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Cuando finalizaron los interrogatorios más importantes, ya era casi la una. A primera hora de la tarde, Knutas había llamado a su mujer para decirle que llegaría tarde. Ella, como siempre, se mostró comprensiva y le preguntó si quería que lo esperase levantada con un té. De mala gana, declinó su ofrecimiento. No sabía a qué hora podría llegar. Ahora, mientras iba paseando por las calles de Visby hasta casa, se arrepentía. Habría sido reparador sentarse un poco y hablar de los hechos del día. Le sentaba bien cambiar impresiones con su esposa. A menudo, ella solía sugerirle puntos de vista nuevos, puesto que ella estaba fuera del trabajo de la investigación. Muchas veces le había hecho cambiar el enfoque o el modo de pensar, y eso le ayudó a resolver el caso. Knutas sintió una punzada de calor en el corazón. La quería más que a nadie. A excepción de los hijos, claro. Sus mellizos, la parejita. Petra y Nils. En verano cumplirían los doce. Cuando llegó a casa, miró en su dormitorio. Todavía compartían dormitorio. En otoño, por fin, tendrían cada uno el suyo. Estaba trabajando para convertir su cuarto de trabajo en un dormitorio. Tendría que mudar su despacho al sótano. De todas formas, apenas lo utilizaba.

Los niños dormían con la respiración tranquila y profunda. Entreabrió la puerta de su dormitorio. Su mujer, Line, dormía a pierna suelta, ocupando toda la cama con los brazos encima de la cabeza. Siempre ocupaba todo el sitio. Lo hacía todo a lo grande: dormía a lo grande, comía a lo grande, trabajaba a lo grande, se reía y hacía el amor a lo grande. Se volcaba realmente en vivir. Si hacía algo, lo hacía en condiciones. Si hacía bollos, no se conformaba con una docena; no, tenía que hacer doscientos bollos de canela. Cuando hacía la compra, uno tenía la impresión de que se aproximaba una guerra, y siempre preparaba demasiada comida, así que el congelador estaba lleno de raciones de comida que había sobrado. Ésa era una de las cosas que hacían que él la quisiera. Su entrega voluptuosa. Ahora dormía profundamente, con una camiseta larga de color amarillo con una flor grande en el centro. El pelo revuelto, las mejillas sonrosadas. Los brazos pecosos. Era lo más hermoso que conocía. Su profesión encajaba con su persona. Comadrona. ¿A cuántos niños no habría ayudado a nacer? Line trabajaba media jornada en la maternidad del hospital de Visby y le gustaba su trabajo. Estaba acostumbrada a que ocurrieran hechos imprevistos, a que las cosas no salieran como uno se las había imaginado. Y eso hacía que no fuera tan estricta.

Muchas veces se quedaba para acompañar a una futura mamá, porque no tenía corazón para dejarla, aunque su turno ya hubiese acabado. O también, por simple curiosidad. Si había estado trabajando muchas horas en un parto, no quería abandonarlo hasta que todo estuviera listo. Eso, a veces, llegaba a molestar a sus colegas, lo cual no preocupaba a Line. Era la mujer más fuerte y encantadora que había conocido.

Salió con cuidado del dormitorio y bajó la escalera; ya en la cocina, se sirvió un vaso de leche y metió la mano en un paquete de galletas. Sacó un puñado y se sentó en la mesa de la cocina. Siempre le costaba dormirse después de un día movido. Acarició a la gata que saltó encima de la mesa y se estiraba mimosa hacia él. «Parece más un perro», pensó. Necesitada de compañía y leal. Además, le gustaba ir a buscar las cosas. Knutas tiró varias veces una pelota de espuma. La gata salía corriendo a buscarla y la depositaba a sus pies. «Eres una gata divertida», se dijo Knutas y fue a acostarse. Al contrario de lo habitual, se quedó dormido inmediatamente.

MIÉRCOLES 6 DE JUNIO

Despertó a Johan la alegre melodía de su móvil, que se repetía con insistencia. Al principio no sabía dónde se encontraba. La melodía dejó de sonar. Se incorporó y se quedó mirando el papel pintado con flores suaves. Todo estaba en silencio. Nada del ruido del tráfico al que estaba acostumbrado al otro lado de la ventana. Sí, claro.

El hotel Strand, en Visby. El asesinato. Se volvió para mirar el despertador digital que tenía al lado de la cama. Eran las cinco y media de la madrugada. El móvil volvió a sonar otra vez. Se deslizó de la cama con un gruñido y contestó. Era el redactor de informativos matinales.

– Hola, ¿te he despertado? Disculpa que te llame tan temprano. Nos gustaría tener algo nuevo que contar, ahora por la mañana. Si no te da tiempo a montar algo, quizá podríamos hacer alguna entrevista por teléfono.

– Claro -contestó medio dormido-. No es que sepa ahora más que anoche a las doce, pero siempre puedo llamar al oficial de guardia.

– Muy bien. ¿Cuánto tiempo necesitas? ¿Una hora, digamos?

– Vale, una hora. Te llamo más tarde.

Tras un desayuno rápido, salió del hotel a una calle empedrada para llegar hasta la redacción. Había llovido durante la noche, los charcos reflejaban la luz por todas partes. El aire olía a mar.

El estrecho local del Centro Territorial, que aún existía, se encontraba al lado del edificio de Radio Gotland, en el centro de la ciudad. Johan se sulfuró al pensar que el centro territorial se suprimió cuando la televisión instauró un plan de ahorro. Hubo que corregir la deuda enorme de la Televisión Sueca y se hizo, en parte, a costa de reducir los Centros territoriales. En la reorganización, la cobertura informativa de Gotland se trasladó de la redacción de Norrköping a la de Estocolmo. La nueva dirección de la televisión pública opinaba que los habitantes de Gotland tenían más cosas en común con los habitantes de Estocolmo que con los de Norrköping. En eso puede que tuvieran razón, pero era una lástima que ahorraran en reporteros y fotógrafos locales, que eran quienes realmente estaban cerca de sus espectadores. Claro que él, personalmente, se alegraba de poder estar allí. Gotland siempre le había gustado mucho.

Un hombre de edad, de piel curtida, estaba izando la bandera sueca fuera del hotel. «Claro, hoy es el día de la Fiesta Nacional», pensó Johan. El 6 de junio.

Parecía que iba a hacer un buen día para las celebraciones. El sol acariciaba las fachadas medievales de las casas y no soplaba el viento. La ciudad estaba casi desierta. Sólo tardaría unos minutos en llegar a la redacción. En aquel momento le habría gustado que el paseo hubiera sido más largo.

Decidió ir dando un rodeo, aunque de hecho no tenía tiempo. Sólo a unos metros contempló la parte norte de la muralla, que se extendía hasta más allá de las casas. La muralla estaba rematada en este lado por la vieja torre de la pólvora, Kruttornet, que en sus orígenes fue una torre defensiva. Disfrutó de la vista antes de doblar hacia arriba por la callejuela de Rostockergränd. Pasó al lado de las típicas casas bajas de piedra, con sus rosales trepadores cuajados de capullos, y de las vallas que protegían los jardines en su interior. En muchas casas, las ventanas estaban sólo unos centímetros por encima del suelo. Las puertas que daban a la calle eran tan bajas que todo el que midiera más de metro y medio tenía que agacharse para entrar.

Se oía el sonido de una radio a través de la ventana abierta de una panadería y Johan aspiró el olor de las barras recién hechas. En la escalera redondeada de una casa había un gato negro que se quedó mirándolo al pasar.

Se sacó el teléfono móvil del bolsillo y llamó al oficial de guardia.

– Buenos días, aquí Johan Berg de Noticias Regionales, Televisión Sueca. ¿Se ha sabido algo más durante la noche sobre el asesinato de la mujer en Fröjel?

– Sí, el fiscal ha detenido al novio, como posible autor del crimen.

– No me jodas. ¿Por qué motivos?

– Eso no te lo puedo decir yo, tendrás que preguntárselo al responsable de la investigación, Anders Knutas.