– Yo también opino que parece un poco exagerado -dijo Norrby.
– Tal vez, pero de todas formas puede que valga la pena hablar con Hagman -insistió Knutas-. ¿Qué dices tú, Karin?
– Pues claro, puesto que no tenemos ninguna pista concreta que seguir. Aunque parece extraño que en todos los interrogatorios que hemos hecho, nadie haya nombrado a ese profesor de gimnasia. ¿Y por qué lo suelta Kristian Norström precisamente ahora?
– Me dijo que no había pensado en ello -contestó Knutas-. Que hada tanto tiempo que… De hecho, tampoco lo ha mencionado nadie.
Retiró el cartón de la pizza.
– Si nos concentramos en el presente, ¿hay algo nuevo que contar de las víctimas? -preguntó Karin.
– Sí, el grupo que trabaja en la investigación de sus vidas está en ello. Kihlgárd de la policía nacional viene de camino. Estaba durmiendo cuando lo llamé -dijo Knutas-. Una cabezadita después de la comida, lo llamó él.
Norrby enarcó las cejas.
– Sí, a mí también me gustaría hacerla. Algunos tienen tiempo para reponerse.
El murmullo que se produjo quedó interrumpido cuando se abrió la puerta y en el vano apareció el imponente cuerpo de Kihlgárd.
– Hola. Siento llegar tarde -miró con avidez los cartones de las pizzas-. ¿Ha sobrado algún trozo para mí?
– Sí, toma el mío. No puedo con todo -ofreció Karin, y le pasó su cartón.
– Muchas gracias -gruñó Kihlgárd y enrolló con la mano lo que quedaba de la pizza y le hincó el diente.
– ¡Qué buena está! -exclamaba entre bocado y bocado. Los demás dejaron la conversación para mirarlo fascinados. Por un momento olvidaron por qué se encontraban allí.
– ¿Pero no acababas de comer? -le preguntó Knutas.
– Sí, pero un poco de pizza siempre cabe -farfulló Kihlgárd y dio otro bocado-. ¿Dónde estabais? A ver, repite esa historia del profesor.
Knutas volvió a contar otra vez la conversación que había mantenido con Kristian Nordström.
– Bueno. Nosotros estamos investigando la vida de esas mujeres y hasta ahora no hemos oído nada de eso -manifestó Kihlgárd-. Cierto que tuvo un montón de relaciones, pero ninguna con un profesor, que yo sepa. Así pues, eso tuvo que ocurrir hace aún más tiempo, en el instituto, supongo.
– Sí. Por lo visto, iniciaron una relación amorosa en otoño, cuando Helena cursaba segundo. Quedaron en verse durante las Navidades, según Kristian Nordström. Luego, la cosa debió de continuar durante toda la primavera, pero se rompió en algún momento de aquel verano. El profesor, Jan Hagman, estaba casado y tenia hijos, y evidentemente, optó por quedarse con su esposa. Cuando llegó el otoño, él había pedido el traslado a otro instituto.
– ¿Sabéis si el profesor sigue viviendo en la isla? – preguntó Kihlgárd mientras con la mirada buscaba en el montón de cartones de pizza que había sobre la mesa por si quedaba algún pedacito todavía.
– Sí, vive en el sur de Gotland. Jacobsson y Wittberg estuvieron allí hace unos meses. Su mujer se suicidó.
– ¡No me digas! -Kihlgárd enarcó las cejas-. Entonces, el tipo es viudo. ¿Cuántos años tiene?
– Debía de tener unos cuarenta años cuando mantuvieron la relación, lo cual significa que le doblaba la edad a Helena. Ahora debe de andar por los sesenta.
El sol vespertino entraba a raudales sobre los bancos de la cocina y el pelo de los niños brillaba con su resplandor. Emma se inclinó sobre Filip y aspiró su olor con satisfacción. Sus cabellos suaves y rubios le hicieron cosquillas en la nariz.
– Mmm, qué bien hueles, cariño mío -comentó con ternura, y siguió hasta la cabeza siguiente. El pelo de Sara era más recio y más oscuro, como el de ella. Volvió a aspirar profundamente. El mismo cosquilleo en la nariz-. Mmm -repitió-, tú también hueles de maravilla, mi niña. – Besó a su hija en la cabeza-. Vosotros sois mis angelitos.
Se sentó junto a ellos en la isleta, en el centro de la amplia cocina abierta. La cocina era la parte de la casa de la que más satisfecha se sentía. Olle y ella la habían montado juntos. Una parte, en la que ahora estaban sentados, era la zona de trabajo. Baldosas de gres, azulejos de cerámica sobre la encimera y una gran isleta para cocinar, con la campana extractora colgando libremente encima de la placa de la cocina. Le gustaba estar cocinando y disfrutar al mismo tiempo de la vista del jardín, a través de la ventana. También disponían de espacio para comer cuatro personas, perfecto para los desayunos rápidos o para tomar el aperitivo antes de una comida con buenos amigos. Un par de peldaños más abajo estaba el comedor con el suelo de madera de pino tratado, vigas en el techo y una mesa grande de estilo rústico. Las ventanas, que daban hacia todos los lados, hacían que las plantas que tenía en la cocina se sintieran tan a gusto como ella.
Los niños, encaramado cada uno en su taburete, bebían un batido de cacao y comían bollos de canela recién hechos. Un consuelo, tras el escozor del champú en los ojos y el agua unas veces fría y otras caliente que mamá les había echado por encima en la ducha que se acababan de dar.
Emma los observaba mientras comían. Sara, de siete años, había terminado el primer curso. Era una niña alegre, querida y aplicada en la escuela. Con los ojos oscuros y las mejillas sonrosadas. «Ha ido muy bien hasta ahora», pensó Emma agradecida. Posó la mirada en Filip, que tenía seis años. Rubio, con la tez clara, ojos azules y hoyuelos en las mejillas. Bueno, aunque travieso. Se llevaban poco más de un año. De eso se alegraba ahora.
Al principio fue duro, con un crío en cada brazo. Sara no había aprendido aún a andar, cuando nació Filip. Además, Emma no había finalizado sus estudios. Siguió estudiando el último año en la universidad con un niño al pecho y otro en la barriga. En estos momentos no podía comprender cómo había sido capaz de hacerlo. Pero lo hizo. Con mucha ayuda de Olle, claro está. Él estaba también en el último curso de económicas, así que se turnaron para cuidar a los bebés y estudiar. Habían bregado con los niños, la pésima economía y los estudios. Entonces vivían en un piso realquilado en Estocolmo. Sonrió al recordar cómo había tirado del cochecito doble y comprado el tomate triturado que estaba de oferta en el supermercado Rimi.
Recordaba que habían utilizado pañales de tela con protectores de plástico, para ahorrar basura y dinero. Olle se sentaba por la noche y doblaba pañales viendo Rapport, mientras ella le daba el pecho. Cómo habían luchado. Al mismo tiempo, su amor florecía y lo compartían todo.
Entonces creía que iban a estar juntos para siempre. Ahora ya no estaba tan segura.
Sara bostezaba. Eran las ocho. La hora de acostarse. Después de que se lavaran los dientes, les contó un cuento cortito y, tras darles un beso de buenas noches, se sentó en uno de los sofás del cuarto de estar. No se molestó en encender la tele. Se quedó mirando a través de la ventana. El sol estaba todavía alto en el cielo. «Qué extraño, cómo cambia la perspectiva con la luz -pensó-. Ahora, con el jardín inundado de luz, parece absurdo acostar a los niños. En diciembre, a las cuatro de la tarde ya parece hora de irse a la cama.»
Se acurrucó en una esquina del sofá. Se sirvió una taza de café. Sus pensamientos volvieron otra vez al pasado.
Ella y Olle tuvieron una buena relación durante mucho tiempo, claro que sí. Cuando los niños eran pequeños, ella se preocupó de que ambos siguieran teniendo sus agradables cenas los viernes por la noche, a pesar de los llantos de los pequeños y de los cambios de pañales. Muchas veces habían estado sentados con una buena cena y las velas encendidas y al mismo tiempo, uno de ellos tenía que arrullar a los niños, mientras el otro comía para que no se enfriara la comida. Pero a veces salía bien. Y aquellos momentos fueron muy importantes, era consciente de ello.