Nos quedamos en el pueblo un par de días más, para que no se dijera que no nos esforzábamos. Entre los paisanos a los que entrevistamos personalmente, y aquellos otros a los que sondearon nuestros compañeros del puesto, juraría que no quedó hombre, mujer, niño, viejo ni perro al que no se le preguntase si había visto a Camino Gutiérrez la tarde del catorce de agosto. Nadie supo dar razón de ella, ni aportarnos una pista que nos condujera al asesino.
Poco a poco conseguí limar asperezas con el sargento primero Sandoval, a quien no sin ciertas dificultades convencí de que trataba con un profesional suficientemente serio y riguroso y no con el vivalavirgen por el que mi aspecto y mi discurso le habían inducido a tomarme en un primer momento. Gracias a ello, conseguí que compartiera conmigo la radiografía que, como buen jefe de puesto, le tenía hecha al pueblo. Y me enteré de alguna que otra cosa jugosa y sorprendente, pero de nada que pudiera arrojar alguna luz ni abrirme ningún camino en la investigación. Todo apuntaba a que cuando le echáramos el guante al asesino, si es que llegábamos a hacerlo, nos encontraríamos con el típico buen vecino del que jamás nadie habría sospechado que… Lo que por otra parte no debía resultarnos demasiado chocante. A menudo, ése es el patrón al que responde el delincuente sexual.
Cuando tuvimos claro que allí no había nada más que rascar, regresamos a Madrid. Antes fuimos a ver a los padres, a quienes les contamos que estábamos analizando muestras y que debíamos procesar la información que teníamos y cruzarla con nuestros archivos para poder cerrar el perfil del sospechoso y avanzar en la investigación. En fin, la clase de vaguedad que cualquier ciudadano medianamente suspicaz interpretaría como una larga cambiada. El padre de Camino no formuló la más mínima protesta. Pero la madre, con su sequedad habitual, dijo:
– Lo que tienen que hacer es apretarles más. Si les aprietan, el que sea se vendrá abajo.
– Mujer, déjalo ya -suspiró el marido, con aire desesperado.
– No descartamos ninguna pista, señora -dije-. Pero tampoco puedo ocultarle que por el momento no hemos encontrado nada que respalde sus sospechas. Y todo el mundo tiene derecho a que se le trate como inocente hasta que no se pruebe lo contrario.
– Me parece usted un poco blando, sargento -opinó la mujer-. Me da que otro un poco más recio ya lo habría conseguido.
No es agradable que una mujer cuestione tus agallas, pero la peculiar elección que hice en la vida, y el hecho de no ajustarme ni al arquetipo de guardia pegón que tiene todavía interiorizado mucha gente de pueblo, ni al de insolente sabueso norteamericano que suele habitar la mente de los de ciudad, me exponen a menudo a la desconfianza. Por fortuna, aunque sentir que no creen en ti siempre pica un poco, sólo duele las primeras veces.
Resistí pues de manera satisfactoria la tentación de redimirme a los ojos de aquella madre participándole lo que no debía contarle. Aunque me costara, preferí irme con su desdén colgado a la espalda antes que avanzarle que hacía dos días habíamos remitido al laboratorio unas muestras que nos permitirían verificar con fiabilidad casi absoluta su suposición. Sólo había que comprobar si el ADN del semen extraído del cadáver de su hija coincidía o no con el que podía obtenerse de la saliva de José y Samuel y la raíz del cabello de Marcos Gutiérrez. Llevaba un tiempo, pero cuando tuviéramos el análisis sabríamos si estábamos ante un caso resuelto, y la confirmación de sus temores, o ante unos tíos injustamente acusados y un largo futuro de quebrarnos la cabeza.
Aunque el resultado del análisis me provocaba una inevitable expectación, también tenía razones para la tranquilidad. Saliera lo que saliera, algo habríamos conseguido. Hay quien aspira, o dice aspirar, a remediar todos los males del mundo. Yo me conformo con que cada día, al levantarme, me aguarde en mi mesa un dibujo un poco menos emborronado que el día anterior.
En el pueblo, el ambiente se mantuvo menos apacible. Recibimos una llamada de Sandoval. El hermano pequeño, José, había protagonizado una agria discusión con la madre de la niña. Los nuestros habían tenido que intervenir para separarlos. Sandoval completó el informe con el laconismo que le caracterizaba:
– No se hicieron daño. Ya le he dicho a la mujer que se esté tranquila y al cuñado que no se le acerque. Veremos.
– Así que José -dijo Chamorro, cuando le conté el incidente.
– ¿Crees que eso le hace más sospechoso? -le pregunté.
– Quizá no. ¿Y tú? Vamos, seguro que tienes tu candidato.
– ¿Me estás pidiendo que apueste?
– Por qué no.
– No lo sé, ni quiero pensar. Prefiero que no sea ninguno. Como sea alguno de ellos no me va a dar ninguna alegría.
Esa misma tarde nos llegó el resultado de los análisis. Qué fría y parca queda la verdad, escrita en un papel de laboratorio.
7. Un asunto familiar.
En el camino de Madrid al pueblo, mientras Chamorro permanecía concentrada en la conducción, pensé largamente en la difunta Camino Gutiérrez Expósito. Su vida le había dado para conocer la luz del sol, el sabor del agua fresca o el del pan recién hecho; para admirar las estrellas en las noches despejadas, esperar ansiosa la llegada de los Reyes Magos y después dejar de creer en ellos. Y poco más. Pensé que ignoraba si había sentido el calor agridulce del arrebato amoroso, que desconocía lo que quería ser cuando se hiciera mayor, si es que deseaba algo, y que tampoco me constaba, por ejemplo, si había vivido el sobresalto de descubrirse un buen día mujer. Sólo sabía que era simpática, que todos la querían, que era una niña responsable y cariñosa. Y podía mirar a la cara que había tenido antes de que la muerte se la vaciara de luz. Me observaba desde una fotografía de primera comunión y desde otra, más reciente, tamaño carnet. Incluso en la segunda, más pequeña y borrosa, despuntaban sus enormes e intensos ojos azules. Camino había sido la típica niña rubia de aire límpido y angelical. Quizá, con el tiempo, se hubiera convertido en una de esas mujeres que saben conducir a los hombres a diversas formas de perdición. Y quizá hubiera disfrutado con ello. O quizá le hubiera servido para sufrir ella también. Pero le habían interrumpido el viaje antes de que pudiera hacer o hacerse algún mal. ¿Por qué a ella y no a quien la había asesinado? Ése es el tipo de preguntas que uno no debe hacerse nunca. Conducen a la melancolía, como también me invitaba a ella la perspectiva de tener que enfrentarme al culpable. Otros, aunque fuera brevemente, habían disfrutado de la gracia y la desenvoltura de aquella niña. A mí, que jamás iba a verla, me tocaba en cambio habérmelas con la siniestra presencia de aquel hombre lastrado por la atrocidad cometida. No es nada reconfortante comprobar que a uno le incumbe siempre eso, el lado penoso y mugriento de la historia.
– Me resulta increíble -dijo de pronto Chamorro.
– ¿Por qué? -dije yo, volviendo de mi ensimismamiento.
– Parece mentira que a estas alturas pase algo así. Es como si retrocediéramos en el tiempo, a la España negra de hace cincuenta años. ¿Cómo es posible que quede todavía esta clase de gente?
– No sé si tu diagnóstico es muy correcto -dudé-. Por un lado, es verdad que esto parece fruto del atraso y la bestialidad ancestral. Pero por otro, tiene una faceta desdichadamente moderna. La misma que hace proliferar a esos pervertidos que fotografían niños desnudos en las guarderías. Habría que pensar por qué el personal tiene últimamente tantos desórdenes de esa índole, y por qué es capaz de llevarlos a los extremos más inmundos.
– No irás a decirme ahora que la culpa la tiene el relajo de las costumbres -insinuó mi compañera, con espanto-. De ahí a sumarte a los que justifican la violación de cualquier chica que ose ponerse una minifalda sólo hay un paso, mi sargento.
– No, el relajo nunca daña. Al revés, me temo que el problema está en que a la gente le tensan demasiado y con demasiada frecuencia el subconsciente. Desde los que para anunciar una marca de aire acondicionado te sacan a una maciza haciendo un striptease hasta los que publican esas revistas para adolescentes con titulares tales como Veinte secretos para ponerle a cien. El inconsciente es una máquina jodida, en eso Freud tenía más razón que un santo, y no todos somos igual de capaces de mantenerlo a raya. Toda esta manía generalizada de revolucionarlo a tope para cualquier nimiedad tiene que acabar produciendo consecuencias.
Chamorro sacudió la cabeza.
– No sé que me deja más patidifusa. Si que le des la razón a Freud o esta sensación que me está entrando de que disculpas a los pobrecitos que se echan al monte inducidos por la publicidad.