la boca torcida en una mueca de insatisfacción y la botella de vino delante. Y, como de costumbre, Fanny sentiría remordimientos por haber pasado el día con los caballos en vez de con ella. Su madre no comprendía que era un día de competición y que había muchas cosas que hacer. Tampoco entendía que Fanny necesitara alejarse. Las cuadras eran su cuerda de salvación. Si no tuviera los caballos, ya habría sucumbido.

La inquietud se apoderó de ella cuando se imaginó un escenario aún peor: que su madre quizá no estuviera sola. Si estaba allí su «novio» Jack, estarían aún más bebidos y a ella le costaría conciliar el sueño.

A la mañana siguiente tenía que madrugar para ir a la escuela y necesitaba dormir para poder sobrellevarlo. Octavo estaba siendo un suplicio del que ansiaba librarse cuanto antes. Fanny trató de esforzarse al comenzar el curso, pero iba cada vez peor. Le costaba concentrarse y había empezado a faltar bastante a clase. No se sentía con fuerzas, sencillamente.

Ya tenía más que suficiente con la carga que llevaba a sus espaldas.

Lunes 12 de Noviembre