– Cincuenta coronas. Aunque puede que tengas dinero para soltar un poco más, ¿no?
– Pues no. Sólo tengo un billete de cincuenta.
Henry le dio el billete y echó mano a la botella. Örjan no la soltaba.
– ¿Seguro?
– Sí.
– ¿Y si no te creo? ¿Y si creo que tienes más, sólo que no tienes ganas de pagar más?
– ¡Qué coño! ¡Corta el rollo!
Tiró de la botella levantándose al mismo tiempo. Örjan sonreía burlón.
– ¿No aguantas una pequeña broma?
– Tengo que irme. Adiós, nos vemos.
Se dirigió hacia la parada del autobús sin volverse. Sentía los ojos de Örjan clavados en su espalda como alfileres.
Estaba cómodamente recostado en el único sillón que había en el cuarto de estar. De vuelta a casa había comprado en el kiosco un refresco de pomelo, Grape Tonic, y mezclándolo con el aguardiente había conseguido un cubata que sabía bastante bien. En la mesa delante de él estaba el vaso lleno, con sus tintineantes hielos. Henry observaba el ascua del cigarrillo en la semipenumbra del cuarto disfrutando de su soledad.
Que el piso estuviera sin limpiar tras la juerga de la noche anterior era algo que no le preocupaba.
Puso en el estéreo un viejo disco de Johnny Cash. La vecina protestó dando unos golpes en la pared, probablemente porque le molestaba la música en mitad de la telenovela sueca que echaban en la televisión. Ni se inmutó, detestaba todo lo que pudiera considerarse la vida normal de un ciudadano sueco corriente.
Incluso en la época en que aún estaba activo profesionalmente, evitó caer en la rutina. Como fotógrafo principal del Gotlands Tidningar, normalmente podía organizarse él mismo el horario. Y cuando, andando el tiempo, montó su propia empresa, hacía, claro está, lo que le daba la gana.
En algunos momentos de lucidez pensaba que esa libertad había sido el principio del fin. Eso había permitido que se diera a la bebida y que ésta, de forma lenta pero implacable, hubiera ido restándole tiempo al trabajo, a la familia, al ocio y que, al final, se hubiera antepuesto a todo lo demás; su matrimonio se rompió, los encargos desaparecieron y la relación con su hija se volvió cada vez más esporádica y, después de unos años, se interrumpió del todo. Al final acabó sin dinero y sin trabajo. Los únicos amigos que le quedaban eran sus compañeros de borrachera.
Lo sacó de sus cavilaciones un ruido procedente de la terraza. Se quedó parado a medio camino mientras se llevaba el vaso a la boca. ¿Sería alguno de los malditos chavales de la zona que se dedicaban a robar bicicletas para luego pintarlas y venderlas? Tenía la suya fuera sin el candado puesto. Ya habían intentado robársela antes.
Otro ruido. Miró el reloj. Las once menos cuarto. Alguien andaba por ahí fuera, no cabía duda.
Podía tratarse de algún animal, evidentemente, un gato quizá.
Abrió la puerta de la terraza y escudriñó la oscuridad. La exigua franja de césped que había en la esquina de la casa estaba iluminada por el frío resplandor de la farola. La bicicleta estaba apoyada contra la pared como siempre. Cerca del camino peatonal una sombra desapareció entre los árboles. Probablemente sólo se trataba de alguien que había salido a dar una vuelta con el perro. Para mayor seguridad, cerró la puerta del patio con llave.
Esa interrupción lo irritó. Encendió la lámpara del techo y echó un vistazo por el piso con aversión. No se sentía con fuerzas para contemplar aquel desastre, así que metió los pies en las zapatillas y bajó al cuarto de revelado que tenía en el sótano, para comprobar cómo habían salido las fotografías que tomó en las carreras. Había sacado un carrete entero de Ginger Star, un par de ellas justo cuando cruzaba la línea de meta. Con la cabeza estirada hacia delante, las crines al viento y el hocico por delante de todas las demás. ¡Qué sensación!
El portero de la casa había sido muy amable y le había permitido utilizar un cuarto trastero que antes se empleaba para guardar las bicicletas. Henry lo había arreglado y había colocado allí el aparato para hacer las copias, las cubetas para los líquidos y un tendedero para secar las fotografías. La ventana del sótano estaba tapada con trozos de cartón negro para impedir que pasara la luz del sol.
La única fuente de luz que había era una bombilla roja en la pared. Bajo el débil reflejo de esta lamparilla podía trabajar sin dificultades. Le gustaba estar en el cuarto de revelado. Concentrarse en una cosa envuelto en un silencio y una oscuridad casi totales. Esa sensación de calma sólo la había experimentado antes en otra ocasión, durante su luna de miel en Israel. Un día Ann-Sofie y él salieron a bucear con esnórquel. Deslizarse bajo la superficie del mar, entre sus aguas silenciosas, fue como hallarse en otra dimensión. Tranquilos, donde el bullicio constante del exterior no podía alcanzarlos. Era la única vez que había practicado esa modalidad de buceo, pero aún conservaba nítido el recuerdo de aquella experiencia.
Llevaba trabajando un buen rato cuando lo interrumpieron unos golpes discretos en la puerta. Instintivamente se paró y aguzó el oído. ¿Quién podía ser? Ya debía de ser casi medianoche.
Volvieron a llamar, más despacio y durante más tiempo. Sacó del líquido fijador la fotografía con la que estaba trabajando y la colgó para que se secara, mientras los pensamientos se agolpaban en su mente.
¿Debería abrir la puerta? La prudencia le decía que lo mejor era no hacerlo. Que podía estar relacionado con el premio. Alguien que quería el dinero. La noticia de que había ganado en las carreras ya se habría propagado. El ruido al otro lado de la puerta escondía un peligro. La boca se le quedó seca. Aunque a lo mejor sólo era Bengan.
– ¿Quién es? -gritó.
La pregunta quedó flotando en la oscuridad. No hubo respuesta, sólo un espeso silencio. Se dejó caer en el taburete, buscó a tientas la botella de aguardiente y dio unos tragos rápidos. Pasaron algunos minutos sin que ocurriera nada. Él permanecía sentado completamente quieto esperando, sin saber qué.
De repente empezaron a aporrear con fuerza la ventana del otro lado. Pegó un salto tan brusco que estuvo a punto de dejar caer la botella al suelo. Los últimos restos de la resaca desaparecieron y clavó los ojos en el trozo de cartón que cubría la ventana. Casi no se atrevía a respirar.
Entonces se repitieron. Fuertes, atronadores. Como si la persona que estaba ahí fuera no usara los nudillos sino algún objeto. El techo y las paredes amenazaban con venírsele encima. El miedo se apoderó de él. Ahí estaba, atrapado como una rata, mientras alguien en el exterior jugaba con él. La frente se le cubrió de sudor y se le revolvieron las tripas. Tenía que ir al servicio.
Los porrazos dieron paso a un rítmico golpeteo, una monótona sucesión de golpes contra la ventana. En el edificio nadie iba a oír sus gritos pidiendo ayuda. Un día de diario a medianoche. La persona o personas que estaban ahí fuera, ¿pensaban romper la ventana? De todos modos era imposible entrar por ella, era demasiado pequeña. La puerta estaba cerrada con llave, de eso estaba seguro.
De pronto se quedó todo en silencio. Tenía todos los músculos del cuerpo en tensión. Aguzó el oído tratando de captar algún ruido que no llegó.
Permaneció durante casi una hora paralizado en la misma posición, antes de que se atreviera a levantarse. El rápido movimiento hizo que se sintiera algo mareado y que empezara a tambalearse. Veía estrellas blancas que centelleaban en medio de la oscuridad. Necesitaba ir al servicio, ya no podía aguantarse más. Las piernas lo sujetaban a duras penas.
Cuando abrió la puerta se dio cuenta inmediatamente de que había cometido un error.
Fanny se observó a sí misma en el espejo mientras se pasaba el peine por el cabello brillante. Tenía los ojos de color castaño oscuro, igual que su piel. Madre sueca y padre antillano. Mulata, sin los típicos rasgos africanos. Su nariz era pequeña y los labios, delgados. El cabello, negro como el azabache, le llegaba hasta la cintura. Algunos pensaban que era hindú o magrebí, creían que era de Marruecos o de Argelia.