Jan.»
Estrujó la carta, mientras las lágrimas le abrasaban los párpados por dentro. No había otra Helena Hillerström, tenía que ser precisamente ella. La decisión fue fácil de tomar.
Emma se despertó porque tenía frío. Estaba a oscuras y el aire, cargado de humedad. Se hallaba tumbada sobre una superficie dura y fría. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad. La luz se filtraba por la rendija de un ventanuco que había en la parte superior de una de las paredes. Se encontraba en algo que parecía un refugio subterráneo. El suelo y las paredes eran de hormigón y el habitáculo estaba vacío, salvo dos bancos fijos, uno a cada lado. Ella estaba tumbada en uno de ellos. Calculó que el habitáculo tendría unos seis o siete metros cuadrados. El techo inclinado era bajo y hacía que el espacio pareciese aún más estrecho. En el centro, donde el techo era más alto, tendría dos metros como máximo. No había ninguna puerta, sólo una trampilla de hierro en el techo, hasta la cual llegaba una escalera de hierro oxidada fija en la pared. Comprendió que debía de estar encerrada en un bunker del ejército. Había bastantes en Gotland y en Farö. Ella y sus amigas solían jugar en ellos cuando niñas.
Tenía la garganta seca y un sabor ácido de nausea en la boca. Y además sentía un dolor punzante en la nuca. Quiso palparse para comprobar si sangraba, pero le resultó imposible. Tenía las manos y los pies atados con cuerdas. Observó las paredes grises, rezumantes de humedad. La trampilla del techo era la única salida al exterior, y estaba cerrada. Seguro que tenía un candado por fuera. ¿Qué hacía allí? ¿Dónde estaba Hagrnan y por qué no la había matado cuando la alcanzó? En cualquier caso, puesto que estaba viva, aún había esperanza. La cuerda le rozaba. No tenía noción del tiempo, ni sabía cuánto llevaba allí. Tenía el cuerpo dolorido y congelado. Con no pocos esfuerzos, logró sentarse. Se puso de pie y trató de mirar afuera a través del ventanuco, pero no lo consiguió. Intentó girar las manos. La cuerda lo hacía casi imposible. Los pies podía moverlos sólo unos centímetros.
Se esforzó para escuchar algún ruido, pero no oyó nada. El habitáculo estaba aislado y parecía como si ningún ruido del exterior llegase hasta allí. Oyó un crujir de hojas en el suelo. Una rana con manchas marrones se había metido en el bunker. Más allá vio otras, así como algunas polillas dormidas en el techo. El aire era húmedo y olía a cerrado.
Se tumbó de nuevo y cerró los ojos, esperando que se le pasara el dolor. Necesitaba poder pensar con claridad.
De pronto oyó ruido. Se abrió la trampilla del techo. Aparecieron un par de piernas y un hombre bajó hasta el bunker. Era Jens Hagman.
La miró fríamente y le acercó una botella de agua a la boca. Con su ayuda, bebió con ansiedad, a grandes tragos, sin atreverse a alzar la mirada. Cuando terminó de beber, se quedó sentada en silencio. No sabía qué hacer y prefirió aguardar. Ver qué hacía él.
Jens se sentó en el banco de enfrente. Había cerrado la trampilla y el habitáculo estaba de nuevo casi a oscuras. Emma podía oír su respiración en la oscuridad. Finalmente rompió el silencio.
– ¿Qué piensas hacer?
– ¡Cállate! No tienes derecho a hablar.
Dicho esto, se recostó contra la pared y cerró los ojos.
– Tengo que hacer pis -susurró Emma.
– Eso a mí me importa un huevo.
– Por favor. Que me lo hago encima.
De mala gana, se levantó y le desató las cuerdas. Tuvo que agacharse y orinar mientras él la contemplaba. Cuando terminó, la volvió a atar. La miró con expresión maligna, después subió la escalera y desapareció.
Las horas pasaban. Estaba tumbada de lado en el banco, a ratos dormida y a ratos despierta. Los sueños se mezclaban con los pensamientos. No podía distinguir unos de otros. A ratos se cernía sobre ella una pesada losa de apatía. Estaba en sus manos. No podía hacer nada. Podría tumbarse y morir allí. Terminar sus días en un bunker en la isla de Farö. Entonces centelleaban como cristales los recuerdos de sus hijos, Sara y Filip. La última vez que se vieron fue en casa del hermano de Olle, en Burgsvik. La imagen de los niños diciéndole adiós con la mano, cuando se iba en el coche. ¿Iba a ser la última vez que se vieran?
Le dolían las articulaciones y sentía hormigueo en las manos. Se le estaban quedando dormidas. Las levantó hacia el estrecho rayo de luz. Las cuerdas, muy apretadas, le habían puesto las muñecas rojas. Decidió empezar a pensar de manera positiva y volvió a sentarse. ¿Qué posibilidades tenía? ¿Podía intentar reducirlo cuando abriese la trampilla la próxima vez? Difícilmente. Era mucho más grande que ella y, por otra parte, no tenía nada que pudiese utilizar como arma. Pensó dónde podría encontrarse el bunker. Probablemente lejos de las casas más cercanas. Aunque ahora, en verano, siempre había gente cerca. La gente se movía y paseaba por el bosque y por los campos, aprovechando al máximo la cercanía de la naturaleza. Miró la pequeña rendija del ventanuco. ¿Se atrevería a gritar? Hagman quizá estuviese allí fuera. Supuso que estaría en su coche. Y si la oía, ¿qué tenía que perder? Lo más probable era que estuviese aún viva porque la necesitaba para salir de allí. Lo cual significaba que había policía buscándola. De modo que mientras la policía permaneciese en Farö, no la mataría.
No tenía las piernas tan fuertemente atadas como la primera vez. Era difícil moverse, pero podía hacerlo. Consiguió llegar hasta la pared de enfrente. Se acercó al ventanuco cuanto pudo y gritó con todas sus fuerzas pidiendo auxilio. Gritó una y otra vez, hasta que ya no pudo más. Se sentó en el banco a esperar, con la mirada clavada en el ventanuco. Los minutos pasaban. Ni la menor señal, ni de Hagman ni de nadie. Repitió el procedimiento hasta quedar extenuada.
Se acostó de nuevo. Tal vez fuera mejor tratar de ser sutil. Hablar con él. Pedirle perdón. Convencerlo de que estaba arrepentida.
Sí, eso haría.
MARTES 26 DE JUNIO
Anders Knutas estaba sentado ante una taza de café y un bocadillo de queso en una construcción con aspecto de barracón que hacía las veces de cafetería y kiosco en el camping de Sudersand.
Eran las seis y media de la mañana y Emma Winarve seguía sin aparecer. La policía detuvo a Jan Hagman y lo condujo a comisaría. No sabían si el padre estaba implicado o no, pero no querían correr ningún riesgo.
Al comisario lo devoraba la inquietud. ¿Estaría Emma con vida? Hagman tenía que estar aún en Farö. El transbordador quedó cerrado desde el principio, lo mismo que los accesos a la dársena. No podía haber abandonado la isla, salvo que lo hiciera en su propio barco, posibilidad que Knutas consideraba casi completamente descartada. La policía había peinado las costas de Farö, y, por otra parte, ¿adónde habría podido dirigirse? No había ningún islote cercano al que hubiera podido escapar. Era imposible que pudiera llegar hasta la isla de Gotska Sandön o hasta la Península sin que lo descubrieran. Así pues, la única posibilidad era que hubiese navegado en su propio barco hasta algún punto de la costa de Gotland. Y eso parecía irrealizable.
«En consecuencia, hemos de partir del hecho de que todavía se encuentra en la isla», reflexionó sorbiendo un azucarillo, mientras vertía café en el platillo. Cuando estaba solo bebía el café en el platillo, como hacía su padre, y lo sorbía con el azucarillo entre los dientes.
Por lo que sabían, Jens Hagman no tenía amigos ni familiares en la isla. Según el padre, la familia no conocía a nadie en Farö, habían estado allí muchas veces cuando los niños eran pequeños y alquilaron una casa en Ekeviken varios veranos. «Así que Hagman conoce la zona bastante bien», pensó Knutas.
En la zona norte de la isla se registraron todas las casas, establos,, graneros, cobertizos, casitas de veraneo, tiendas de campaña y caravanas. Los registros aún continuaban.