Se le había formado una pompa de saliva en la comisura de los labios. Cada vez que respiraba, ésta se iba haciendo más grande, hasta que explotó y se le fue resbalando por la barbilla hasta acabar en la almohada.
Había claridad en la habitación. Las persianas estaban subidas y las marcas de suciedad de los cristales de la ventana se veían perfectamente. En el alféizar había un solitario tiesto con una violeta africana marchita desde hacía bastante tiempo.
Henry Dahlström fue recuperando lentamente la conciencia ante los insistentes timbrazos del teléfono, que rompían el espeso silencio del piso, resonando entre las paredes de aquel deslucido apartamento de dos habitaciones y cocina, hasta sacarlo por fin del sueño. En su interior fueron aflorando algunos pensamientos sueltos que lo devolvieron inexorablemente a la realidad. Tenía una ligera sensación de felicidad, pero no lograba recordar a qué se debía.
El dolor de cabeza lo asaltó en cuanto sacó las piernas de la cama. Se incorporó despacio. Veía borroso el dibujo impreciso de la colcha. La sed lo obligó a levantarse y fue dando tumbos hasta la cocina. El suelo se movía. Se apoyó en el marco de la puerta y contempló el caos.
Los armarios de la cocina estaban abiertos de par en par y la encimera estaba abarrotada de vasos sucios y platos con restos de comida, y en la jarra de la cafetera eléctrica sólo quedaba café requemado. Alguien había dejado caer un plato al suelo. Pudo distinguir algo de arenques fritos y de puré de patatas entre los trozos de porcelana. La mesa estaba llena de latas de cerveza y de botellas vacías, además de un cenicero repleto de colillas y un montón de boletos de apuestas de las carreras de caballos.
De repente, recordó a qué se debía esa ligera sensación de felicidad. Había acertado una quiniela V5, y fue el único acertante. El premio era de vértigo, al menos para él. Le habían pagado más de ochenta mil coronas en dinero contante y sonante, que fueron a parar directamente a su bolsillo. Nunca había tenido tanto dinero.
Al momento advirtió que no sabía lo que había hecho con el dinero. Sintió una punzada en el estómago ante el temor de que hubiera desaparecido. Semejante fortuna.
Angustiado, recorrió de arriba abajo las baldas medio vacías de los armarios de la cocina con la mirada inquieta. Debería haber tenido la suficiente prudencia como para guardarlo. A no ser que alguno de ellos… No, se negaba a creerlo. Aunque, tratándose de alcohol o de dinero, uno nunca podía estar seguro.
Desechó esa idea y trató de recordar lo que había hecho la noche anterior cuando llegaron a casa después de las carreras. ¿Dónde demonios…?
Ah, sí, claro, en el armario de la limpieza. Con las manos temblorosas consiguió sacar el paquete de bolsas de papel para la aspiradora. Cuando tocó el montón de billetes, respiró aliviado. Se sentó en el suelo con el envoltorio entre las manos, como si fuera un jarrón de porcelana de gran valor, al tiempo que en la cabeza se le agolpaban las ideas de lo que iba a hacer con ese dinero. Un viaje a Gran Canaria y tomar copas de esas con sombrillitas. Quizá invitar a Monica o a Bengan, ¿y por qué no a los dos?
Se acordó de su hija. La verdad es que debería mandarle algo. Su hija ya era mayor y vivía en Malmö. La relación entre ellos estaba rota desde hacía mucho tiempo.
Henry volvió a colocar el paquete en el armario y se levantó. Miles de estrellas bailaban ante sus ojos.
Lo acuciaba la necesidad de beber algo. Las latas de cerveza estaban vacías y lo mismo sucedía con las botellas de licor. Encendió una de las colillas más largas que encontró en el cenicero y soltó una maldición cuando se quemó el dedo.
Entonces descubrió una botella de vodka debajo de la mesa en la que aún quedaba un buen trago. Se lo echó al coleto con ansiedad y el carrusel que le daba vueltas en la cabeza se calmó un poco. Salió a la terraza y aspiró el frío y húmedo aire de noviembre.
En el césped, mira por dónde, había una lata de cerveza sin abrir. Se la bebió de un trago y se sintió definitivamente mejor. En el frigorífico encontró un trozo de salchicha y una cazuela con restos resecos de puré de patata.
Era lunes por la tarde. Eran más de las seis y el Systembolaget [1] estaba cerrado. Tenía que salir a buscar algo de beber.
Henry subió al autobús para ir hasta el centro. El conductor era un tipo simpático que le permitió viajar gratis, aunque ahora, sin duda, tenía dinero para pagar el billete. Cuando se bajó en Östercentrum, era el único pasajero. La lluvia flotaba en el aire, era de noche y la ciudad parecía bastante desierta. La mayoría de las tiendas ya estaban cerradas a esa hora.
En uno de los bancos que había junto al puesto de salchichas de Ali estaba sentado Bengan con ese tal Örjan recién llegado de la Península. Un tipo desagradable; pálido y con el pelo negro, peinado hacia atrás con gomina, y con una expresión penetrante en los ojos; los músculos de los brazos revelaban cómo había matado el tiempo en el trullo, del que hacía poco que lo habían soltado. Había cumplido condena por un delito de lesiones graves. Tenía los brazos y el pecho cubiertos de tatuajes y una parte del dibujo le sobresalía por debajo del mugriento cuello de la camisa. Henry se sentía cualquier cosa menos cómodo con él, y no contribuía a mejorar las cosas el hecho de que éste siempre llevara consigo a ese perro de pelea gruñón, blanco, con los ojos rojos y el hocico cuadrado. Feo como un demonio. Se jactaba de que había matado a un caniche en Östermalm, justo en el centro de Estocolmo. La dueña del perro, una pija de clase alta, se puso como loca y sacudió a Örjan con el paraguas antes de que llegara la policía y se hiciera cargo de ella. Él se había librado, con la advertencia de que le comprara al perro una correa más fuerte. Hasta la televisión se había hecho eco del incidente.
Cuando Henry se acercaba se oyó un gruñido sordo procedente de la garganta del perro, que estaba echado a los pies de Örjan. Bengan lo saludó haciendo una temblorosa señal con la mano. Se veía a la legua que su amigo estaba muy borracho.
– Hola, ¿qué tal? Enhorabuena otra vez, tronco, joder qué bien.
Miraba a su amigo con ojos turbios.
– Gracias.
Örjan sacó una botella de plástico cuyo contenido era transparente, imposible de identificar.
– ¿Quieres?
– Sí, claro.
Aquella bebida tenía un olor penetrante. Después de darle varios largos tragos dejaron de temblarle las manos.
– Esto te ha sentado bien, ¿no?
Örjan hizo la pregunta sin sonreír.
– Ya lo creo -dijo Henry, sentándose en el banco al lado de los otros dos.
– ¿Cómo va la cosa?
– Bueno, la cabeza arriba y los pies en el suelo.
Bengan se acercó más a Henry y le resopló en la oreja.
– Joder, oye, lo de la pasta -le silbó-. Vaya historia. ¿Qué vas a hacer?
– No sé.
Henry lanzó una rápida mirada hacia Örjan, que había encendido un cigarrillo. Estaba mirando hacia Ostergravar, en la zona este de la muralla, y parecía que había dejado de escuchar.
– Ya hablaremos de eso -le dijo en voz baja-. Quiero que mantengas la boca cerrada sobre lo del dinero, no quiero que se entere nadie más. ¿Entendido?
– Claro, tranquilo -le prometió Bengan-. No faltaba más, colega.
Dio una palmadita en el hombro a Henry y se volvió hacia Örjan.
– Anda, pasa un trago -dijo agarrando la botella.
– Bebe más despacio, joder. Piano.
«Típico de Örjan -pensó Henry-. Siempre tiene que hacerse el interesante. ¿De qué piano habla?» El perro enseñaba los dientes.
Lo único que quería Henry ahora era comprar bebida y largarse de allí cuanto antes.
– ¿Tenéis algo para vender?
Örjan empezó a rebuscar en un viejo bolso de piel de imitación. Sacó una botella de plástico con aguardiente de fabricación casera.