En la sauna hablaban de cualquier asunto trivial o permanecían completamente en silencio. Ése, según Knutas, era el distintivo de un buen amigo. Le molestaban profundamente las personas que se empeñaban en darle incesantemente a la lengua, aunque no tuvieran nada sensato que decir.
Knutas le contó el numerito que le había montado Line el día de su cumpleaños y Leif se rio de lo lindo. Nunca llegarían a comprender del todo a las mujeres, en eso estaban los dos patéticamente de acuerdo.
Tenían hijos de la misma edad y discutían los problemas de la adolescencia, que ya habían empezado a aparecer. Sus hijos eran compañeros de clase y la semana anterior Leif había descubierto que fumaban a escondidas. Resulta que habían estado fumando colillas y el hijo de Leif, que llevaba el pelo largo para horror de sus padres, se había quemado los rizos de un lado.
Hablaban de su miedo a hacerse mayores, de su temor a que les saliera barriga y a que sus músculos se relajasen, a la aparición del vello blanco en el pecho. Knutas no solía pensar mucho en la vejez ni en la muerte, pero a veces reflexionaba sobre cómo iba transcurriendo el tiempo y se preguntaba cuántos años le quedarían. Se imaginaba haciéndose cada vez más mayor, con la inmovilidad y los achaques que eso llevaba consigo. ¿Cuánto tiempo podría seguir disfrutando? ¿Hasta que tuviera sesenta y cinco, setenta o incluso hasta los ochenta? Cuando empezaba a pensar en esas cosas, le producía angustia su vicio de fumar, aunque fumaba muy poco. La mayoría de las veces no hacía más que chupar la pipa apagada, jugaba y se entretenía con ella, solamente la encendía unas pocas veces al día.
Leif se enfrentaba a la misma inquietud, aunque no fumaba. Le contó que se había comprado un aparato para hacer gimnasia en casa y que entrenaba una hora todas las mañanas. El resultado estaba a la vista, constató Knutas con cierta envidia. Apreciaba la franqueza de Leif y el poder contarle sus cosas. Cuando se trataba de temas relacionados con el trabajo, regían otras normas. Leif no solía preguntarle a Knutas nada relacionado con su trabajo. Lo cual no impedía que a éste le entraran a veces ganas de contarle a su amigo alguna que otra cosa. A menudo era bueno hablar con alguien ajeno a los pasillos de la comisaría, alguien que tuviera una perspectiva distinta. La mayoría de las veces era Line la que cumplía ese papel. Ella le había ayudado en numerosas ocasiones a ver las cosas de otra manera.
No llegó al trabajo hasta las once. En el escritorio tenía una nota de Norrby escrita a mano y una copia de un interrogatorio enviada por la policía de Uppsala. La joven que había estado con el testigo en el puerto fue rastreada hasta una dirección en esa ciudad. Ese día sólo hubo un pasajero de allí cuya edad coincidía con la descripción. Se llamaba Elin Andersson y en el interrogatorio, con el cual la policía de Uppsala claramente los había ayudado durante el fin de semana, la muchacha había reconocido que conocía a Niklas Appelqvist, que habían estado juntos en el puerto la mañana del día 20 de julio antes de que ella tomara el barco, pero que en el muelle no había llamado su atención ninguna persona en particular. Así pues, sus sospechas se confirmaban, había sido el joven vecino de Dahlström quien había revelado esa información a Johan Berg. A Knutas le irritaba sobremanera que un testigo tan importante se negara a hablar con ellos. Y no porque hubiera tenido ningún encontronazo con la policía anteriormente, una búsqueda en el registro de delincuentes había dado negativo.
Cuando entró en la sala de reuniones media hora después, se dio cuenta enseguida de que había cierta agitación flotando en el ambiente. Karin y Kihlgård habían revisado los papeles de Dahlström durante el fin de semana y se veía claramente en sus caras que habían averiguado algo, porque estaban a punto de reventar de ganas de contárselo a sus colegas. Kihlgård tenía delante un plato con dos panecillos y una taza grande de café. Comía mientras rebuscaba entre sus papeles. Grandes migas de pan caían sobre la mesa. Knutas suspiró.
– ¿Y vosotros dos tenéis algo que contar?
– Ya lo creo -dijo Kihlgård-. Resulta que Dahlström tenía una libreta en la que apuntaba a sus clientes. Tenemos una apretada lista con los nombres, las fechas, lo que construyó y cuánto le habían pagado.
– El asunto es de mayor envergadura de lo que pensábamos -añadió Karin-. Ha hecho obras de carpintería para la gente durante más de diez años. El primer trabajo se remonta a 1990. Algunos de los que han utilizado los servicios de Dahlström son personas muy conocidas en Visby.
Todos miraron atentos a Karin cuando mostró la lista con los nombres.
– ¿Qué os parece…? Ahora agarraos bien… ¿El alcalde, el socialdemócrata Arne Magnusson?
Un murmullo de sorpresa recorrió la sala.
– Magnusson, ese socialista de toda la vida -se rio Wittberg-. ¡No puede ser! Pero si siempre está defendiendo los impuestos elevados y, al igual que Mona Sahlin, no para de hablar de lo estupendo que es pagarlos. ¡Es demasiado divertido! Siempre anda con sus discursos moralizantes. ¡El peor predicador de Visby!
– Ah, sí. Constantemente está haciendo campaña para que los bares cierren a la una en verano y para que se prohíba fumar -se burló Sohlman.
– Si esto sale a la luz…, va a ser un festín para los periodistas -dijo Norrby extendiendo las manos.
– Una cabaña de madera en 1997 -leyó Karin de la lista-. Cinco mil coronas en negro más cierta cantidad de alcohol a modo de pago. ¿Os cabe en la cabeza?
Knutas se puso serio.
– Esto es una absoluta insensatez.
– Espera y verás, hay más cosas interesantes -continuó Karin-. Bernt Håkansson, jefe de servicio del hospital, y Leif Almlöv, restaurador, y buen amigo tuyo, ¡Anders!
– ¡No me jodas!
Knutas se puso rojo como un pimiento.
– ¿También está en esa lista?
– Una sauna en su casa de campo por diez mil coronas, no estuvo mal el pago.
La mala leche brillaba en los ojos de Karin. Disfrutaba haciéndolo rabiar. Kihlgård parecía igual de satisfecho. Ahora habían conseguido algo con lo que regodearse. Bien por ellos.
– De todos modos, no es el único. Aquí hay otra decena de nombres.
– ¿No habrá nadie de esta casa? -preguntó Wittberg inquieto-. Dime que no hay nadie, por Dios.
– No, por suerte no hay ningún policía. Pero sí alguien que se apellida como tú, Roland Wittberg, ¿es pariente tuyo?
Wittberg negó con la cabeza.
– Déjame ver -le pidió Knutas.
Reconoció una buena parte de los nombres.
– ¿Qué hacemos con esto?
– Pues, para empezar, podemos tratar de averiguar si mantenían alguna otra relación con Dahlström -dijo Karin cogiendo la lista.
Knutas llamó a Leif en cuanto llegó a su despacho. Se sentía tremendamente irritado.
– ¿Por qué no me has dicho que recurriste a Dahlström?
Se produjo un silencio.
– ¿Estás ahí?
– Sí.
Se oyó un profundo suspiro.
– ¿Por qué no me has dicho nada de la sauna? -insistió Knutas.
– Ya sabes la cantidad de chanchullos que hay en el gremio de la hostelería. Pensé que si se hacía público que había empleado mano de obra en negro de forma privada, la gente pensaría que lo hago también en el negocio. Iban a considerarme inmediatamente sospechoso y luego las autoridades me harían la vida imposible.
– ¿No pudiste pensar eso antes de encargarle que te construyera la sauna?
– Tienes razón, fue una estupidez. Justo entonces la cosa iba algo jodida en el restaurante, e Ingrid no paraba de hablar de esa maldita sauna. No es una disculpa, pero, tal vez, una explicación. Espero no haberte puesto ahora en una situación comprometida.
– No te preocupes por mí. Además, hay más gente que tiene motivos para estar preocupada. Tenemos una lista con un montón de personas que han hecho lo mismo. Si te dijera quiénes son, no te lo ibas a creer.