– No, no.
– Pero no seas así -saltó irritada-. ¡No me hagas sentir más culpable de lo que ya me siento!
– ¿No me digas? Pues no lo parece. Me llamas ahora para romper conmigo después de que has asegurado cientos de veces que me quieres, que nunca has querido tanto a nadie.
Johan la imitó a mala idea remedando en falsete su voz chillona.
– Y luego, en menos de un minuto, me comunicas que yo tengo que comprender, que yo no tengo que poner las cosas peor de lo que están y que yo no tengo que hacerte sentir más culpable. Joder, pues muchas gracias, ha sido muy considerado por tu parte. Pero a mí, te crees que me puedes pisar como a una cucaracha, sin problemas. Primero te echas en mis brazos y me dices que soy lo mejor que te ha pasado, bueno, aparte de los niños, de los que siempre has hablado, y luego te parece que es razonable llamar simplemente y decir que se acabó.
– Vaya, qué bien que has sacado el tema de los niños -replicó ella con un tono de voz cortante-. ¡Eso sólo confirma lo que he sospechado todo el tiempo! ¡Que te parece una carga que yo tenga hijos! Lo siento, pero vamos en el mismo paquete, ¿comprendes?
– Anda, por favor, no vayas a decir ahora que los niños han sido un obstáculo. Yo estaba dispuesto, que te conste, a cuidar tanto de ti como de ellos. He pensado incluso en mudarme a Gotland y, quizá, empezar a trabajar en la radio o en algún periódico. Ya me había imaginado que vivíamos con los niños, he pensado cómo debía comportarme con ellos. Que no debía imponerles mi presencia, que tenía que tomarme las cosas con tranquilidad y estar a su disposición y ser justo con ellos. Eso es lo que he pensado, y que, quizá, con el tiempo, me llegarían a aceptar y querrían estar conmigo y jugar al fútbol, construir una cabaña y esas cosas. Yo te quiero, ¿lo entiendes? Quizá no te des cuenta de lo que significa eso. Es muy fácil para ti poner como excusa a los niños. ¡Utilizas a Sara y a Filip como si fueran un escudo protector, para evitar poner orden en tu vida!
– ¡Estupendo! -dijo Emma con sarcasmo-. Ahora utilizas sus nombres. ¡Es la primera vez que te oigo nombrarlos! ¡Ya iba siendo hora de que empezaras a mostrar algo de interés por ellos! Lástima que sea un poco tarde.
Johan suspiró decepcionado.
– Piensa lo que quieras -dijo-. Estoy seguro de que las cosas son así. Lo que pasa sencillamente es que no te atreves a cambiar, eres demasiado cobarde. Reconócelo al menos ante ti misma y deja de echar la culpa a los demás.
– Te crees que lo sabes todo -bufó ella, ahora con la voz anegada en llanto-. Quizá han pasado aquí un montón de cosas que desconoces. Para ti es todo muy fácil, pero la vida puede ser bastante más complicada, espero que lo aprendas alguna vez. No tienes ni puñetera idea de lo que he tenido que pasar.
– ¡Pues cuéntamelo entonces! Me has dejado al margen de tu vida durante varias semanas, yo te he llamado insistentemente y lo único que he conseguido ha sido hablar con Viveka. ¡No puedo hacer nada si no me dices lo que ocurre! Cuéntame lo que te pasa y te ayudaré. Emma, yo te quiero, ¿es que no lo comprendes?
– No, no puedo. No puedo decirte lo que me pasa -contestó con la voz ahogada.
– ¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que no me puedes contar?
– Nada, Johan, ahora tengo que dejarte. ¡Feliz Navidad, que pases unas felices fiestas, feliz Año Nuevo y que seas muy feliz!
Y colgó.
Karin se despertó atada en una cama. Le habían atado una cuerda alrededor del cuerpo y estaba inmovilizada en el torno de un banco. Tenía el cuerpo entumecido y le dolía la cabeza. Trató de orientarse en la habitación lo mejor que pudo, inmóvil como estaba. Se hallaba en uno de los dormitorios de los niños, lo reconoció de su visita anterior. Encima de la mesa había un parchís antiguo de madera con conos de diferentes colores a modo de fichas. Sillas con cojines de florecillas cosidos a mano, una lámpara modelo Strindberg. Suelo de madera tratado de modo artesanal, cortinas blancas de algodón en la ventana. De lo más idílico y acogedor.
La casa estaba en silencio. ¿Quién la había golpeado?
¿Qué había pasado con Anders y con Leif?
Trató de aguzar el oído, pero no pudo distinguir ningún ruido.
¿Cuánto tiempo llevaba allí? Había salido de Visby un poco antes de las once y por lo tanto tenía que haber llegado allí alrededor de las once y media. A través de la ventana vio que el cielo estaba nublado y era imposible saber a qué altura se encontraba el sol.
Trató de girar las manos, atadas a los lados de la cama. La cuerda le cortaba las muñecas.
Con las piernas le sucedía lo mismo. Haciendo un esfuerzo consiguió levantar la cabeza y mirar a su alrededor. Allí estaba su cazadora, encima de una silla. Tensó el cuerpo, presionando contra la cuerda como había visto hacer a los contorsionistas. Presionar y relajar, presionar y relajar. Lo repitió insistentemente, doblando y girando alternativamente las muñecas para tratar de aflojar la cuerda.
Al mismo tiempo le corroía la preocupación por Anders y Leif.
Le incomodaba el silencio que reinaba en la casa. La persona que la había atado allí no debía de estar muy lejos. Karin notó que empezaba a enfadarse de verdad. No pensaba quedarse allí atada como un cordero pascual esperando que llegara alguien a sacrificarla. Ya lo creo que no. Tensó el cuerpo e hizo toda la fuerza que pudo hacia arriba.
La cuerda cedió lo suficiente como para infundirle ánimo. Repitió el movimiento. De pronto sintió cómo ésta cedía. De repente pudo liberar una mano y todo el brazo izquierdo.
Unos minutos después se había desatado del todo y se levantó de la cama. Estiró el cuerpo, giró los brazos y movió las piernas para poner en marcha la circulación. Se deslizó hasta la ventana y miró fuera. Vio el mar que se extendía gris y en calma, el cobertizo y la sauna abajo, junto al agua. No se veía a nadie. Se puso la cazadora y buscó el móvil y el llavero. Los dos habían desaparecido.
El avión aterrizó a la hora prevista en el aeropuerto de Arlanda. Cuando Tom Kingsley llegó al control de pasaportes, la policía estaba esperándolo.
La detención se realizó sin dramatismo. Kingsley parecía más que nada sorprendido. La policía le explicó las sospechas que recaían sobre él, le pusieron las esposas y dos policías de paisano lo escoltaron hasta la terminal de vuelos nacionales para esperar el avión que partiría por la tarde hacia Gotland.
La noticia de que ya había sido detenido se recibió con alivio y satisfacción en la comisaría de Visby. Kihlgård llamó a Knutas, pero no pudo contactar con él, intentó luego llamar al móvil de Karin con el mismo resultado desalentador.
– Es el colmo que uno no pueda ponerse en contacto con los dos máximos responsables ahora que por fin sucede algo -maldijo.
– Karin iba a salir hacia Gnisvärd esta mañana -explicó Wittberg-. Al parecer Knutas no ha respondido a las llamadas hechas a su móvil durante todo el fin de semana. Estaba preocupada por si había ocurrido algo. Joder, lo había olvidado.
– ¿Qué quieres decir? ¿Qué podía haber pasado? -rezongó Kihlgård.
– Leif y él tenían pensado salir con el barco y han soplado rachas de viento casi de temporal.
Kihlgård miró el reloj.
– Vamos hasta allí. Nos da tiempo.
Cuando Karin salió al patio se oyeron unos ruidos sordos. Parecían golpes y procedían del cobertizo.
Miró con cuidado a través de la ventana, pero no pudo ver nada que le llamara la atención. El ruido cesó. Ella permaneció quieta a la espera. Se pegó contra la puerta para oír mejor.
Entonces volvió a oír el repiqueteo, ahora con los golpes más espaciados. Sonaban casi sin fuerza.
Necesitaba algo con lo que pudiera romper la ventana. Su coche estaba donde lo había dejado, al lado del de Leif. En el maletero encontró una llave de cruceta. Que sea lo que Dios quiera. Con el crac el cristal se hizo añicos, que cayeron al suelo como si fueran confeti. Karin lo llamó a través del cristal roto: