No se habían olvidado el uno del otro porque hubieran tenido hijos. Un fallo en el que muchos en su círculo de amistades incurrieron, y que a menudo tenía como consecuencia el divorcio. Habían seguido pasándolo bien juntos, entre risas y bromas. Al menos los primeros años. Entonces, Olle le compraba flores a menudo y le decía lo guapa que era. Ella no se había sentido nunca tau realizada con nadie. Incluso cuando engordó casi treinta kilos con el primer embarazo, él se quedaba contemplando su cuerpo con admiración, cuando ella estaba desnuda, y le decía:
– Cariño, ¡qué sexy estás!
Y le creía. Cuando daban una vuelta por la ciudad, se sentía guapa de verdad, hasta que veía su silueta reflejada en un escaparate y advertía que estaba tres veces más gorda que su marido.
Habían cuidado su amor y ella había estado enamorada de él durante mucho tiempo.
Los últimos dos años, algo pasó. No sabía con exactitud cuándo se produjo el cambio, sólo que se había producido.
Empezó con las relaciones sexuales. A Emma le parecía que cada vez eran más aburridas, más previsibles. Olle hacía lo que podía, pero a ella le costaba sentir deseos de verdad. Seguían haciendo el amor, pero cada vez con menos frecuencia. A menudo, ella sólo quería ponerse un camisón cómodo y leer un buen libro hasta que se le cerrasen los párpados. En el fondo, le angustiaba una sensación de tristeza. ¿Serían capaces de volver a tener las relaciones sexuales que habían tenido antes? Lo dudaba.
Otras cosas habían cambiado también. Ahora, Olle era capaz de ir por la vida como un robot y contentarse con ello. Parecía que ya no tenía ninguna necesidad de pensar en algo divertido, algo que pudieran hacer juntos. Si salían a cenar o al cine, tenía que organizarlo ella. Olle estaba satisfecho con que se quedaran en casa. Los ramos de tulipanes y los detalles llegaban más de tarde en tarde. La diferencia era enorme comparado con los primeros años, y no hacía sino aumentar con el tiempo.
Volvió a mirar afuera. Olle había ido a la Península para unas conferencias. Estaría fuera tres días. Había llamado dos veces aquel día. Inquietud en la voz. Le había preguntado cómo se sentía. Por supuesto que agradecía su consideración, pero en aquellos momentos sólo quería que la dejaran en paz.
Pensó en Johan. No podía volver a verlo. Estaba descartado. Aquello ya había ido demasiado lejos. Pero cómo la hizo sentir. Había olvidado cómo era. Sólo sentir ese deseo salvaje. Y de alguna manera extraña, aquello le había parecido bien. Como si tuviera derecho a sentirlo, que tenía sentido que todo su cuerpo ardiese. Johan la había hecho sentirse viva, como una persona completa.
Le dolía ser consciente de ello.
MARTES 19 DE JUNIO
Knutas saludó brevemente a sus colegas, cuando llegó casi sin resuello a la sala de reuniones, un cuarto de hora después que los demás. Se había quedado dormido aquella mañana. Lo despertó Kihlgárd, que había telefoneado a su casa. Se dejó caer en la silla y a punto estuvo de tirar la taza de café que tenía delante, en la mesa.
– ¿Qué habéis averiguado de Hagman?
Kihlgárd estaba sentado a un extremo de la mesa con una taza de café y un bocadillo de queso enorme en un plato demasiado pequeño. Knutas lo miró estupefacto, mientras pensaba que tenía que haber cortado el pan de molde a lo largo.
– Bah, no mucho -contestó Kihlgárd después de dar un buen mordisco y tomar un poco de café sorbiendo ruidosamente-. Trabajó en el instituto Säveskolan hasta el verano de 1983. Después lo dejó a petición propia, según el director, que todavía es el mismo. En eso tuvimos suerte- constató Kihlgárd satisfecho y le dio otro mordisco al bocadillo.
Los que estaban presentes en la sala esperaban impacientes a que terminara de masticar.
– El hecho de que hubiese mantenido una relación con una alumna se extendió enseguida y fue, evidentemente, muy duro para Hagman. El tema dio que hablar, claro. Él, como sabemos, estaba casado y tenía dos hijos. Se fue a otro instituto y toda la familia se trasladó a Grötlingbo, en el sur de Gotland -añadió Kihlgárd, como si hubiera olvidado que todos los que se encontraban allí, excepto él, eran de Gotland. -Echó una ojeada a sus papeles-. El instituto en el que empezó se llama Öja Skola y está cerca de Burgsvik. Hagman trabajó allí hasta que se jubiló hace dos años. Jubilación anticipada.
– ¿Aparece en los archivos policiales? -preguntó Knutas.
– No, ni siquiera por un exceso de velocidad -respondió Kihlgárd-. Es cierto, de todas formas, que tuvo una historia de amor con Helena Hillerström. El director me lo confirmó. Todos los profesores lo sabían. Hagman se despidió antes de que el centro tuviera tiempo de adoptar alguna medida.
Kihlgárd se echó hacia atrás con el bocadillo en la mano y miró expectante a su alrededor.
– Vamos a ir a hablar con él enseguida -dijo Knutas-. ¿Me acompañas, Karin?
– Por supuesto.
– ¿Os molesta que vaya yo también? -preguntó Kihlgárd.
– No, claro -dijo Knutas-. Vente.
Johan y Peter finalizaron la corrección de un reportaje extenso sobre el ambiente que se respiraba en la isla después del último asesinato. Habían incluido varías entrevistas: la mamá preocupada, el dueño de un restaurante que ya acusaba una retracción del negocio, y unas chicas jóvenes a quienes les atemorizaba salir por la noche. Con todo, el redactor no estaba contento. Max Grenfors nunca se mostraba satisfecho si el reportaje no se había hecho exactamente tal como él lo hubiese hecho. «Qué gilipollas», pensó Johan. Al menos había accedido a permitir que se quedaran unos días más, aunque no hubiese novedades. Tenían más trabajos pendientes. Para el día siguiente, Johan tenía concertada una nueva entrevista con el comisario judicial Anders Knutas, para informarse de cómo avanzaba la investigación.
El hecho de que Johan se quedase en la isla significaba que tendría más posibilidades de ver a Emma. Si ella quería, claro. Temía haberla asustado la última vez con su atrevimiento. Y por dentro le corroía una sensación de culpa. Estaba casada. A pesar de ello, no dejaba de pensar en ella. Disfrutaba pronunciando su nombre en voz alta. Emma. Emma Winarve. Sonaba tan bien… Tenía que volver a verla. Al menos, una vez más.
Decidió probar suerte. A lo mejor estaba en casa, y su marido, no. Contestó tras el primer tono. Algo agitada.
– Hola, soy yo, Johan.
Una corta pausa.
– Hola.
– ¿Estás sola?
– No, están aquí los niños. Y su abuela paterna.
¡Mierda!
– ¿Podemos vernos?
– No lo sé. ¿Cuándo?
– Ahora.
La oyó reírse.
– Estás loco.
– ¿La abuela oye lo que dices?
– No; están fuera, en el jardín.
– Tengo que verte. ¿Tú quieres verme?
– Quiero, pero no puede ser. Es una locura.
– Deja que sea una locura. Es una necesidad.
– ¿Cómo sabes si lo es para mí?
– No lo sé. Lo deseo.
– ¡Uf! No sé.
– Por favor. ¿Puedes venir?
– Espera un poco.
Pudo oír cómo dejaba el auricular y se alejaba. Tardó un minuto. Tal vez dos. Contuvo la respiración. Ella volvió y dio la respuesta:
– Sí, está bien.
– ¿Paso a buscarte?
– No, no. Iré en coche hasta el centro. ¿Dónde nos vemos?
– Te espero en el aparcamiento de Stora Torget. ¿Te parece bien dentro de una hora?
– Vale.
«Estoy loca -se dijo Emma cuando colgó el auricular-. He perdido el juicio del todo.» Pero en aquellos momentos le importaba un bledo. Había sido muy fácil. Le dijo a su suegra que una amiga estaba deprimida y llorando y que tenía que ir inmediatamente. «No te preocupes», la tranquilizó la madre de Olle. Ella se ocuparía de los niños y les prepararía unos crepés para cenar. Qué terrible lo de tu amiga. Claro que tenía que ir. Su suegra se ofreció a quedarse toda la tarde, y toda la noche también, si era necesario. Olle no regresaría a casa hasta el día siguiente.