El pasillo se había transformado en una enorme zona de cóctel, con la oferta de diferentes bares.
Allí estaba el impertérrito meteorólogo, sonriendo a la periodista de moda. El presentador de un programa daba vueltas con la mirada empañada, como siempre, a la caza de alguna becaria con curvas y poca ropa a la que hincarle el diente. La gente guapa de los programas de entretenimiento se divertía en una de las pistas de baile. Muy a su aire, claramente al margen del resto de la gente que pululaba a su alrededor.
Johan y Peter estaban con sus compañeros de Noticias Regionales en uno de los bares, bebían destornilladores mexicanos: tequila con soda, jugo de lima, zumo recién exprimido de lima y limón, y mucho hielo.
Johan bebió un buen trago de aquella mezcla fría. Se había estresado hasta el último momento con el reportaje acerca de la guerra de bandas en Estocolmo. Le costó más tiempo del que calculaba y había tenido que trabajar hasta muy tarde toda la semana. El reportaje no estuvo listo hasta apenas un cuarto de hora antes de su emisión.
El trabajo le había dejado agotado y ahora era agradable relajarse y olvidar la dura semana de esfuerzo. Pese a que había tenido mucho que hacer, había pensado en Emma. Y se enfadó consigo mismo. No tenía ningún derecho a acercarse a ella, y tal vez meterla en algún lío, pero Emma le había causado una agitación que no desaparecía.
El caso de la mujer asesinada ya estaba más o menos resuelto y eso significaba que ya no habría para él más viajes a Gotland. Al menos, no en el futuro inmediato. Lo mejor sería olvidarse de ella. Lo había pensado cien veces a lo largo de aquella semana. Se sabía su número de teléfono de memoria y estuvo varias veces a punto de llamarla, para arrepentirse en el último momento. Era consciente de que la cosa iba mal. Sus expectativas no podían ser peores.
Tomó otro trago de la mezcla y paseó la vista por el mar de gente con ganas de diversión. Algo alejada de allí descubrió a Madeleine Haga. Estaba hablando con unos reporteros de la redacción central. Bajita, morena y guapa, con pantalones vaqueros negros y un top brillante de color lila. Decidió acercarse a ella.
– Hola, ¿qué tal?
– Bien -le sonrió-. Sólo que un poco cansada, he estado todo el día trabajando. Estoy ahora con un trabajo largo. ¿Y tú?
– Bueno… Bien, bien. ¿Quieres bailar?
Había estado interesado por Madeleine desde que empezó a trabajar de reportera en la redacción central. Era guapa, de una belleza atrevida. El pelo corto y grandes ojos castaños. A Johan le irritaba que apenas coincidieran. Normalmente tenían distintos horarios y cuando, por fin, coincidían alguna vez, ella siempre parecía ocupada. En ocasiones, no tenía ni siquiera tiempo para saludarla.
Ahora disfrutaba teniéndola delante. Bailaba siguiendo el ritmo de la música, con los ojos entrecerrados y contoneándose. Decidieron pedir una cerveza y sentarse en algún sitio. Algo apartado, esperaba Johan.
Mientras retiraba las dos cervezas frías de la barra del bar, sonó el móvil. Dudó antes de contestar, pero por último lo hizo. Reconoció al momento aquella voz silbante.
– Han encontrado a otra mujer muerta en Gotland. En el cementerio de Visby. Ha sido asesinada.
– ¿Cuándo? -preguntó, buscando con la vista a Madeleine, quien ya se había dado la vuelta y estaba hablando con otro.
– Esta tarde, sobre las nueve -silbó el confidente-. Sólo sé que ha aparecido muerta y que no podía llevar mucho tiempo allí. Y ahora, agárrate: también tenía las bragas en la boca.
– ¿Estás seguro?
– Absolutamente. La policía ya empieza a hablar de un asesino en serie.
– ¿Sabes cómo la han asesinado?
– No, pero me imagino que habrá sido de una forma parecida al asesinato de la mujer de Fröjel.
– Está bien. Gracias.
Por su parte, la fiesta había terminado.
Emma estaba sentada a la mesa de la cocina; se tomaba un plato de leche agria de modo maquinal. Esa era la expresión. Se llevaba la cuchara a la boca, la abría automáticamente, volcaba dentro la leche y luego volvía a llenar la cuchara en el plato. Pequeñas manchas de leche salpicaban la mesa redonda de la cocina. Arriba hasta la boca y abajo al plato, arriba y abajo. Una y otra vez, de forma mecánica y con el mismo ritmo todo el rato. Miraba fijamente hacia abajo, al plato, sin verlo. Los niños estaban dormidos. Olle había salido a tomar una cerveza con unos amigos. Estaba cansado de ella y de su distaciamiento, se lo había dicho aquel mismo día. Era sábado por la noche y no tenía ganas de poner la tele.
Fuera soplaba el viento suave del oeste. No vio cómo los frágiles abedules se agitaban y se inclinaban fuera de la ventana.
No notaba nada aquellos días. Se pasó la última semana dando vueltas encerrada en su propio mundo. Se había distanciado. Abrazaba y besaba a los niños, sin sentir nada en realidad. Observaba sus caras alegres y sentía sus bracitos suaves. Preparaba la comida, limpiaba, les sonaba los mocos, preparaba mochilas, hacía las camas, doblaba la ropa, les leía cuentos y les daba el beso de buenas noches, pero no estaba con ellos. No estaba allí.
Menos presente aún estaba con Olle, que intentó hablar con ella. Consolarla. Abrazarla. Todo lo que le decía le parecía ridículo, sin sentido, y no le llegaba. Intentó incluso hacerle el amor. Se sintió ofendida y lo rechazó. Se sentía a años luz de distancia. ¿Cómo iba a poder dedicarse al sexo en aquellos momentos?
Pensaba en Helena en todo momento. En lo que habían hecho juntas. En lo que solía decir. En cómo se echaba el pelo hacia atrás. En su manera de sorber el café. En cómo se habían distanciado desde que Helena se fue de la isla, aunque mantuvieron el contacto. Ya no sabía tanto de Helena. ¿Cómo pensaba? ¿Cómo se sentía? ¿Cómo era de verdad su relación con Per? Con todo, a pesar de esas cavilaciones, estaba convencida de la inocencia de Per.
Discutió con su marido también por eso. A Olle le parecía que la aparición de sus huellas dactilares era una prueba decisiva, en especial después de la pelea que tuvieron durante la fiesta. Aquel hombre estaba desquiciado, afirmó Olle con rabia, mirándola con tristeza, mientras ella aseguraba que Per nunca habría podido hacer una cosa así.
Como si no tuviera ya suficientes problemas, aparecía aquel periodista en sus pensamientos. Johan.
Emma no entendía lo que le había sucedido en el café. Aquellos ojos. Peligrosísimos. Aquellas manos… Secas y cálidas. La había besado. No pasó de ser sino un beso fugaz, pero suficiente para que le cosquilleara todo el cuerpo. Un recuerdo del pasado. Así podía ser.
Ya le había ocurrido con anterioridad. Antes de encontrar a Olle, estuvo con un montón de tíos. Siempre era ella la que se cansaba. En cuanto la relación se volvía más seria y empezaba a sentirse dependiente, se echaba atrás.
Olle había sido un amigo, uno de la vieja pandilla. Al principio, cuando él hizo algunos intentos torpes para invitarla a salir, no le interesó lo más mínimo. Sin embargo, empezaron a verse y cuando quiso darse cuenta había pasado un año. Fue agradable y relajante estar juntos. Los dos solos.
Se había cansado de jugar al amor. De esperar a que sonara el teléfono, o de llamar ella misma con el corazón desbocado. Encuentros en restaurantes acogedores, irse a la cama, el tema de la entrepierna. «¿Qué le habrá parecido? ¿Le gustaré? ¿Le parecerán mis tetas demasiado pequeñas?»
Luego, la continuación con ratos cortos de felicidad, exigencias, decepciones y al final indiferencia, antes de que todo se fuera más o menos al garete.