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– Qué bien -respiró Karin aliviada-. A ver si entonces se acaba por fin toda esta historia y podemos librar en Navidad.

– Esperemos que efectivamente sea así. Si es que es él.

– ¿Y por qué no iba a ser?

– Uno nunca puede estar seguro del todo. Debería ser consciente de que antes o después llegaríamos a sospechar de él. No tiene nada que lo ate aquí. En el caso de que Kingsley sea el asesino, realmente cabe preguntarse por qué no se ha quedado en Estados Unidos. ¿Por qué iba a volver y arriesgarse a que lo detengan?

– Quizá esté seguro de que nadie va a sospechar de él.

– Puede ser. Sin embargo, no me sorprendería que al final resulte que el tipo es inocente y tengamos que volver a empezar desde el principio.

Kihlgård se llevó a la boca el último trozo de la apetitosa calzone y se limpió la boca con el revés de la mano. Karin lo miró con incredulidad.

– Optimista, ¿eh? -murmuró.

– Me parece raro que Knutas pueda parecer tan seguro de que Kingsley es el autor de los crímenes. Sólo porque estemos empantanados con la investigación no tiene por qué agarrarse a un clavo ardiendo.

– ¿Cómo explicas entonces lo de la píldora del día después? -inquirió Karin.

Kihlgård se echó hacia delante y bajó la voz.

– En realidad puede ser que Fanny tuviera mucha confianza en Kingsley y le pidiera consejo acerca de esa puñetera píldora y luego se dejara el prospecto olvidado en su casa. No sería totalmente descabellado.

Karin lo miró con escepticismo.

– ¿Crees realmente en esa explicación?

– ¿Por qué no? No deberíamos obcecarnos con Kingsley, es una locura.

Kihlgård se pasó la mano por las greñas, recias y entrecanas.

– ¿Y qué vamos a hacer entonces? -preguntó Karin.

– Podemos tomar algo de postre, ¿no?

Knutas dirigió el pequeño barco pesquero hacia el mar. Siempre era igual de divertido llevar el timón. Leif preparaba las redes en la cubierta. Era hijo de una familia de pescadores y estaba acostumbrado. Cuando terminó, se puso al lado de Knutas en el puente de mando.

– Hay muy poco salmón por este lado de la isla, así que en su lugar tendremos que pescar merluza.

– Qué lástima. Habría sido soberbio tener un salmón recién pescado para la cena.

– Bueno, pensándolo bien, podemos intentarlo, con señuelos de arrastre. Tiro el sedal detrás del barco y dejamos que arrastre el señuelo. Ahora que hace tanto frío los peces se encuentran en la superficie. Si tenemos suerte igual capturamos algún salmón o alguna trucha asalmonada.

Pasaron junto a la playa de Tofta y Knutas se quedó fascinado de lo desierta que estaba. La soledad de las ondulantes dunas de arena era radicalmente distinta del hervidero de turistas que se daban allí cita en verano. Tofta era con mucho la playa más popular de la isla, sobre todo entre los jóvenes. En la temporada estival las toallas estaban tan juntas unas de otras que apenas se podía ver la arena.

Leif contemplaba el mar.

– ¿Ves las islas Karlsöarna allá lejos? ¡Qué bien se ven!

Las dos islas sobresalían por encima de la superficie del mar, la grande detrás de la pequeña. Knutas había estado allí muchas veces. Toda la familia acostumbraba ir a Stora Karlsö todos los años en el mes de mayo para ver los araos comunes. Entonces acababan de salir del cascarón los polluelos de estas aves marinas tan poco conocidas.

El sol asomaba de vez en cuando entre las nubes y aunque el viento había arreciado decidieron quedarse en el mar mientras tenían echadas las redes. Leif sacó bocadillos y un termo con leche chocolateada que saborearon en la cubierta. Era difícil imaginarse que la Nochebuena estaba a la vuelta de la esquina.

Knutas se sintió cansado y se acostó un rato en la cabina. Se adormeció con el chapoteo de las olas contra el casco. Unas horas después lo despertó Leif dándole unos empujoncitos.

– Oye, tenemos que sacar las redes. Se ha levantado mucho viento.

Knutas se quedó sorprendido de lo deprisa que había cambiado el tiempo. Sintieron la fuerza del viento cuando subieron a cubierta; el cielo se había oscurecido. El barco cabeceaba mientras recogían las redes. La captura resultó bastante buena: contaron hasta nueve merluzas. El señuelo de arrastre tenía dos salmones. Ciertamente, no eran unos ejemplares perfectos, pero aun así eran soberbios.

– Ahora lo que debemos hacer es volver a casa cuanto antes -informó Leif-. He escuchado los partes meteorológicos mientras dormías. Se acerca una tormenta.

Tenían una hora de viaje para volver a Gnisvärd. Se hizo de noche y cuando pasaban cerca de la playa de Tofta, llegó la primera ráfaga de viento. El barco escoró. Knutas, que estaba subiendo la escalera hacia el puente de mando, se cayó.

– ¡Joder! -gritó al golpearse la cabeza contra la mesa.

Ahora no quedaba mucho para llegar a tierra, pero el barco se agitaba de un lado a otro. Los peces estaban en cubos en la cubierta del barco, y cuando les alcanzó la primera ola, Leif gritó:

– Tenemos que meter dentro el pescado. Si no, se caerá al mar. Ten cuidado al abrir la puerta.

Leif estaba totalmente concentrado en la negrura del mar haciendo frente a las olas lo mejor que podía. Knutas agarró el pomo de la puerta y la empujó. Uno de los cubos se había volcado y los peces estaban esparcidos por la cubierta. La siguiente ola rompió sobre la borda y arrastró al mar parte de las capturas.

Knutas recogió los peces restantes y los volvió a echar en el cubo. «Joder, qué locura -pensó-. Estoy aquí arriesgando casi la vida para salvar unos miserables peces.» Observó la cara tensa de Leif a través de la ventanilla.

Knutas entró tambaleándose en el camarote. Estaba calado hasta los huesos.

– ¡La madre que lo parió! ¿Cómo va? -le preguntó a Leif.

– Bueno, estamos cerca de la costa, así que creo que saldremos de ésta. Pero vaya tiempo de perros.

De pronto apareció en la oscuridad la luz del muelle de Gnisvärd. Knutas lanzó un suspiro de alivio. Sólo se encontraban a unos cientos de metros.

Cuando pisaron tierra firme, Knutas fue consciente del miedo que había sentido realmente. Las piernas se resistían casi a obedecerlo. Amarraron el barco y subieron deprisa hacia la casa.

– ¡Qué infierno! -resopló Knutas-. Ahora lo único que quiero es quitarme la ropa y darme una ducha caliente.

– Hazlo -dijo Leif-. Mientras tanto yo encenderé la chimenea.

En la habitación descubrió que no tenía el teléfono móvil. Maldita sea, tenía que habérsele caído por la borda cuando estaba en la cubierta. Ahora Karin no podía ponerse en contacto con él, pero le pediría a Leif el suyo. También quería llamar a Line y contarle su dramática aventura. No había teléfono en la casa, a pesar de que tenía tantas modernidades.

Entraron en calor con un café irlandés cada uno mientras preparaban la cena.

Leif agarró el salmón con mano experta. Empezó abriéndolo por la tripa con un cuchillo bien afilado, retiró las vísceras y sacó los lomos libres de espinas. A Knutas se le hacía la boca agua observando cómo Leif extendía aceite sobre los filetes con un pincel, los sazonaba y los colocaba sobre un lecho de sal gorda.

Dieron cuenta del salmón con buen apetito y lo acompañaron con cerveza. Charlaron de lo que les había ocurrido. Menuda aventura. Podía haber terminado en catástrofe. Fuera de la ventana arreciaba el viento y se acercaba otra tormenta de nieve.

Tras tomarse unos cuantos whiskys después del café, los dos notaron que se estaban pillando una buena borrachera. Escucharon música y hablaron de cosas intrascendentes, y cuando Knutas fue a acostarse ya eran las dos de la madrugada. Leif se había quedado dormido en el sofá.