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Lorenzo Silva

Nadie vale más que otro

Cuatro asuntos de Bevilacqua

UNA NOTA DE SITUACIÓN

Hace ahora diez años, allá por el verano de 1994, entraron en mi vida Chamorro y Bevilacqua, la pareja de guardias civiles protagonistas de una novela que por entonces andaba maquinando, El lejano país de los estanques, y que escribiría finalmente a fines del verano del año siguiente. Esa novela, tras pasar el trámite ya casi proverbial de ser rechazada por algunas editoriales, la publicó en 1998 Ediciones Destino, y fue distinguida con el Premio Ojo Crítico de ese mismo año y la simpatía de la crítica y no pocos lectores. En el año 2000, una segunda novela con estos personajes, El alquimista impaciente, recibía el Premio Nadal y por ese camino acercaba a la pareja de picoletos a un público mucho mayor. Un par de personajes surgidos casi por casualidad, en una especie de apuesta conmigo mismo por crear unos investigadores criminales genuinamente españoles, que indagaran casos acordes con la realidad actual del país en el que vivo, adquirieron así una importancia insospechada. Con ese estímulo, y el de mi propia complicidad con ellos, me sentí impelido a perpetrar una tercera novela, La niebla y la doncella, que ratificó el tirón de las anteriores y casi me convirtió en rehén del sargento y su compañera. Desde que se publicó esta última entrega, en otoño de 2002, la pregunta que más me toca escuchar es cuándo saldrá la cuarta de la serie.

Lo primero que debo decir de este libro es que no es la cuarta novela de Chamorro y Bevilacqua, aunque en el momento en que redacto estas líneas estoy en ella y espero que acabe existiendo. Lo que aquí recojo son cuatro relatos de la pareja que en diferentes momentos, intercalados entre las novelas, fui escribiendo por motivos dispares, y que nunca antes habían visto la luz en un libro. La idea de reunidos, como ha sucedido en alguna otra ocasión, se la debo a los lectores, en concreto a los que, habiendo conocido alguno de estos relatos a través de la página de internet www.lorenzo-silva.com, se mostraron interesados en disponer de ellos en el soporte tradicional. Apenas junté material suficiente para justificar un libro, me pareció que debía hacerles caso.

El resultado es el presente volumen. El título, Nadie vale más que otro, está tomado del primero de los relatos, y es una afirmación que me parece representativa del talante y la filosofía vital del sargento. Los cuatro relatos, aun escritos en momentos diversos, entre 2001 y2004 (uno en cada año de los que abarca ese periodo), tienen un doble hilo común: son todos ellos historias estivales, y los casos de que se trata no son esos crímenes recalcitrantes y a veces algo retorcidos que se suelen ingeniar para las novelas, sino homicidios cotidianos, hasta vulgares, de los muchos que los investigadores resuelven con relativa rapidez. Hay quien cree que sólo puede hacerse literatura desde la fantasía y la evasión de la realidad, ya sea reinventando el pasado a conveniencia u otorgándole al presente una faz anómala y forzadamente misteriosa. Pero Bevilacqua y quien le escribe creemos que el misterio que verdaderamente nos concierne es el de las cosas cotidianas, incluso el de las gentes y los asuntos vulgares y rutinarios, que sólo lo son, en el fondo, cuando vulgar y rutinario es el ojo que los mira.

Espero que el lector, y en especial el que ya lo es de antiguo, encuentre en estas páginas aquello que después de mucho pensarlo he llegado a creer que constituye el discreto encanto de este paradójico sargento (y ex psicólogo en paro) y de su concienzuda y ya insustituible ayudante: en cada cosa que hacen se les puede reconocer como gente cercana, como dos pringados que salen adelante como pueden, que aciertan tanto como se equivocan, y que son quienes son más allá de lo que les toca resolver y de los prejuicios que frente a su oficio puedan existir. En suma, y si se me permite la expresión, dos de nosotros.

Sirva este libro (que sólo podía publicar Destino, la casa que confió en ellos cuando otros no lo hacían) para celebrar esos diez años y para agradecer la generosidad de tantos lectores.

Getafe, 23 de julio de 2004

Tierna es, et ligera miente se desfaze.

Alfonso X, Lapidario.

(«De la piedra del omne.»)

Un asunto rutinario

1. Apagando fuegos

El policía municipal alzó la mano para darnos el alto. Era un muchacho de buena planta, llevaba un uniforme impecable y en la cara el gesto de gravedad que la situación requería. El coche patrulla junto al que vigilaba, y que mantenía con las luces azules encendidas a la entrada del campo deportivo, era nuevo y se veía impoluto. El conjunto formado por agente y vehículo transmitía una agradable sensación de pulcritud y prestancia.

Todo lo contrario que Chamorro y yo, en nuestro Toyota Celica negro con spoiler trasero y rayajos surtidos. Por un momento, el policía municipal debió de pensar que éramos un par de macarras que nos habíamos equivocado de fiesta. No sabía que nuestro parque móvil, merced a la providencia del legislador y la penuria de nuestro presupuesto, procedía de los bienes incautados a narcotraficantes y otros delincuentes, y que no éramos en absoluto responsables de la elección del modelo ni del color. Conducíamos aquello que se ajustaba al gusto de nuestros enemigos, lo que contribuía al incógnito, sin duda, pero también tenía múltiples inconvenientes. Aparte de vernos obligados a viajar en un coche negro en el sofocante julio de Madrid, no podíamos cumplir con las revisiones ni arreglar cada desperfecto de chapa. Los concesionarios de Toyota, y no digamos otros, pedían por ambas operaciones mucho más de lo que la unidad estaba en condiciones de pagar.

No iba a explicarle todo esto al municipal, porque no le importaba y porque por otra parte Chamorro y yo llevábamos prisa. Así que saqué la identificación y se la metí debajo de las narices.

– Ah, pasad, pasad -dijo, un poco azorado.

Vi con el rabillo del ojo cómo Chamorro inclinaba la cabeza y le sonreía. Si lo hacía movida por una ironía maliciosa, o porque el chico le resultaba atractivo, no intenté averiguarlo.

Guié el Toyota hasta el centro del campo deportivo, levantando una considerable nube de polvo. Allí, más o menos alineados, estaban la ambulancia, el Nissan de los nuestros y otros dos coches. Por lo que se veía, no había llegado aún el juez.

– Soy el sargento Bevilacqua, de la unidad central -le dije al guardia que estaba de plantón. Apenas miró el carnet, ocupado en saludarme. Luego se volvió y señaló hacia donde se hallaba un grupo de seis hombres: tres de civil, agachados sobre un bulto, y un par de los nuestros y otro municipal, observando.

Los que estaban inclinados sobre el cadáver eran el médico forense y dos de policía científica de la comandancia. Conocía de otras veces a uno de los científicos. También él me conocía a mí.

– Coño, mi sargento, cuánto honor -dijo, interrumpiendo su tarea. El cabo y el guardia que le miraban trabajar adoptaron una breve posición de firmes y saludaron. No así el municipal.

– Menos cachondeo, Ormaza -le advertí.

– En serio, ¿qué haces aquí? Esto no es nada, un horterilla al que le han dado plomo por pagar mal o cortar demasiado el polvo. Mira -añadió, mostrándome un par de papelinas-. Una farlopa de lo más floja. Si éste era su género, hasta se comprende.

Chamorro buscó mi mirada. A pesar de su impropia y ruda conjetura, Ormaza tenía razón. Aquél no era un asunto para nosotros. Se suponía que estábamos para los casos difíciles, los que se ponían cuesta arriba o los que por la razón que fuera tenían mayor entidad. A veces la razón que fuera consistía simplemente en que los periodistas le cogieran querencia a la historia. Pero ni aquello parecía nada del otro mundo ni en principio cabía esperar más que una noticia a dos columnas, a todo tirar.

– Estamos apagando fuegos -expliqué, de mala gana-. Parece que los vuestros tienen prevista hoy una función con todos los actores y nos han pedido que cubramos este asunto.

– Ah, claro, lo de los rumanos -recordó Ormaza-. ¿Dónde tendré la cabeza? Entonces, ¿vais a ocuparos vosotros?

– En principio.

Eso era lo que me había dicho mi jefe, el comandante Pereira. Los del grupo de delitos contra las personas de la comandancia de Madrid tenían pringados a todos sus efectivos en una operación contra unos rumanos que habían cometido dos robos con homicidio en urbanizaciones de la sierra. Llevaban semanas preparándola, y no podían aplazarla. Entre otras cosas, su coronel se había comprometido ante el delegado del Gobierno a darle el paquete bien atado y envuelto para que se lo vendiera a toda la prensa, con el objetivo de acallar la alarma que la actividad de los rumanos había producido entre los pudientes (y en algún caso, influyentes) vecinos de aquellas urbanizaciones. Y justo entonces, en el momento más inoportuno, aparecía aquel cadáver en el campo deportivo de un pequeño municipio del sureste. El coronel había llamado a Pereira para pedirle el favor, y Pereira no tenía por costumbre negarles favores a los coroneles. Aunque en la unidad central tampoco nos faltaba el trabajo. Así había tratado de hacérselo ver a mi jefe, con la prudencia y la humildad aconsejables, pero su respuesta me había disuadido de insistir: