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– Parece inverosímil -admitió Karin-. Y ya han pasado casi veinte años desde que tuvieron aquella historia. Por otra parte, ¿por qué matar ahora a su mujer? ¿Por qué no lo hizo entonces, en todo caso?

– Sí, eso me pregunto yo también. ¿Y qué tiene eso que ver con la muerte de Frida Lindh? ¿Y con la de Gunilla Olsson?

– No tiene por qué estar relacionado con Hagman -reflexionó Karin-. Puede que nos estemos equivocando. Todas las víctimas tienen relación con Estocolmo. El asesino, de hecho, podría estar tan ricamente aquí en algún sitio.

– Tal vez tengas razón -admitió Knutas-. Bueno, ya son más de las siete y mi estómago aulla clamando a gritos. Mañana hablaremos con los padres de Frida Lindh y echaremos un vistazo a la tienda del casco antiguo, esa Gamla Stan, donde vendían la cerámica de Gunilla Olsson. Ahora lo que necesito es un trago fuerte y un buen plato de comida. ¿Qué opinas?

– Suena bien -sonrió Karin Jacobsson dándole un golpecito en el hombro.

Wittberg llamó a la puerta del despacho de Kihlgárd y entró sin aliento agitando un papel.

– Hemos hecho una lista con las personas allegadas a la víctima que padecían asma. Mira -dijo dejando el papel sobre el escritorio de Kihlgárd-, aquí están los nombres y apellidos de todas las que tienen asma o padecen otras molestias de tipo alérgico.

Kihlgárd leyó la relación, en la que aparecían veinte nombres. Tanto Kristian Nordström como Jan Hagman figuraban en ella.

– Hmm -murmuró mirando a Wittberg-. Veo que Nordström es asmático. Knutas acaba de informarme de que mantuvo relaciones sexuales con Helena Hillerström.

– ¡No fastidies! ¿Recientemente?

– No, hace unos años. Quiero que dos de vosotros vayáis a casa de Hagman y otros dos a casa de Nordström. Sin previo aviso. Quiero pillarlos por sorpresa. Los interrogáis allí mismo. Ocúpate de hacerte con un inhalador de asma. De cada uno de ellos.

Estaban sentados uno ante la otra a la mesa de la cocina. Las tazas del café sobre la mesa. Los niños seguían en el campo, en casa de sus primos. Olle había vuelto a Roma, a casa, para hablar con Emma. Había inquietud en sus ojos mientras observaba a su esposa al otro lado de la mesa. Al mismo tiempo, no podía ocultar su frustración.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó.

– No lo sé.

Él alzó la voz:

– Llevas ya varias semanas muy extraña, Emma. Desde que murió Helena. ¿Qué te pasa?

– No lo sé -repitió impasible.

– ¡Joder! No puedes quedarte ahí y decir sólo que no lo sabes -gruñó cabreado-. No quieres abrazos, ni mimos, no mantenemos relaciones íntimas desde hace un montón de tiempo. Trato de ayudarte hablando de Helena, pero tampoco es eso lo que quieres. Pasas de mí y de los niños; te largas a la ciudad y dejas a mi madre al cuidado de los pequeños cada dos por tres. ¿Se puede saber qué estás haciendo? ¿Hay otro hombre?

– No -contestó con presteza ocultando la cara entre las manos.

– ¿Y qué cojones quieres que piense? -gritó Olle-. No eres la única que sufre, ¿sabes? También yo conocía a Helena. A mí también me parece horrible lo que ha pasado. Y estoy conmocionado, por supuesto, pero tú no piensas más que en ti misma.

De repente, Emma estalló.

– ¡Pues vale! -gritó-. Entonces mandamos esto a la mierda y nos separamos. ¡Al fin y al cabo, ya no tenemos nada en común!

Se levantó corriendo, desapareció en el cuarto de baño y cerró la puerta.

– ¡Nada en común! -tronó Olle-. Por todos los demonios, ¡tenemos dos hijos! ¡Dos hijos pequeñosl ¿También te importan un bledo? ¿Tampoco significan nada para ti?

Emma se sentó sobre la tapa del inodoro y abrió al grifo del lavabo al máximo para no oír las acusaciones de su marido. Se apretó con fuerza los dedos contra los oídos. No sabía qué pensar. ¿Que iba a hacer? Era impensable contarle lo de Johan. De momento, no. No podía ser. Pero, al mismo tiempo que estaba enfadada con Olle, la atormentaba la mala conciencia. Estaba presa en una trampa. Al cabo de unos minutos, cerró el grifo. Se volvió a sentar en la tapa del retrete. Permaneció allí sentada un buen rato. Su vida era un caos. Alguien había matado a su mejor amiga. El asesino podía ser incluso algún conocido suyo. No era la primera vez que lo pensaba, pero le parecía demasiado espantoso como para que fuese cierto.

¿Qué sabía de las personas que la rodeaban? ¿Qué oscuros secretos se escondían tras las puertas de cada casa? El asesino había hecho añicos su habitual tranquilidad.

¿A qué podía aferrarse?

Siguió pensando. Sí, había una sola persona en el mundo en la que confiaba plenamente. Olle. Si había alguien que siempre se había sacrificado por ella, era su esposo. Que siempre tenía tiempo para escucharla, que se levantaba a media noche para prepararle un té cuando había tenido alguna pesadilla, que se ocupó de ella cuando estuvo embarazada. Que limpió sus vómitos cuando tuvo gastroenteritis y le secó la frente cuando dio a luz a sus hijos. Que la amó cuando lloraba y moqueaba, cuando tuvo la varicela o cuando sufría molestias con la menstruación. Ese era Olle. ¿Qué diablos estaba haciendo?

Se levantó decidida y se lavó la cara. El silencio al otro lado de la puerta era total. La abrió sin ruido.

No estaba allí. Entró en el cuarto de estar. Tampoco. La casa estaba sumida en el silencio. Subió la escalera y miró en el dormitorio. Allí estaba, acostado. Boca abajo, abrazado a una almohada. Tenía los ojos cerrados como si estuviese dormido. Se echó a su lado y lo abrazó. Respondió directamente. la abrazó y le llenó la cara de besos.

– Te quiero -susurró Emma-. Sí, nosotros dos.

Tenía ante sí, sobre la mesa, un sinfín de notas escritas a mano. En algunas incluso había pintado figuras. Johan había escrito todo lo que sabía acerca de los tres asesinatos. Y empezó a montar el rompecabezas. Primero, Helena. La fiesta. La pelea. El asesinato en la playa. El hacha. Kristian. Per, el novio.

Siguió de la misma manera con las otras. Cuando terminó, colocó los papeles en tres montones. «¿Qué nexo común existe entre estos tres montones?», se preguntó. Frida Lindh estuvo con un hombre la noche que salió con sus amigas. ¿Por qué no se había dado a conocer? Eso podía significar que tenía algo que ver con su asesinato. Salvo que hubiera viajado al extranjero, claro.

En un papel escribió: «Frida + hombre 30-35.» Luego, el hombre se esfumó. Desapareció como por arte de magia. La vecina de Gunilla Olsson con quien había hablado mencionó la presencia de un hombre en la casa de Gunilla. Tenía también unos 30-35 años y era atractivo. En otro papel escribió: «Gunilla + hombre 30-35.»

En cuanto a Helena, al parecer se había divertido con Kristian en la fiesta, la noche antes de que la asesinaran. Kristian tenía treinta y cinco años y buen aspecto.

En un papel escribió: «Helena + hombre 35 = Kristian.»

La policía había interrogado ya varias veces a Kristian, de modo que sin duda tenía una coartada para la noche del crimen; de lo contrario, lo habrían detenido. Sin embargo, era el más sospechoso. ¿Sería el hombre que apareció en Munkkällaren la noche en que Frida Lindh fue asesinada? ¿Cómo era posible entonces que ninguno de los camareros ni de los clientes lo reconocieran? Tenían que haberlo reconocido. Cierto que trabajaba mucho en el extranjero, pero aun así… Aunque, desde luego, pudo disfrazarse. Ahora bien, ¿qué motivo podía tener para hacer eso?

Se levantó y empezó a preparar la que iba a ser su tercera cafetera aquella noche. Eran las doce menos cuarto. Bostezó. Se esforzó por enfocar las cosas de alguna otra manera. Si prescindía de Kristian, ¿qué quedaba entonces? Los jefazos de la policía local estaban en Estocolmo. ¿Qué significaba aquello? Probablemente seguían alguna pista nueva que él desconocía. Había tratado de sonsacarle algo a Knutas antes de que se fuera, sin resultado.