Hagman redujo la velocidad. Allí estaba el transbordador esperando. Pudo ver al capitán en la cabina. Un marinero, en el muelle, estaba presto para soltar amarras.
Luego, ocurrió todo terriblemente deprisa.
Los policías salieron corriendo de la nada. Jens Hagman reaccionó enseguida y los esquivó. Intentaron abrir las portezuelas, pero salieron despedidos cuando Hagman dio un volantazo y el coche giró bruscamente. Un poco más adelante se encontraron con más coches de policía. Dejó el camino y siguió por el campo, entre enebros y piedras. El vehículo avanzaba sin control y Emma sólo tuvo tiempo de gritar antes de que se estrellaran contra un pino. El impacto fue muy violento. Salió proyectada contra el parabrisas, que se rompió. Una explosión de cristales rotos cayó sobre ella. Alcanzó a ver que Hagman salía del coche y se alejaba corriendo. Un humo espeso la envolvía. Logró abrir la puerta con el pie, se lanzó fuera del automóvil y se derrumbó en el suelo.
Karin Jacobsson vio el coche desde lejos. Pronto distinguió a Emma en el suelo al lado del vehículo y a Hagman que se alejaba a todo correr. Sacó la pistola de la funda y quitó el seguro.
– ¡Hagman! -gritó a los policías-. ¡Está ahí!
Jens Hagman se percató de su presencia al momento y apretó la carrera en dirección al bosque. A su espalda, Karin oyó voces cruzadas. Con el arma al frente apuntando a las piernas del fugitivo, fue tras él.
– ¡Alto! -ordenó.
En vez de detenerse, se escondió detrás de un viejo molino.
Karin aminoró el paso. Sabía que estaba armado. Podría reducirla fácilmente si no actuaba con precaución.
Se deslizó con sigilo rodeando el molino por un lado. Oyó un ruido y se volvió. De pronto vio a Hagman que se lanzaba sobre ella. Rodaron por el suelo. El estruendo del disparo fue ensordecedor. El cuerpo que tenía encima de ella se quedó inmóvil.
Cuando se despertó en el hospital de Visby, Emma tardó unos momentos en recordar lo sucedido. Entonces llegaron las imágenes, una tras otra. El bunker. Knutas con el megáfono. Hagman con el cuchillo junto a su cuello, la huida, el choque.
Abrió los ojos. Al principio, los mantuvo entornados. Había dos figuras borrosas al lado de la cama. Alguien estaba sentado un poco más lejos.
– Mamá -dijo una vocecita.
Era Filip. Ahora lo veía con claridad. Tenía la cara pálida y seria, los ojos brillantes. Al momento lo tenía en su regazo, y a Sara también.
– Mis queridos hijos. Ya ha pasado todo.
Vio con el rabillo del ojo cómo su marido se levantaba de la silla y se le acercaba.
Olle se sentó en el borde de la cama y tomó las manos de Emma entre las suyas. Todo había terminado. Por fin.
Entró una enfermera y les dijo que podían volver al día siguiente. Se dieron un último abrazo.
Emma se daba cuenta de lo cansada que estaba. Tenía que dormir. Sólo se levantó para ir al servicio. Todo le daba vueltas. El tiempo pasado en el bunker encerrada con Hagman parecía una eternidad, pensaba mientras escuchaba el chorrillo de pis en el inodoro. Se lavó, bebió un vaso de agua y volvió a la habitación.
Al lado de la cama había un jarrón con margaritas y clavelinas, y una tarjeta pegada a uno de los tallos. Sonrió al leerla. Era de Knutas. Le deseaba una pronta recuperación y le anunciaba que la llamaría al día siguiente.
Se metió en la cama. Ahuecó la almohada. Tenía el cuerpo lleno de magulladuras y le dolía la cabeza. Ahora sólo necesitaba dormir.
Cuando se disponía a apagar la lámpara de la mesilla de noche, reparó en un jarrón con rosas amarillas que había en la ventana.
Sacando fuerzas de flaqueza se levantó de la cama y encontró un sobre dentro del ramo. Contenía una tarjeta de Johan.
«¿Quieres compartir un huerto de patatas conmigo?»
Knutas dio una calada fuerte a la pipa, lo cual le provocó un violento acceso de tos. Normalmente apenas fumaba, sólo se entretenía con la pipa, que cargaba de tabaco y aspiraba sin encenderla. Un método muy eficaz para evitar el cáncer de pulmón. Pero los últimos días había fumado más que nunca. Dentro de media hora se iba a reunir el grupo que había dirigido la investigación, para redactar un informe acerca de los trágicos sucesos que habían convulsionado Gotland aquel verano.
Repasó mentalmente los acontecimientos.
Cuando estaba sentado en el barracón del camping de Sudersand, lo llamó su colega Lars Norrby desde Visby.
Le contó que un vecino de Gunilla Olsson había reconocido a Jens Hagman como el hombre a quien viera junto a la casa de Gunilla las semanas anteriores a su muerte. «Qué sangre fría ha tenido -pensó Knutas-. Se ha preocupado de trabar amistad con ella antes de asesinarla.»
Fue al propio Knutas a quien se le ocurrió que Jens Hagman podía haberse escondido en uno de los viejos bunkeres del ejército que había en Farö, donde eran muy numerosos. La policía peinó el noroeste de la isla, y no tardaron mucho en encontrar el coche de Hagman en el bosque. El Saab estaba precariamente camuflado con ramas de enebro, pero se hallaba en un lugar tan protegido que era muy difícil que lo descubrieran desde el aire.
Knutas se reprochaba a sí mismo que el drama hubiera terminado con la muerte de Hagman.
Karin Jacobsson sufrió una fuerte conmoción y se vio obligada a permanecer unos días en el hospital. Ni siquiera había herido a una persona antes, y ahora corría el riesgo de que la acusaran de haberse extralimitado en sus funciones, e incluso de homicidio por imprudencia. Eso lo diría la investigación interna que debía llevar a cabo la policía de Estocolmo. En realidad, el fallo había sido suyo. Él era quien dirigía la operación. Quizá las cosas hubieran sido diferentes de no haber aceptado las condiciones de Hagman. Si hubiesen pedido un mediador, o incluso asaltado el bunker…
Suspiró profundamente. Era imposible saberlo.
Había pensado mucho en Hagman. Toda su vida estuvo marcada por el odio, que arraigó con fuerza dentro de él durante la infancia. Era evidente que aquello afectó a todas sus relaciones con las mujeres. Jamás logró mantener ninguna relación con ellas. Vivía solo y tenía problemas en el trato social. Colgó los estudios en la universidad y trabajaba vigilando los torniquetes de acceso en el metro de Estocolmo. Incluso la relación con su hermana era tirante. Nunca se habían llevado bien, pese a que la diferencia de edad era sólo de dos años.
Los padres no hicieron nada por mejorar la relación entre los hermanos. La madre favoreció siempre a la hermana. El padre, Jan Hagman, con los años, se ocupó cada vez menos de la familia. Se replegó en sí mismo, igual que la madre. Ninguno de los dos fue consciente de lo que le estaba pasando a su hijo: las humillaciones a que fue sometido, su soledad, la angustia que sentía… El resultado fue desolador.
Los hijos se convirtieron en dos islas incomunicadas, cuyas vidas flotaban a merced de la corriente, sin apoyo ni ayuda de nadie. Cada uno de ellos debía ocuparse de sus propios problemas y de su vida afectiva. No había ninguna unión, ningún compromiso familiar.
En cierto modo, podía comprender a Jens Hagman. Tal vez no fuera necesario ser un enfermo psíquico para llegar a cometer un asesinato. Quizá bastaría con haber sido cruelmente humillado.
Lo de la mala relación con los padres era como un hilo conductor a lo largo de toda aquella investigación. También sucedía con las víctimas. Tanto Helena Hillerström como Frida Lindh y Gunilla Olsson tuvieron relaciones tensas con sus padres. Knutas tenía la impresión de que otro tanto ocurría con Emma Winarve. Era algo que víctimas y asesino tenían en común. Se preguntaba qué importancia podría haber tenido aquello para que los hechos se desarrollaran como lo hicieron.
Se levantó y contempló el aparcamiento, en el que daba un sol de justicia. Una mariquita trepaba por la repisa de la ventana. La dejó que subiera hasta su dedo y abrió la ventana.