Sintió tal oleada de odio que le impedía pensar, mientras ella, rezongando, iba sacando las cosas.
Qué persona más deplorable. Ya no podía esperar más. En tres zancadas llegó donde ella estaba y la agarró por detrás.
– ¿Qué haces? -gritó, mientras la tenía bien sujeta.
Sacó un trozo de cuerda que se había guardado en el bolsillo y le ató las manos atrás. Luego, la empujó hasta la entrada, abrió la puerta con el codo y la arrastró a través del patio hasta el granero. Ella gritaba y pataleaba. Le mordió la mano con tal fuerza que empezó a sangrar. El dolor no le hizo perder la calma. No dijo nada. Ahora tenía la sartén por el mango. La sujetó con más fuerza aún, mientras asía la gruesa soga que había dejado preparada aquella mañana. Ya tenía preparado el lazo y la soga amarrada a una de las vigas del techo. Le sujetó bien las muñecas y la obligó a abrir los dedos y acercarse a la silla, antes de empujarla para que se subiera a ella. El subió por una escalera que había al lado y la obligó a tocar la viga y la soga con el nudo y todo.
Cuando tuvo todo listo, vio que lo miraba con expresión de asombro. Se había callado; le temblaba el labio inferior. «Qué fea es», constató con frialdad. Comprobó el lazo por última vez.
Se colocó frente a ella y la miró a su vez, con una mirada llena de odio. Sintió una paz interior que no había sentido nunca. Una tranquilidad absoluta que lo llenó como si fuera leche caliente.
Sin dudarlo, dio una patada a la silla.
El auricular no funcionaba.
¿Por qué se había cortado la línea? Ya había ocurrido otras veces que el teléfono dejara de funcionar cuando había tormenta. ¿O quizá habían cortado el cable? El pensamiento aterró a Emma. Tenía que usar el teléfono móvil. Estaba en la cocina. Corrió hasta allí y marcó el número de Johan. No logró comunicar con él. Ah, sí, la cobertura allí era muy mala. Mierda. ¿Y si el asesino andaba cerca? No podía haber entrado en la casa, lo habría oído. Johan tardaría una hora larga en llegar. Quizá hora y media.
Recordó que había dejado abierta una ventana en el dormitorio, y subió corriendo para cerrarla. Cuando se puso de puntillas para empuñar el pasador de la ventana, lo vio. Estaba al otro lado del muro, justo al lado del jardín. Supo que era él, aun sin reconocerlo. La miró. Alcanzó a ver que vestía ropa oscura, antes de esconderse detrás de las cortinas.
No tendría ninguna posibilidad de defenderse contra él. Salió a toda prisa del dormitorio y buscó algo que pudiera servirle de arma.
«Johan habrá llamado a la policía -pensó-. Tengo que arreglármelas hasta que lleguen. Pero ¿cómo demonios lo hago?»
Estaría tratando de entrar, ahora que la había visto. Donde más posibilidades tenía de encontrar un arma era en la cocina. Allí, al menos, había cuchillos. Cuando tomó la decisión de atreverse a bajar la escalera, oyó que se abría la puerta de la calle.
Cayó en la cuenta de que no la había cerrado. ¿Cómo podía habérsele olvidado eso? Se maldijo a sí misma.
Se fijó en el bate de béisbol de su hermana, apoyado contra la pared en uno de los rincones de la habitación. Julia había llegado a casa con él, después de un año en Estados Unidos, con ocasión de un intercambio. No lo habían usado nunca, pero ahora podía ser de utilidad.
Tingstäde, Lärbro y luego, a toda velocidad, hacia el estrecho de Fárösund. Knutas volvió a consultar el reloj del salpicadero. Los minutos volaban. Había hablado con los dos policías locales de Fárösund, él opinaba que actuaron con excesiva lentitud, pero ya se encontraban en el cruce de Sudersand y acababan de tomar el desvío hacia Ekeviken y Skär. La lluvia, que caía como una cortina delante del coche y dificultaba la visibilidad, no contribuía a hacer el trayecto más fácil. Eran las seis y cuarto de la tarde, y por suerte el tráfico no era intenso. Karin iba sentada a su lado con el móvil pegado al oído, ocupada en informar a Kihlgárd.
Intentó en repetidas ocasiones ponerse en contacto con Emma a través de su teléfono móvil. Una obstinada voz metálica repetía que el número marcado no estaba disponible en aquellos momentos y que lo intentara pasados unos minutos. El teléfono de la casa no daba ni señal de llamada.
Knutas conducía deprisa, concentrado en la carretera principal que conducía hacia Fárösund. Tenían que llegar donde estaba Emma Winarve a tiempo. Pisó el acelerador a fondo mirando fijamente a la carretera a través de la cortina de agua que caía sobre el parabrisas. Trazaba las curvas lo mejor que podía.
Karin acabó la conversación.
– Kihlgárd está de camino con algunos de su grupo. Viene detrás de nosotros. ¡Joder! -exclamó mirándolo.
– ¿Cuántos nos dirigimos hacia la casa?
– Pues los dos policías locales, que pronto estarán allí, nosotros y tres coches patrulla más. En total seremos diez. Todos con chaleco antibalas, menos yo.
– Tú te quedarás fuera vigilando -dijo Knutas-. Lo esencial es que no llegue antes que nosotros. Pero vamos a necesitar refuerzos, puede que tengamos que acordonar la zona. Llama y pide más coches, diles que traigan también los perros. Además, tenemos a ese periodista loco de la tele que está de camino él solo. He intentado disuadirle, y ahora tampoco contesta al móvil. Ojalá no complique las cosas.
El museo al aire libre de Bunge apareció a la derecha de la carretera y poco después estaban ya en Fárösund.
En la dársena de los transbordadores se encontraron con el cordón policial y con varios bomberos que vivían en Fárösund, que habían recibido órdenes de la policía local para que vigilaran el cordón de los transbordadores hasta que llegara la policía. Knutas los saludó agradecido e inmediatamente el transbordador que había estado esperándolos se puso en marcha sobre las aguas del estrecho.
La tormenta y la lluvia habían cesado. Emma estaba detrás de la puerta del cuarto de invitados. No se le ocurrió otro sitio donde esconderse. Oía débilmente el sonido de la radio en el piso de abajo. Sólo deseaba poder atravesar la pared y desaparecer. Tenía los músculos tensos y se concentraba en intentar contener la respiración. Las caras de sus niños pasaron ante sus ojos. Tenía ganas de llorar, pero se reprimió.
De pronto oyó el conocido crujido de la escalera. Con sigilo, atisbo el pasillo a través de la abertura que había detrás de la puerta. Su corazón latía con tanta fuerza que pensó que se oiría. Le vio la mano; empuñaba un mango. Era un hacha. Se le escapó un sollozo tembloroso. Se mordió la mano para evitar que la oyera. El hombre entró en el dormitorio de sus padres. Tomó una decisión instantánea. Salió al pasillo y dio dos saltos escaleras abajo, antes de que él fuera tras ella. Dio un traspié y cayó de cabeza en el suelo del cuarto de estar. La agarró del tobillo cuando trataba de levantarse del suelo. Se volvió con un alarido y consiguió golpearle de lleno la mano con el bate de béisbol. El intruso gritó y aflojó la presa lo suficiente como para que pudiera ponerse en pie.
Sollozando, llegó a tropezones hasta la entrada, con la vista puesta en la puerta de la calle. Agarró el tirador, pero la puerta estaba cerrada y no tuvo tiempo de abrirla antes de que se abalanzara sobre ella. La agarró del pelo y la arrastró hacia atrás, hasta la cocina.
– Desgraciada, jodida guarra -chilló-. Zorra, hija de puta. Ahora te vas a callar. Maldita puta asquerosa.
La empujó hasta tenerla sentada, sujetándola por el cuello con una mano.
– Ahora te toca a ti, jodida zorra. Ha llegado tu maldito turno.
Su cara, a tan sólo unos centímetros de la suya, reflejaba una cólera infinita. El aliento le olía a menta, y eso le recordó a alguien. El abuelo. Era el mismo olor. Pastillas para la garganta. Grandes, blancas y transparentes, que se podían chupar una eternidad. Venían en una bolsa marrón de papel. El abuelo siempre la invitaba.