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– Eso tendrás que hablarlo con Anders Knutas. Es quien decide qué información podemos facilitar a los medios.

– He intentado hablar con él, pero no contesta.

– No, en estos momentos está en una reunión con los nuevos refuerzos que han llegado de la Policía Nacional. Seguro que tardarán por lo menos otra hora.

– ¿Ha llegado a la isla más personal de la Policía Nacional? ¿Y eso por qué?

– Como te he dicho, eso tendrás que hablarlo con Knutas.

– Está bien, gracias de todos modos. Adiós.

Johan se echó hacia atrás en la silla. El que la policía hubiera solicitado refuerzos de los cuerpos nacionales sólo podía significar que el caso era más grave de lo que parecía en un principio. Tenían que haber descubierto algo que pusiera de manifiesto que detrás del caso había un acto delictivo. Se levantó y se dirigió a la mesa del redactor jefe, como de costumbre Grenfors estaba con el auricular en la oreja.

Johan se preguntaba a veces cuánto tiempo perdía esperando a que la gente terminara de hablar por teléfono. Advirtió que Grenfors había vuelto a teñirse el pelo. Este tenía poco más de cincuenta años y cuidaba su aspecto, vestía siempre de forma deportiva y juvenil. Tenía por costumbre no almorzar nunca con sus compañeros, en vez de eso prefería una sesión en el gimnasio de la Televisión Sueca. Era alto, delgado y estaba en buena forma, tenía buen aspecto para su edad. Max Grenfors estaba casado con una mujer muy atractiva quince años más joven que él y monitora de aerobic.

Cuando por fin colgó el teléfono, Johan le contó lo que le había dicho Karin.

– Vamos a esperar a ver qué dice Knutas. De todos modos, hoy ya es demasiado tarde para volar hasta allí, a no ser que tengan algo muy importante que contar. Tendrás que preparar un texto desde aquí de manera que al menos mantengamos la llama. Peter y tú podéis viajar mañana si se demuestra que el asunto vale la pena.

Johan salió por la tarde con su amigo Andreas. Empezaron en el Vampires Lounge de la calle Östgötagatan, donde los cubatas eran baratos y el ambiente relajado. La chica del bar vestía completamente de negro, llevaba el cabello corto y grandes aros en las orejas. Cuando se volvió para enjuagar un vaso se le vio el tatuaje que lucía en el extremo de la espalda. Le sirvió a cada uno su Frozen Margarita en una copa de cristal con el pie enroscado. Alrededor de la barra se daba cita una clientela relativamente joven, la mayoría con un paquete pequeño de Marlboro Light al lado. La gente de Estocolmo pertenecía a una especie de fumadores noctámbulos. En los restaurantes a la hora del almuerzo apenas se veía nadie que fumara, pero por las noches casi todos iban con el cigarrillo en la boca.

– Pareces un poco decaído -comentó Andreas cuando dejaron de hablar, como de costumbre, de los inevitables temas del trabajo y de los distintos acontecimientos deportivos.

– No, qué va, es sólo que estoy un poco cansado -dijo Johan, e hizo lo mismo que los demás clientes del bar, se encendió un cigarrillo.

– ¿Qué tal con esa chica de Gotland, Emma?

– Bien, pero es difícil también, ya sabes, con el marido, los hijos y todo.

Andreas meneó la cabeza.

– ¿Por qué te lías con una mujer casada y con hijos pequeños? ¡Que además vive en Gotland! ¿No podías complicarte la vida un poco más?

– Lo sé -suspiró Johan-. Tú no lo entiendes porque nunca has estado lo suficientemente enamorado de nadie.

– ¿Pero qué dices? Claro que lo he estado. Estuve cinco años con Ellen -protestó Andreas.

– Sí, ¿pero qué sentías realmente? Tenías dudas todo el tiempo. Te quejabas constantemente, si no era por una cosa era por otra; que si era vegetariana, que si llegaba siempre tarde, que si era descuidada y no era capaz de encauzar su vida. Que no hacía más que estudiar y venga a estudiar, sin que eso la condujera a ningún sitio, y que nunca tenía dinero. ¿Lo has olvidado?

Andreas soltó la carcajada.

– No, claro que no, ¿sabes lo que ha sido de ella? Me la encontré en el centro hace unos meses. Recién casada y con un niño en camino, vive en un chalé en Saltsjöbaden y es jefa de una gran agencia de publicidad. ¡Y además está guapísima!

– Ahí lo tienes, ¿qué sabe uno de la gente? -se rio Johan.

Empezaron a hablar con tres simpáticas chicas de Västberga y siguieron hasta el famoso bar de Södermalm, Kvarnen.

Johan se encontró con otros amigos periodistas y se enzarzaron en discusiones tan profundas sobre el panorama informativo en el mundo que tanto Andreas como las chicas se cansaron y se largaron.

Cuando Johan tomó un taxi para volver a casa a las tres de la mañana, Emma ocupó de nuevo sus pensamientos. ¿Qué estaría haciendo ahora? Quería enviarle un mensaje al móvil, pero se contuvo. Habían acordado que la próxima vez llamaría ella.

Sábado 1 de Diciembre

Olle la había llamado de pronto y la había invitado a cenar. Por fin iba a poder ver a los niños. Apenas había pasado una semana desde la última vez que los vio, pero le parecía como un mes. Por lo menos. La había telefoneado la tarde anterior y entonces Emma pudo hablar con ellos por primera vez desde que la echó de casa. Los dos parecían alegres y asombrosamente tranquilos a pesar de lo que había ocurrido. Se preguntó qué ideas rondarían dentro de sus cabecitas.

A lo largo de la semana habían revoloteado por su cabeza diversos escenarios. Un momento le parecía acertado separarse, al siguiente lo que anhelaba era que volvieran a ser una familia y no haber conocido nunca a Johan.

En medio de todo ello, fue consciente de sus condiciones de vida. Estaba rodeada de bastidores aparentemente estables pero que podían venirse abajo en cualquier momento y dar un vuelco a su vida.

Al mismo tiempo le sorprendía su propia estupidez. ¿Qué se había pensado? ¿Que podía tener una aventura sólo para satisfacer su propio ego? No se había dado cuenta de que estaba jugando con fuego.

¿Estaba dispuesta a sacrificarlo todo por Johan? Esa pregunta tenía que habérsela hecho cuando se dieron el primer beso.

Su marido le había dado su amor y se había comportado como una persona responsable, había cumplido lo que prometió cuando se casaron. ¿Pero ella?

Cuando reaccionó echándola de casa se abrió el suelo a sus pies.

En estos momentos no sabía qué penar. Sólo quería que el encuentro con Olle fuera bien. Tenía un miedo mortal a que hiciera algo definitivo, como presentarle los papeles del divorcio. Había notado algo en la voz de Olle cuando llamó, un tono distinto que demostraba que algo había cambiado. Eso la preocupaba.

Se sentía como una extraña de visita, una invitada en su propia casa. Olle parecía de buen humor cuando abrió la puerta. Le recogió el abrigo y se lo colgó como si fuera la primera vez que ella estaba allí. La situación era absurda. El rostro de Emma estuvo a punto de traslucir la irritación que sentía. Los niños salieron corriendo a la entrada.

La colmaron de besos mojados y de fuertes abrazos. Se sintió dichosa al notar la calidez de sus cuerpos contra el suyo y su olor. Los dos estaban impacientes por enseñarle la casita de galletas de jengibre que habían hecho con papá.

– ¡Oh! Qué bonita -exclamó ante los niños, que le mostraban las almenas y la torre-. ¡Si parece un castillo de verdad!

– Es un castillo de galletas de jengibre, mamá -dijo Filip.

Olle llegó y se colocó en el vano de la puerta. Llevaba puesto el delantal, el pelo revuelto y parecía un atractivo hombre de su casa. Instintivamente a Emma le entraron ganas de abrazarlo, pero se controló.

– La cena está lista. Venga, vamos a la mesa.

Cuando terminaron de cenar y los niños se sentaron frente al televisor para ver una película de dibujos animados, Olle llenó sus copas de vino.

– Bueno, quería hablar contigo en serio y por eso te he pedido que vinieras esta tarde. No quería hablarlo por teléfono.