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El cementerio se extendía a lo largo de cien metros. Y tenía que pasar junto a él.

Cuando se encontraba a medio camino, oyó pasos tras ella. Fuertes y decididos. Escuchó. Quería volverse, pero no se atrevía. Apretó el paso.

Los pasos se oían cada vez con más claridad. Tuvo la certeza de que la estaban siguiendo. ¿O eran figuraciones suyas? Decidió detenerse. Dejaron de oírse las pisadas. De pronto, se despejó por completo. Todavía se encontraba subiendo la cuesta y no valía la pena intentar ascender en bicicleta. A un lado de la calle estaba el cementerio y al otro, chalés rodeados de jardines frondosos. Todas las ventanas estaban oscuras.

Iba tan deprisa como podía, ya no sentía el frío. Maldijo su falda corta y los zapatos que le torturaban los pies.

Pensó en arrojar la bicicleta a un lado e intentar meterse en algún jardín. Pero en vez de hacer eso, echó a correr. Eso hizo también la persona que iba detrás de ella. Aterrorizada, corrió con todas sus fuerzas. El camino se hizo más llano y empezaba la cuesta abajo.

Estaba a punto de subirse a la bici, cuando dos manos poderosas la agarraron del cuello por detrás apretando los dedos alrededor de su garganta. No podía respirar y soltó la bicicleta, que rodó sola cuesta abajo.

SÁBADO 16 DE JUNIO

Stefan Lindh denunció la desaparición de su esposa el sábado por la mañana. Se había despertado a las ocho porque el hijo menor entró en su dormitorio. El lado de Frida en la cama estaba vacío. Lo primero que pensó fue que estaría en el cuarto de baño. No le costó mucho descubrir que su mujer no estaba en casa. Llamó a las amigas, pero no estaba con ellas. Después, al hospital y a la policía, sin resultado. El policía de guardia le pidió que aguardara unas horas más.

Cuando a la hora del almuerzo aún no había vuelto, metió a los niños en el coche y condujo hasta Munkkällaren. Recorrió en coche el camino que creía que Frida había seguido con la bici. A las dos ya no pudo más y volvió a llamar a la policía, enfermo de inquietud. Knutas fue informado y, pensando en el asesinato de la mujer ocurrido apenas dos semanas antes, decidió reunir al equipo de investigación. Mientras esperaba a que llegaran los demás, llamó al preocupado marido, quien estaba desesperado y le rogó que la policía lo ayudase. Su esposa no había desaparecido nunca antes de aquella manera.

– Tranquilo, tranquilo -le animó Knutas-. Ahora vamos a tener una pequeña reunión aquí en comisaría, luego yo o algún colega iremos directamente a su casa. ¿Quedamos dentro de una hora?

Terminó la conversación. Los demás llegaron, uno tras otro, y se fueron sentando alrededor de la pequeña mesa que había delante del sofá: Karin Jacobsson, Thomas Wittberg y Lars Norrby.

– Bueno, tenemos a una mujer que ha desaparecido -empezó Knutas-. Se llama Frida Lindh, tiene treinta y cuatro años, está casada y es madre de tres niños. La familia vive en Södervärn, concretamente en la calle Apelgatan. Desapareció anoche, después de una salida al centro con tres amigas. Estuvieron en Munken, donde cenaron, y luego se sentaron en uno de los bares que hay allí y estuvieron tomando unas cervezas hasta que cerraron. Según las amigas le han dicho al marido, se separaron fuera del local. Entonces era algo más de la una. Frida, la única que vive al sur, se despidió de las demás y salió sola en bicicleta hacia su casa. Después de eso, nadie la ha visto. Esto es lo que ha dicho el marido. Y como Frida Lindh parece que es una madre formal, resulta muy desagradable esa desaparición, opino yo. El marido dice que antes nunca se ha esfumado de esta manera.

– ¿No puede ser que se haya ido con alguien a su casa? -preguntó Norrby sonriendo-. Alguien que sea más interesante que el marido…

– Claro que puede haber sido así, pero en ese caso ya habría vuelto a casa a estas horas, ¿no? Diablo, que son casi las cuatro y media. Esta mujer tiene tres hijos pequeños.

– Sí, eso sería lo más lógico, pero en este trabajo uno nunca deja de asombrarse -replicó Norrby.

– ¿No te parece que estás exagerando un poco? -intervino Wittberg volviéndose hacia Knutas-. ¿No es exagerado tocar a rebato sólo porque una mujer ha estado en un bar y no ha ido directamente a casa?

Se pasó la mano por la abundante mata de pelo moreno y rizado y a continuación por la barba que le cubría la barbilla y las mejillas. Ante sí tenía una botella de coca-cola a medias.

– ¿Estás de mal humor por la resaca, o qué? -le pinchó Karin dándole un golpecito en el costado.

– Ah… -se limitó a gruñir Wittberg.

Knutas lo miró irritado.

– Habida cuenta de que tenemos el asesinato reciente de una mujer sobre la mesa, a mí me parece que debemos empezar a trabajar en este caso inmediatamente. Empezaremos interrogando a las amigas. Karin, ¿podrás hablar con la amiga de la calle Bogegatan? Las otras dos viven en la calle Tjelvarvägen, vosotros iréis a hablar con ellas -ordenó dirigiéndose a Wittberg y Norrby-. Yo iré a ver al marido. Después nos encontraremos aquí. ¿Os parece bien a las ocho?

Hubo ruido de sillas cuando todos se levantaron de la mesa. Norrby y Wittberg cuchicheaban entre ellos: «Joder, esto es una locura. Hacernos venir un sábado para esto… Total, por una mujer que ha sido infiel…» Hubo negaciones con la cabeza y suspiros.

Knutas hizo como si no advirtiese nada.

Estaba metido hasta la cintura dentro del agua fría. Estaba helado por dentro, disfrutaba. Le recordaba cuando de pequeño se bañaba con su padre y con su hermana junto a la casa de veraneo. El primer baño en las aguas del mar aún frías. Cómo se reían, cómo gritaban. Uno de los pocos recuerdos felices que tenía de su infancia.

Su madre, claro, no estaba. No se bañaba nunca. Siempre estaba ocupada haciendo cualquier otra cosa. Fregando, lavando, cocinando, haciendo las camas, recogiendo. Recordaba que le extrañaba que aquello pudiera requerir siempre tanto tiempo. Sólo eran cuatro de familia y su padre también hacía muchas tareas en casa. Pero, fuera como fuese, el caso es que ella siempre estaba ocupada. Nunca tenía tiempo para estar con ellos. Para jugar.

Si le sobraba tiempo, lo dedicaba a hacer crucigramas. Siempre aquellos malditos crucigramas. Alguna vez intentó ayudarla. Se sentaba a su lado y le proponía soluciones.

Entonces ella le largaba un bufido y decía que le estaba estropeando la distracción. No quería ninguna ayuda. Era rechazado. Como de costumbre.

Alzó la vista sobre el mar. Estaba gris y en calma. Como el cielo. Tuvo un sentimiento casi religioso. Todo estaba en calma. Como si el tiempo y el espacio se hubieran detenido. Y allí estaba él. Ya se había acostumbrado un poco a la fría temperatura del agua. Hizo acopio de valor y se sumergió.

Después se sentó en la tapa del banco y se secó despacio. Se sentía purificado. Había rellenado el espacio del banco sobre el que se sentaba. Estaba acabando con todo lo que le había oprimido durante tantos años. Era como si cuanta más sangre derramaba, más limpio se sintiera.

Södervärn se encuentra a algo más de un kilómetro de la muralla. Esa parte de la ciudad está ocupada en su mayoría por casas de la primera mitad del siglo XX, pero aquí y allá hay también casas de construcción reciente. La familia Lindh ocupaba una de ellas. Era una casa de una sola planta con la fachada de ladrillo blanco, la entrada al garaje bien dispuesta y el buzón de inspiración americana. En la calle unos niños jugaban con un balón. Se turnaban para lanzarlo a la portería, colocada en la acera. Knutas aparcó su viejo Mercedes fuera de la valla de madera pintada de blanco. Observó que había pegatinas en las ventanas que advertían que la casa tenía instalada una alarma antirrobos de una de las más reputadas empresas de seguridad. Aquello era bastante inusual en Gotland.