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«Es increíble encontrar un café así en un sitio tan pequeño como Visby», pensó.

Desde que la universidad había abierto sus puertas en la isla hacía unos años, fueron apareciendo nuevos sitios, y la ciudad había cobrado vida durante la temporada baja.

Emma estaba sentada al fondo del local. Al acercarse Johan, levantó la vista.

– Hola -saludó, y pensó en lo ridicula que debía de parecer su sonrisa. ¿Qué tenía aquella chica que le ponía de aquella manera? Ella lo miró con expresión interrogativa. ¡Dios mío, ni siquiera le reconocía! Casi de inmediato, a ella le cambió la expresión del rostro y se apartó el cabello a un lado.

– Hola. Eres el de TV. Johan, ¿no?

– Eso es. Johan Berg, de Noticias Regionales. ¿Puedo sentarme?

– Claro -asintió mientras retiraba el periódico.

– Voy a pedir un café. ¿Quieres tomar algo?

– No, gracias. No me apetece nada.

Pidió un expreso doble. Mientras esperaba en la barra no podía dejar de mirarla. El cabello le caía recto y abundante a ambos lados de la cara. Llevaba una cazadora vaquera encima de una camiseta blanca. Pantalones vaqueros lavados a la piedra, igual que la otra vez. Las cejas bien perfiladas y grandes ojos oscuros. Ella encendió un cigarrillo y volvió la mirada hacia él. Sintió que enrojecía. ¡Mierda!

Pagó el café y se sentó frente a ella.

– No creía que iba a volver a verte otra vez.

– Ya… -asintió, y lo miró inquisitiva y dio una calada al cigarrillo.

– ¿Qué tal estás? -preguntó y se sintió como un idiota.

– Pues no muy bien. Pero, al menos, han comenzado las vacaciones de verano. Soy maestra -explicó-. Hoy ha sido el fin de curso y para esta tarde, la escuela ha organizado una fiesta para los padres y los niños. No tenía fuerzas para quedarme. Me siento mal. Por lo del asesinato de Helena. No consigo asimilar aún que sea verdad. Pienso en ella todo el tiempo.

Dio una nueva calada al pitillo.

Se sintió tan atraído por ella como la vez anterior. Le hubiera gustado tomarla en brazos. Consolarla y abrazarla. Reprimió el deseo.

– Es difícil de comprender -continuó Emma-. Que haya ocurrido de verdad.

Miraba el cigarrillo sin fijarse en él, mientras lo sacudía en el cenicero y las pequeñas pavesas de ceniza caían dentro de él.

– Pienso, sobre todo, en quién puede haber sido. Y me desespera pensar que alguien me la ha arrebatado. Que ya no está. Luego, me avergüenzo de ser tan egoísta. Y la policía parece que no sabe por dónde va. No entiendo cómo pueden seguir teniendo detenido a Per Bergdal.

– ¿Y eso por qué?

– Quería a Helena más que a nada en el mundo. Creo que estaban planeando casarse. Seguro que es por la pelea de aquella tarde, por eso la policía cree que es el asesino. Y la verdad es que fue desagradable, sí. Pero eso no quiere decir que fuera él quien la matara.

– ¿De qué pelea estás hablando?

– Fue durante la fiesta, la tarde antes de que Helena fuera asesinada. Unos cuantos amigos nos juntamos a cenar en casa de Per y de Helena.

– ¿Qué pasó?

– Per se puso celoso cuando Helena estaba bailando con uno de los chicos, con Kristian. Golpeó a Helena de tal manera que ella empezó a sangrar, y luego golpeó también a Kristian. Fue una locura. No habían hecho nada. Estaban bailando como los demás.

– ¿Eso ocurrió la noche antes del asesinato?

– Sí, ¿no lo sabías?

– No, eso precisamente no lo sabía -susurró Johan.

«Ah, bueno, ésa es la razón», pensó. Ahí tenía la explicación de por qué Per Bergdal había sido detenido.

– Es tan desagradable…, tan… tan irreal…

Sepultó la cara entre las manos.

Alargó la mano por encima de la mesa y le acarició tímidamente el brazo. A Emma le temblaban los hombros. Su llanto era irregular, entrecortado. Johan se sentó con cuidado a su lado en el sofá, le ofreció unas servilletas de papel. Se sonó ruidosamente y apoyó la cabeza en el hombro masculino. Johan la abrazó y la consoló.

– No sé lo que voy a hacer -se lamentó-. Sólo quiero salir de aquí.

Cuando se tranquilizó, la acompañó hasta el coche, que había aparcado en una calle transversal. La seguía unos pasos más atrás con la mirada fija en aquella espalda afligida. Al llegar al coche se detuvieron mientras ella buscaba las llaves en el bolso. Justo cuando dijo adiós y se inclinó para abrir la puerta del coche, la tomó del brazo. Con delicadeza. Como si preguntara. Ella se volvió y se lo quedó mirando. Le acarició la mejilla y entonces Emma se inclinó un poco adelante. Sólo un poco, lo suficiente para que se atreviera a besarla. Un beso fugaz, apenas un segundo, antes de que ella lo apartara.

– Perdón -dijo azorado.

– Está bien. No tienes que disculparte.

Emma entró en el coche y lo puso en marcha. Johan se quedó extasiado en medio de la lluvia, mirándola a través de la ventanilla del coche. Aún le ardían los labios tras el beso y se quedó mirando embobado cómo desaparecía calle arriba.

Chops, chops. Las botas de goma de los números 32 y 33 se hundían en la tierra arcillosa. A Matilda y Johanna les encantaba aquel ruido de la tierra arcillosa que trataba de absorber y retener sus botas. Por todas partes se habían formado pequeños lagos entre los surcos. Ellas daban patadas y salpicaban. Llovía a cántaros, sus caras sonrosadas reflejaban satisfacción. Hundían los pies con fuerza en el barro y luego los sacaban. Chops, chops. A distancia se podían distinguir dos pequeñas figuras con impermeables en medio de un lodazal. Entretenidas con el juego, las niñas se habían alejado demasiado de la casa. La verdad es que no podían alejarse tanto. Su madre no lo advirtió. Estaba dando el pecho al hermano pequeño, al mismo tiempo que se embebía en una discusión sobre la infidelidad en el programa de Oprah Winfrey en TV.

– Mira aquí -gritó Matilda, que era la mayor y la más atrevida de las dos.

Había visto algo debajo de un arbusto en la linde de la tierra y tuvo que tirar de ello con todas sus fuerzas para poder levantar el objeto. Era un hacha. La levantó delante de su hermana.

– ¿Qué es eso? -preguntó Johanna con los ojos como platos.

– Un hacha, tonta -aclaró Matilda-. Vamos a enseñársela a mamá.

Como el hacha estaba manchada de lo que parecía ser sangre y las niñas la habían encontrado cerca del lugar del crimen, su madre llamó inmediatamente a la policía.

Knutas fue uno de los primeros que tuvo conocimiento del hallazgo. Cruzó a toda prisa los pasillos y bajó las escaleras hasta la sección donde estaban los expertos. Empezaban a suceder cosas. Por la mañana había llegado el informe preliminar de la autopsia, el cual determinaba que, como todos creían, Helena Hillerström había muerto a consecuencia de un hachazo en la cabeza y que no había sido violada. En cambio, tenía restos de la piel de Bergdal debajo de las uñas. El hecho en sí no era especialmente sorprendente, puesto que ya sabían lo de la pelea. El habló también con los del SKL y le informaron de que no había restos de semen en las bragas.

Cuando Knutas apareció jadeante por la puerta de cristal, Eric Sohlman acababa de recibir el hacha, envuelta en una bolsa de papel.

– Hola.

– ¿Acabas de recibirla? -preguntó Knutas, y se inclinó sobre la bolsa.

– Sí -respondió Sohlman, mientras se calzaba un par de guantes finos de látex-. Ahora vamos a ver.

Encendió un tubo fluorescente que colgaba sobre la mesa blanca de trabajo y abrió con cuidado la bolsa, que iba provista de una etiqueta donde ponía: