«Mañana por la mañana, quiza podarnos bañarnos desnudos -pensó-. Antes de que Johan se vaya al trabajo. Si ya no hay tormenta.»
Viveka le había prometido ir a comer al día siguiente. Emma no quería quedarse sola.
Se levantó y dio una vuelta a la casa. Hacía tiempo que no visitaba a sus padres. La relación no era muy buena. Siempre había habido una distancia entre ellos, desde pequeña. Siempre había sentido que debía hacer algo para que estuviesen contentos con ella. Y lo estuvieron muchas veces. Cuando hacía un dibujo bonito, había sacado buena nota en un examen o lo había hecho bien en alguna actuación de gimnasia. Pero la distancia no se acortó con los años y ya era imposible superarla. Era difícil relacionarse de manera natural. Con frecuencia sentía remordimientos porque no los llamaba ni los visitaba lo suficiente. Al mismo tiempo, pensaba que ellos, que estaban jubilados y, en su opinión, disponían de mucho tiempo, deberían mostrar más interés en visitar a su hija. Echarle una mano con los niños. Llevárselos de excursión alguna vez, o a Pippiland, que a los peques les encantaba. En definitiva, el tipo de cosas para las que su marido y ella apenas tenían tiempo. Cuando por fin iban a visitarlos, se sentaban en el sofá como si se hubieran quedado pegados, esperando a que les sirvieran. Por otra parte, comentaban a menudo el desorden que Olle y ella tenían o que a los niños había que cortarles el pelo. Era agotador, pero no veía el modo de cambiar las cosas. Sus padres encajaban mal las críticas, y cuando en alguna ocasión se había atrevido a reprocharles algo, se habían defendido. Sus observaciones siempre terminaban con su padre enfadado.
El cuarto de estar tenía el aspecto de siempre. El sofá de flores y la mesa antigua, comprada en alguna de las innumerables subastas a las que sus padres acudían. La chimenea parecía no haberse usado desde hacía tiempo. Estaba admirablemente limpia. Observó con satisfacción que había leña en el cesto al lado de la chimenea.
La escalera de madera que conducía al piso superior crujía. Entró en la habitación de los invitados, que tanto ella como su hermana Julia tenían por suya. Allí dormían siempre cuando iban a visitar a sus padres, en medio de las cosas que habían dejado cuando se fueron de casa.
Se sentó en la cama. En el cuarto olía aún más a cerrado y las pelusas de polvo se arremolinaban en los rincones.
La estantería que cubría una de las paredes estaba repleta de libros. Pasó la mirada por los lomos: Nancy Drew, Los Cinco, Barn 312, los libros de caballos de Bruta y Silver, Kulla-Gulla y los viejos libros de mamá cuando era niña. Tomó uno de la estantería y sonrió al ver el estilo y la cubierta. Decorada con el dibujo de una mujer joven y esbelta, con los labios rojos y un pañuelo, dispuesta a subirse a un coche deportivo con un hombre moreno, tipo Ken, al volante. Kärlek med förhinder (Amor con impedimentos) era el apasionante título.
Aquel título encajaba con ella, se dijo con amargura.
Encontró un montón de revistas muy manoseadas de Starlet och Mitt Livs Novell. Sonrió para sus adentros al recordar con qué pasión su hermana y ella las leían, para luego debatir acerca del destino conmovedor al cual se enfrentaban aquellas chicas jóvenes. En otro estante había un montón de antiguos álbumes de fotos. Estuvo largo rato mirando absorta las fotos de su infancia y adolescencia. Fiestas de cumpleaños, campamentos de equitación, fiestas de fin de curso. Con sus amigos en la playa, una fiesta con barbacoa una tarde de verano, y con su padre, su madre y Julia en el parque de atracciones de Grona Lund, en Estocolmo. En muchas de las fotografías aparecía también Helena.
Allí estaban ellas: dos niñas escuálidas de once años en la playa; con trece, en una fiesta de la clase con los ojos demasiado pintados, y en el coro, colocadas con mucho esmero. Chicas alegres a quienes gustaban los caballos, en la escuela de equitación; vestidas de blanco el día de la confirmación, y como resplandecientes señoritas, con sus vestidos largos, en el baile de graduación.
Se fijó en un montón de viejas revistas escolares, con las fotos de las clases. Sacó una de ellas y buscó su clase y la de Helena.
Clase 6 A, se leía en la parte superior. Después de la foto de la escuela, la del director y la de la maestra, aparecían las fotografías de sus compañeros de clase, cada una de ellas con el nombre debajo. «¡Qué pequeños éramos!», pensó. Algunos con mejillas infantiles, redondas y sonrosadas. Otros, pálidos y con cara de aburrimiento. En algunos ya se apreciaban las huellas de un incipiente rostro adolescente; de las chicas, las había maquilladas, y en el labio superior de algún chico ya asomaba el bozo. Se vio a sí misma, a un lado en la fila de abajo, puesto que de soltera se apellidaba Östberg. Y allí estaba Helena. Guapa, con el pelo oscuro y largo que le tapaba la mitad de la cara. Miraba muy seria a la cámara.
Siguió con el índice las fotografías, una tras otra. Ewa Ahlberg, Fredrik Andersson, Gunilla Broström. Detuvo el dedo ante la fotografía de aquella chica rubia, con un pañuelo al cuello y que miraba de reojo al fotógrafo por debajo del flequillo.
Gunilla Broström. Acababa de ver aquella cara en una persona adulta. Era ella, la del periódico. La misma Gunilla asesinada. Emma bajó corriendo a la cocina en busca de los periódicos. Claro que era ella. Entonces tenía el cabello rubio, pero la cara era la misma. No se había vuelto a acordar de Gunilla; la verdad es que no fueron muy buenas amigas.
Así que tanto Gunilla como Helena se habían topado con el mismo asesino.
Al instante tuvo claro lo que había en común entre ellas, y fue como si alguien le hubiera asestado un mazazo en la cabeza.
«Anni… ¿Dónde está Anni-Frid? Claro, tiene que ser Frida…» No podía ser verdad. Recorrió las fotografías con la vista… ¿Por qué no estaba Anni? «Ah, sí, claro, no llegó hasta la primavera. Desde Estocolmo. Después volvieron allí de nuevo. La llamábamos Anni, aunque se llamaba Anni-Frid -recordó-. Ha de ser la misma persona, sin duda.»
Las tres iban a la misma clase. Asesinadas. Ya sólo quedaba ella.
El cuarteto de la pandilla de acosadoras, en realidad no eran amigas. Helena y ella sí lo eran, mientras que la rara de Gunilla se hizo inseparable de Anni, la recién llegada. Pero algo hizo que precisamente las cuatro se juntasen y lo maltrataran. Aquello no duró mucho, quizá unos meses. Empezó medio en broma, pinchándole un poco y dándole algunos empujones. Luego fue cada vez peor. Se jaleaban unas a otras. Todas participaban, pero Helena llevaba la voz cantante. En realidad, era el único nexo existente entre ellas, el hostigamiento. Para Gunilla y Anni, aquello tal vez fuera una manera de hacerse amigas de Helena y de ella, que tenían fama de ser las más chulas de la escuela. Quizá fuese un modo de entrar en el grupo.
Pero no fue así. Llegaron las vacaciones de verano y todas se dispersaron. A Anni no la volvió a ver, su familia regresó a Estocolmo. Sólo Helena y ella coincidieron en la misma clase en el ciclo superior. Para ellas, los abusos no significaron nada. Después del verano, seguro que las cuatro los habían olvidado.
Pero, evidentemente, él no; él no los había olvidado.
Le temblaban las manos mientras pasaba las hojas de la revista. Un par de hojas adelante. Clase 6 C. Buscó entre las caras. Allí estaba. La quinta foto contando desde la izquierda.
Tenía la cara redonda, pálida y seria, con un esbozo de doble papada. El pelo cortado al rape. Era él. El común denominador de las cuatro.