Emma tampoco había podido recordar nada más relativo a Helena. A pesar de que se conocían desde la escuela.
El deseo se adueñó de él.
Emma. Su imagen la última vez que se vieron… La luz filtrándose a través de sus cabellos cuando estaba sentada en el sillón, pálida, al lado de la ventana. Su manera de ser lo tenía hechizado. La fuerza que había en ella le asustaba y al propio tiempo lo atraía.
Pensó en llamarla, pero se dio cuenta de que era muy tarde.
Apoyó la cabeza sobre los montones de papeles y se quedó dormido.
Los jóvenes abandonaron la fiesta cuando estaba en lo mejor. Habían reservado el restaurante de la playa en Nisseviken para aquella noche y la pista de baile estaba llena de jóvenes vestidos de fiesta. La música sonaba a tope. En la barra, las copas se servían una tras de otra. El ambiente era de absoluto desenfreno. Era la noche del domingo, la última de un fin de semana destinado a la juerga.
Carolina sonreía a Petter, que la llevaba cogida de la mano y tiraba de ella hacia la playa.
– Loco…, ¿qué haces?
Petter se dirigía hacia las casetas de la playa que se alquilaban como casitas de veraneo durante la temporada turística.
– Ven, ven aquí -le dijo besándola en el cuello.
Los dos estaban bebidos. Y alegres. Dentro de un par de días se iban a separar. Carolina se iría a Estados Unidos para estudiar y a él le aguardaban once largos meses de servicio militar en Boden. Se trataba de aprovechar el tiempo que les quedaba.
Iban dando tumbos por la playa. Petter llevaba a la joven delante de él al tiempo que la iba besando en la nuca. Sus manos se aventuraron bajo el vestido, mientras que sus cuerpos enlazados seguían adelante, alejándose de la playa y de la gente.
Eran cerca de las tres de la madrugada. Ya había amanecido casi del todo y como seguramente muchas parejas irían a la playa, se trataba de encontrar un rincón apartado. Cuando se alejaron hacia el rompeolas descubrieron una caseta de pescador solitaria un poco más allá.
– Vamos allí.
– Estás loco, está demasiado lejos para ir andando -protestó Carolina-. A lo mejor hay alguien allí…
– ¡Vamos a comprobarlo!
Tomó a Carolina de la mano y aligeraron el paso sobre las piedras del borde de la playa.
Comprobaron que la caseta estaba abandonada. Parecía que llevaba mucho tiempo sin ser utilizada.
– Perfecto. Vamos a entrar -decidió Petter.
Un candado oxidado era lo único que se lo impedía.
– ¿Tienes una horquilla?
– ¿Estás seguro?
– Claro, aquí podremos estar tranquilos el tiempo que queramos.
– ¿Y si viene alguien?
– ¡Bah! Esto está completamente cerrado. Seguro que por aquí no ha venido nadie desde hace años -repuso Petter mientras trabajaba frenéticamente para abrir la cerradura con la horquilla.
Carolina se puso de puntillas e intentó mirar dentro a través de la única ventana que había en la parte de atrás. Una cortina de color azul oscuro protegía de miradas indiscretas. «Esto nos viene de perlas», pensó ella muy animada. La excitación de Petter era contagiosa. Aquello parecía realmente emocionante. Hacer el amor en una vieja caseta de pescadores abandonada…
– Ya está.
La puerta se abrió con un chirrido. Echaron un vistazo. La caseta constaba de un solo cuarto. Había un banco de cocina de madera, una mesa desvencijada y una silla. Las paredes amarilleaban de puro sucias, y estaban frías. Un viejo calendario del supermercado ICA colgaba de un clavo. Olía a humedad y a cerrado.
Encantados, extendieron la cazadora con capucha de Petter en el suelo.
Ya llevaban dormidos unas horas cuando Carolina se despertó porque tenía ganas de hacer pis. Al principio no tenía ni idea de dónde se encontraba. Luego recordó. Sí, claro. La fiesta. La caseta. Se liberó de los brazos del chico y consiguió, no sin dificultades, levantarse. Se sentía mal.
Salió de la caseta dando traspiés y orinó. Después se lavó en el mar claro y frío.
Ahora despertaría a Petter. Se preguntó cómo iban a volver a casa. Estaban lejos, en una zona despoblada. Temblando de frío, volvió a entrar en el chamizo. Petter estaba tendido en el suelo con una manta vieja encima.
Cubría la mesa un hule rojo con manchas secas de café. Había un termo en el suelo. Pese a que el cobertizo parecía en desuso, Carolina tuvo la sensación de que alguien había estado allí recientemente.
Tenía frío después de su rápida ablución. La manta que cubría a Petter parecía ligera. Al mismo tiempo, tenía ganas de acostarse un rato más, para intentar dormir un poco, a ver si se le pasaba el malestar que sentía. Miró a su alrededor buscando algo más con que taparse y se dio cuenta de que el banco tenía una tapa que se podía abrir. La levantó. Allí había un hatillo con ropas o, mejor dicho, varios hatillos.
Sacó uno de aquellos andrajos y lo miró. Era un jersey y tenía grandes manchas de lo que parecía ser sangre seca. Empezó a sacar la ropa con cuidado. Una falda, un top, unos vaqueros también con sangre seca, un sujetador roto, una correa de perro… Empezó a sentirse mareada. Zarandeó a Petter hasta que se despertó.
– ¡Mira, mira en el banco! -le apremió.
Petter se levantó muerto de sueño y observó toda aquella ropa.
– ¡No me jodas!
Soltó la tapa de golpe, sacó el móvil y llamó a la policía.
LUNES 25 DE JUNIO
Gamla Stan, el barrio antiguo de Estocolmo, tenía un gran parecido con Visby. Este pensamiento siempre asaltaba a Knutas cuando visitaba la capital. Disfrutó del ambiente. Muchos de los bellos edificios con adornos de hierro en las fachadas y esculturas sobre los pórticos eran del siglo XVII, cuando Suecia era una gran potencia en Europa y Estocolmo conoció un gran desarrollo. Las casas estaban muy juntas unas a otras y recordaban lo poblada que estuvo la capital en aquellos tiempos.
Las estrechas calles adoquinadas se bifurcaban desde el centro histórico de la ciudad, la plaza de Stortorget, como los brazos de un calamar. Ahora, Gamla Stan estaba lleno de restaurantes, cafés y tiendas pequeñas que vendían antigüedades, objetos de artesanía y, naturalmente, infinidad de baratijas.
El barrio de Gamla Stan y Visby tenían muchas cosas en común. La influencia alemana fue muy grande en las dos ciudades durante la Edad Media. Los comerciantes germanos habían dominado en ambas por igual y dejaron su impronta en los edificios y los nombres de las calles. También Gamla Stan había estado rodeada por una muralla defensiva, demolida en el siglo XVII para dejar sitio a los muchos grandes edificios que se construyeron entonces. Al otro lado de las vallas que daban a la calle empedrada se podían entrever pequeños oasis verdes y jardines en flor, igual que en Visby.
Anders Knutas y Karin Jacobsson bajaron hasta la calle Österlánggatan. A él le gustaba más que la calle Västerlánggatan, más comercial. A lo largo de Österlánggatan había más galerías de arte, tiendas de artesanía y restaurantes.
Allí estaba también la tienda que vendía la cerámica de Gunilla Olsson. En el escaparate estaban expuestos algunos objetos de cerámica. Una campanilla tintineó cuando abrieron la puerta.
No había clientes. La dueña era una mujer elegante de unos sesenta años.
Knutas se presentó, presentó a su colega y explicó el motivo de su visita.
La señora mostró un gesto de preocupación.
– Es horrible lo del asesinato. Absolutamente incomprensible.
– Sí -asintió Knutas- y en estos momentos lo más importante es cazar al asesino. Estamos siguiendo varias pistas, una de ellas aquí, en Estocolmo. Según tengo entendido, tú vendías la cerámica de Gunilla. ¿Cuánto tiempo llevas vendiéndola?