Frida Lindh y sus amigas estaban sentadas alrededor de una mesa redonda en el centro del bar del vinilo. Se habían sentado allí estratégicamente para poder ver y ser vistas.
El ambiente era ruidoso y desenfrenado. En los altavoces sonaba Riders on the storm de The Doors a todo volumen. Estaban tomando unas cervezas en jarras grandes y unos chupitos en vasos pequeños. En la mesa de al lado, unos chicos más jóvenes jugaban al backgammon.
Frida se sentía bien después de haber bebido un poco. Vestía un top ajustado y una minifalda negra de un tejido suave. Se sentía mona, sexy y llena de energía.
Era muy agradable salir con sus nuevas amigas. Se había trasladado a vivir a Gotland, con su familia, hacía sólo un año y entonces no conocía a nadie en Visby. Pero a través de la guardería a la que iban sus hijos y del trabajo en la peluquería, conoció a varias chicas y se hicieron buenas amigas. Ella las apreciaba mucho. Ya era costumbre salir al menos una vez al mes para tratar de divertirse. Aquélla era la tercera salida y los ánimos en la mesa estaban a tope. Frida disfrutaba y se relamía con las miradas de interés de los hombres que había alrededor. Se rio a carcajadas de un chiste y observó con el rabillo del ojo la presencia de alguien que acababa de llegar. Un hombre alto y rubio, que se apostó en la barra del bar. Las cejas oscuras, el pelo recio, jersey tipo polo y hombros anchos. Parecía un marino.
El tipo estaba solo. Observaba el local; sus miradas se encontraron. «Un tío bueno de verdad», pensó. Él bebió un trago de cerveza, clavó su mirada en ella otra vez, algo más larga, y sonrió. Frida se ruborizó, encandilada. No lograba concentrarse en lo que se decía en la mesa.
Las amigas charlaban de todo. Desde libros y cine hasta recetas de cocina. En aquellos momentos comentaban lo poco que las ayudaban sus maridos en las tareas hogareñas. Todas eran de la misma opinión: a los hombres les faltaba sentido práctico y capacidad para comprender que un niño no podía ir a la guardería con el jersey sucio, o para ver que el cesto de la ropa sucia estaba lleno a rebosar. Frida las oía sin prestar mucha atención, daba sorbitos a su vino y miraba de vez en cuando al hombre de la barra. Cuando la conversación de la mesa empezó a tratar de lo mal que funcionaban las guarderías y de lo gamberros que eran los grupos de niños, perdió totalmente el interés. Decidió ir al servicio para poder pasar cerca del recién llegado. Dicho y hecho.
Cuando volvía, él le rozó el costado y le preguntó si podía invitarla a tomar algo. Se lo agradeció encantada y se sentó a su lado en el bar.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó.
– Frida. ¿Y tú?
– Henrik.
– No eres de aquí, ¿verdad?
– ¿Se me nota tanto? -sonrió-. No. Vivo en Estocolmo.
– ¿Estás aquí de vacaciones?
– No. Soy dueño, con mi padre, de una cadena de restaurantes, y estamos pensando en abrir uno aquí en Visby. Estoy sondeando un poco el terreno.
Tenía unos ojos verdes que la miraban en la oscuridad. Eran casi increíblemente verdes.
– Qué divertido. ¿Has estado antes en Gotland?
– No; es la primera vez. Mi padre sí ha estado mucho por aquí. Cree que sería una buena idea abrir un local con comida sueca de calidad y con música en vivo por las tardes. Para quienes quieren comer bien y divertirse, sin necesidad de ir a una discoteca. Y no sería sólo un local de verano, sino algo que estuviera abierto todo el año. ¿Qué te parece?
– Sí, suena bien, creo yo. Esto no está tan muerto en invierno como muchos piensan.
Para entonces sus amigas se habían percatado de lo que sucedía. Lanzaban miradas a la pareja que continuaba en la barra, miradas interrogantes, con una mezcla de admiración y envidia.
Frida se estiraba la falda, daba sorbitos al vino que tenía ante ella en la barra del bar y miraba de reojo al hombre que estaba a su lado. Tenía un hoyo en la barbilla y parecía aún más guapo de cerca.
– Y tú, ¿a qué te dedicas? -preguntó él.
– Soy peluquera.
Henrik se alisó el pelo con la mano de forma instintiva.
– ¿Aquí, en la ciudad?
– Sí, en un salón que está en el centro comercial Östercentrum. Se llama Hárfástet. Pásate por allí si necesitas un corte.
– Gracias. Lo tendré en cuenta. ¿Tú no hablas el dialecto de Gotland?
– No, me mudé aquí hace un año. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
Cambió bruscamente de tema para evitar tener que dar explicaciones de por qué se mudó y hablar de su marido, sus hijos y todo lo demás. Frida era consciente de que atraía a los hombres. Le gustaba coquetear y quería seguir manteniendo el interés de aquel bombón. Al menos, por un ratito. Sólo porque era divertido.
– No lo sé. Depende de cómo vayan las cosas. Tal vez una semana. Y, si encontramos un local, seguramente pasaré aquí la mayor parte del verano.
– Vaya, qué bien. Espero que encuentres algo.
Dio otro sorbito de vino. «Qué hombre más interesante.»
El observó el local y cuando volvió la cabeza, estuvo segura. Llevaba peluca. «Me pregunto por qué -pensó-. Quizá ande muy escaso de pelo.» No parecía muy mayor. De su edad, más o menos. «Hay muchos que se quedan calvos muy jóvenes. Jesús!, los tíos también son coquetos y quieren estar guapos.» Sus pensamientos quedaron interrumpidos al oír la pregunta:
– ¿En qué estás pensando?
– Ah, en nada.
Sintió cómo se ruborizaba de nuevo.
– Qué bonita eres -le dijo acariciándole la rodilla.
– ¿Tú crees? -preguntó tontamente, mientras le retiraba la mano.
Transcurrida algo más de una hora, la llamaron las amigas y decidió volver a la mesa. Henrik, de todos modos, ya se marchaba. Le había pedido su número de teléfono. Entonces, decidió romper el encanto. Le confesó que estaba casada y que lo de llamarla no era una buena idea.
A la una cerró el bar y el grupo de chicas se disolvió. Se separaron en la puerta, después de abrazarse y prometer que pronto quedarían de nuevo. Frida era la única que vivía en la zona de Södervärn, un par de kilómetros al sur de la muralla. Subió a su bicicleta y empezó a pedalear en dirección a casa.
Cuando cruzó la puerta de Söderport, notó el golpe de aire frío. Siempre hacía más viento fuera de la muralla. «Menos mal que por lo menos la noche está clara», pensó. Siguió pedaleando, se trabó con el pedal y se arañó la pierna, que empezó a sangrar. Le escocía.
Mierda. Se dio cuenta de que estaba más bebida de lo que creía. Pero siguió adelante. Quería llegar a casa lo antes posible.
Giró a la izquierda junto al aparcamiento y pasó ante las instalaciones deportivas de Gutavallen. Cruzó la calle y siguió por la larga, interminable cuesta, al lado de los depósitos del agua. En medio de la cuesta tuvo que parar y bajar de la bicicleta. No podía más.
A la izquierda del camino se encontraba el cementerio. Las lápidas estaban como en una parada tétrica en el interior del muro bajo de piedra. Aunque estaba embotada por el alcohol, sintió que el desánimo se iba adueñando de ella. ¿Por qué se había empeñado en ir en bici? Stefan había intentado convencerla para que tomara un taxi de vuelta a casa, sobre todo después del asesinato de Helena Hillerström, apenas dos semanas antes. Frida zanjó el tema diciendo que era demasiado caro. Tenían que ahorrar. La economía era precaria ahora que habían comprado la casa. Además, el asesino estaba detenido, puesto que era el novio.
Ahora se arrepentía. Pero qué tonta era. El taxi hasta casa no le hubiera costado más de cien coronas. Habría merecido la pena.
Estaba sola en medio del camino. No se veía ni un alma. Lo único que se oía eran sus propios pasos con los zapatos de tacón. Le hacían un daño terrible.