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Chamorro sonrió.

– Sí, ya sé que siempre te gusta imaginarte la historia más enrevesada. Pero ya sabes cómo suele ser la realidad.

– Tristemente predecible -reconocí-. En fin, faltan cinco minutos para que venga el tío Samuel. Y estará advertido, como su hermano pequeño, o quizá un poco más. He visto que José llevaba móvil y me apuesto todos los trienios a que le ha dado tiempo a usarlo. Así que recobremos la compostura y pongámonos serios.

Habíamos citado a Samuel a las cinco y a Marcos a las seis. Los dos habían aceptado venir a nuestro territorio, Samuel sin oponer ninguna resistencia y Marcos tras un breve tira y afloja como el que me había visto forzado a mantener con José. Había dejado diez minutos entre llamada y llamada. Eso nos permitía suponer que habían tenido tiempo suficiente de hablar entre ellos antes de que nos pusiéramos en contacto con el siguiente. Pensé que eso no les daría ninguna ventaja, sino más bien al contrario.

Samuel no vino tan puntual como José. De hecho se retrasó casi un cuarto de hora. Y no pidió disculpas por ello. Se limitó a rezongar, cuando por fin se presentó ante nosotros:

– He tenido que dejar la labor a medias. ¿Va a ser mucho rato?

– No le retendremos más de lo indispensable -prometí.

Samuel rechazó el café y el agua. En cambio, aceptó el cigarrillo, y cuando lo terminó también me cogió el chicle sin azúcar. Mientras tanto, iniciamos el interrogatorio, que no resultó nada fluido. Se notaba que a su hermano pequeño le había dado tiempo a prevenirle contra nosotros. Por otra parte, Samuel, que era el menos imponente de los hermanos que conocíamos hasta el momento, daba la impresión, en contrapartida, de ser el más huraño.

Tenía también dos hijos, bastante más pequeños que los de José, pero cuando le invité, como había hecho con el otro, a mostrar la dulzura paterna que debían de inspirarle, tan sólo gruñó:

– Es una edad asquerosa. No le dejan a uno dormir.

Crucé una rápida mirada con Chamorro. Al menos de entrada el tipo no parecía propenso a la hipocresía.

Su reacción, cuando le preguntamos, como a todos, si tenía alguna idea o alguna sospecha acerca de quién podía haberle quitado la vida a su sobrina, no fue menos destemplada:

– No tengo ni puta idea. Va por mal camino, sargento. Yo le digo que no fue nadie de aquí. Todo el mundo le tenía cariño a esa niña, y aquí no hay más que gente que trabaja para sacar adelante a los suyos. Fue algún cabrón de fuera que la vio en mala hora.

– Pero sus padres la dejaron en casa, al cuidado de los animales; no tuvo por qué salir, en principio. Más bien parece que debieron de ir a buscarla allí -pensé en voz alta-. ¿Le parece a usted que eso lo haría un forastero? ¿No es un poco raro?

– No lo sé. Yo no soy policía. No sé cómo pudo pasar. Eso tendrán que averiguarlo ustedes, que son los que conocen a los delincuentes. O eso es por lo menos lo que se supone.

– Los delincuentes son gente como usted y como yo -dije, mientras observaba el gesto de Chamorro, que se mantuvo tiesa e impenetrable-. Hacen cosas que a usted y a mí nos parecen impensables y espantosas, pero actúan de un modo relativamente lógico. El asesino, salvo raras excepciones, suele conocer a la víctima, y busca la mejor ocasión para atacar. Comprendo que se esfuercen ustedes por pensar bien de sus vecinos. Pero los indicios apuntan a que el culpable vive en el pueblo y tenía cierta familiaridad con la chica, y si todos se empeñan en sostener esa teoría del forastero malvado, me temo que no van a ayudarme mucho.

Creo que Samuel no advirtió hasta qué punto había calculado cuanto acababa de decir. Le estaba enseñando un trapo rojo, y en vez de mirar a otro lado, decidió embestirlo:

– Mire, sargento, no sé por qué da todas esas vueltas. ¿Por qué no me lo pregunta ya, de frente, y sin más rodeos? Mi cuñada le ha metido un disparate en la cabeza y usted se lo ha creído. Y a lo mejor espera que yo acuse a mis hermanos, o que confiese que maté a mi sobrina. Pero está usted equivocado. Digo yo que antes de dejar hacerles ese trabajo deberían enseñarles a distinguir de qué personas pueden fiarse y de cuáles no. Mi cuñada nunca tuvo los sesos muy en su sitio, y ahora se le han alborotado del todo. No digo que no lo comprenda, porque no hay nada más duro que perder a un hijo, pero lo que no entiendo es que ustedes, que se dedican a esto, se traguen sin más sus chaladuras.

– Ya que lo plantea de esa manera, permítame preguntarle dónde estuvo usted la tarde del catorce de agosto -dije-. Y le ruego que se haga cargo de que sólo cumplo con mi obligación.

– Válgame Dios -meneó la cabeza-. De verdad que no me explico cómo tengo que estar respondiendo a esta pregunta. Pero bueno, usted manda. Estuve trabajando en mis tierras hasta las seis, y luego fui a dar una vuelta por el monte con mi hermano Marcos. Volví a casa a eso de las ocho y media y ya me quedé allí.

– ¿Tiene quien pueda confirmarlo?

– Mi hermano. Mi mujer. Y los que me vieran pasar cuando iba de un sitio a otro. Pero si no le vale, póngame las esposas.

Me tendió las muñecas. Las observé durante un par de segundos, o mejor dicho aproveché para observar sus manos. Eran grandes, como las de todos los hermanos. Como las del hombre que le había arrancado la vida a la pequeña Camino.

– No le acuso de nada, Samuel -dije-, ni mucho menos voy a ponerle unas esposas. Tengo un trabajo antipático. Me obliga a comprobarlo todo. No se lo tome como una ofensa personal.

Samuel me observó aún con su gesto iracundo, pero a partir de ahí se amansó un poco y el trato con él fue menos rudo. Aproveché, entre otras cosas, para hacerle hablar de su sobrina.

– Verá usted, yo he tardado mucho en tener hijos -nos explicó, en cierto momento, con las mejillas bañadas en lágrimas-. Durante todos estos años, mientras no terminaban de llegar, siempre he querido a Camino como si fuera mía. Sé que a mi cuñada la molestaba, sobre todo porque la niña era muy cariñosa conmigo. Puede que sea por eso por lo que se le han ocurrido las sandeces que les ha contado. Yo no soy un hombre muy efusivo, ya me ven, pero por esa cría, desde que nació, he tenido debilidad. Si ustedes la hubieran conocido. Era tan simpática, la pobrecilla…

Antes de despedirnos, le tendí a Samuel el cenicero.

– Tenga, eche ahí el chicle, que ya se le habrá pasado el sabor.

Y allí lo escupió, sin más, mientras se secaba los ojos.

5. El más simpático.

Teníamos ya dos chicles, dos salivas, dos bolsitas que enviar al laboratorio. Pero sobre todo habíamos tenido tiempo para escuchar a dos hombres, que habían clamado su inocencia y derramado ante nosotros sus lágrimas, sincera o insinceramente.

Resulta incómodo buscar la verdad cuando sientes que alguno la está ocultando, cuando te consta que la verdad incuestionable no existe y cuando sabes que la que elijas creer y en su caso sostener tendrá consecuencias desagradables para alguien. Por eso, cuando interrogo a un sospechoso, incluso cuando creo que debo presionarlo, me esfuerzo por no olvidar la gravedad de lo que estoy haciendo. Entre otras cosas, intento recordar en todo momento que sólo estoy autorizado a hacer sufrir a aquel que me miente, si es que para provocar algún sufrimiento puede uno considerar que tiene permiso. Y procuro no emplear más violencia verbal ni psicológica de la estrictamente necesaria, que no suele ser mucha, si sabes hacer bien tu trabajo. Pero a veces uno pierde el control, o tiene un mal día, o está más torpe de lo que debiera, y comete el error de infligirle a alguien un daño inútil.

No diré que no me ha pasado, alguna que otra vez. Y nada me avergüenza más. No me gusta, ni siquiera por una presunta buena causa, sumarme al club de los que abusan de sus semejantes. Contra ese club, en todas sus formas, es contra lo que lucho, en el trozo de trinchera que me toca defender. Sé que hay muchos que creen que he elegido un mal trozo de trinchera, muchos que me miran con recelo o desprecio cuando me presento ante ellos. No me importa, porque sé que ninguna posición te redime, sino que uno enaltece o corrompe el lugar que ocupa según cómo y contra quién combate. De niño no soñaba con estar aquí. Pero aquí estoy. Y teniendo en cuenta las circunstancias, ni me avergüenza ni me quejo de mi suerte. La mayoría de los días puedo irme a dormir tranquilo. No siempre, porque ése es un privilegio reservado a los imbéciles. Pero sí más a menudo de lo que me iría si estuviera en el lugar de muchos que me juzgan con condescendencia.

A veces pienso todas estas cosas, como cualquier ser humano con conciencia y entendimiento, y si me permito apuntarlas aquí no es porque sean indispensables para esta historia, aunque tampoco le sean ajenas, sino por si pueden ayudar a disipar la bruma pertinaz que enturbia algunas mentes, las de aquellos que asumen que por razón de mi oficio sólo puedo ser un perro de presa entrenado para ladrar y morder. La ignorancia, junto a la indiferencia, es la madre de casi todas las injusticias. Reducirla no es sólo una empresa pedagógica, sino un acto de higiene moral.