Como ya temía que iba a malinterpretarme, sonreí.
– Que mis relaciones con Freud no sean cordiales no quiere decir que le niegue el pan y la sal. Y en cuanto a lo segundo, parece mentira que me conozcas tan poco. Yo no disculpo a nadie. Al revés. Creo firmemente en el pecado original. El ser humano es culpable por naturaleza, porque en la inmensa mayoría de los casos, cuando hace una canallada, también pudo elegir no hacerla. No estaba haciendo consideraciones morales, sino mecánicas. Intento comprender el mecanismo que lleva al delito, nada más.
– No sé, no sé -receló Chamorro-. Me da que tienes por ahí revoloteando una fibra cavernícola. Deberías vigilarte bien.
En fin, como uno nunca tiene la certeza de ser trigo limpio, no podía oponerme con contundencia a la conjetura de mi compañera, así que la dejé estar. Cuando llegamos al pueblo, fuimos en primer lugar a la casa-cuartel y le pedí a Sandoval un par de hombres. Podría haberme arriesgado, pero iba a detener a alguien más fuerte que yo, no estaba seguro de que se aviniera y tampoco quería a aquellas alturas exponerme a que se me escapara.
Su reacción, cuando nos presentamos ante él y le pedimos que nos acompañara, me confirmó lo acertado de no ir solo.
– Me dejaré llevar por no montar un lío -dijo, hosco-, porque a las malas los cuatro juntos no me ibais a poder.
Siguió en la misma actitud cuando Chamorro y yo, ya en la casa-cuartel, nos encerramos con él para interrogarle:
– Ni así me arranquéis la piel a tiras me vais a hacer reconocer que hice una cosa que no he hecho. Esto es una gilipollez.
Le observé. Traté de hacer el ejercicio que siempre hacía el brigada Atienza, el más antiguo de la unidad y también el interrogador más curtido: adivinar a primera vista si el detenido iba a confesar o no. Él no fallaba nunca, pero ni yo tenía su experiencia ni tampoco su habilidad para aquellos menesteres. Me limitaba a aplicar, no siempre bien, las lecciones que de él había recibido. Y tenía que conseguir que aquel hombre cantara. Todo iba a ser mucho más fácil y mucho más limpio si lo hacía.
– Tranquilo, señor Gutiérrez. Nadie le va a poner una mano encima. Ni siquiera le pienso insultar. Pensemos en lo importante.
Saqué mi teléfono móvil. Mi oponente me miró, escamado.
– A ver, deme el número de su casa -dije.
– ¿Cómo?
– El número de su casa -repetí mirándole a los ojos-. Sería bueno que hablara con su mujer. Y también con sus hijos. Es bastante posible que tarde mucho tiempo en volver a verlos.
Al principio, se quedó descolocado. Luego me dio el número y, cinco minutos después, el tiarrón lloraba a moco tendido mientras al otro lado de la línea su hija le contaba lo que había hecho durante la mañana. Cuando acabó, le hice una seña a Chamorro.
– Sabemos que fue usted -dijo, con suavidad-. Y tenemos pruebas, porque dejó un rastro demasiado claro. Le aseguro que no tiene ningún sentido que se resista a hablar, a estas alturas.
– Verá, señor Gutiérrez -añadí-. Para usted esta situación es nueva. Pero mi compañera y yo la hemos vivido muchas veces. Sabemos como va esto mucho mejor que usted. Y si hay algo de lo que no debe caberle ninguna duda es que después de contarnos lo que pasó se va a sentir aliviado. Les pasa a todos.
Le costó ponerlo en palabras. Al principio usaba tantos rodeos que casi no se entendía lo que quería decir. Pero luego empezó a hablar de forma mucho más precisa, a nombrar todo, los actos, los lugares, los objetos. A partir de cierto momento, me dio la impresión de que no estaba contando algo que había hecho, sino una película que había visto. Eso le permitió proporcionarnos todos los detalles que podíamos necesitar. Tres cuartos de hora después de sentarnos con él, habíamos logrado arrancarle una confesión exhaustiva, y elementos suficientes para respaldarla con otras pruebas. Con los homicidas impremeditados, como lo era aquél, sucede más a menudo y más fácilmente de lo que se cree.
No pude odiarlo, desde luego. Estuve a punto de preguntarle por qué, pero supe que la pregunta era inúticlass="underline" no había ninguna razón. Simplemente se le había desbocado el caballo, y luego había intentado ocultar los platos rotos. Es un cuento oscuro, triste y estúpido, pero se repite con recalcitrante frecuencia.
Antes de separarme de él, José Gutiérrez me preguntó:
– Sargento. ¿Es verdad que en la cárcel, a los que…?
Aquello era el remate. Incluso Chamorro bajó los ojos.
– No se preocupe -le dije-. Le darán protección.
Nunca me gustó, pero desde entonces me gusta aún menos. Por nada del mundo quiero encontrarme con un asunto familiar.
(Este relato se publicó originalmente por entregas en el verano de 2002 en el diario El Mundo.
Un asunto conyugal
1. Un pésimo augur.
El verano siempre me provoca sentimientos contradictorios. Pero no me refiero al verano en general, sino a esa parte de él, el mes de agosto, en que se deja sentir un cierto abandono del mundo corriente: cuando las ciudades y las oficinas están vacías, los periódicos son escuetos y apenas informan (incluso aunque alguien tenga el mal gusto de iniciar o sostener una guerra) y la gente parece abdicar, cuando no renegar, de su vida cotidiana. A mí me gusta la vida cotidiana, y me desasosiega la excepcionalidad. Lo que en cierto modo resulta una paradoja, teniendo como oficio fisgar en la vida de los demás cuando les sucede lo más excepcional de todo, que es dejar de vivirla. Pero así es, y por eso prefiero pasar la mayor parte de agosto trabajando, cosa que mi antigüedad me permitiría evitar, y que casi nadie comprende.
Aquella mañana de agosto, mientras iba en el metro invariablemente atestado (cada vez somos más los parias, y menos holgados los medios puestos a nuestro servicio), me encontré con una noticia que indicaba que había gente para la que aquel mes resultaba aún más desagradable. Según decía el periódico, la víspera una mujer había sido asesinada a hachazos en un pueblo de Toledo. Con la delicadeza habitual en estos casos, el periodista no se privaba de detallar, a todas aquellas personas a las que pudiera dolerles saberlo, que la crueldad ejercida sobre ella había sido tan brutal, y el arma empleada tan poderosa, que uno de sus brazos había quedado separado del tronco, y la cabeza, apenas unida por unas hebras de tendones, músculo y cartílago intervertebral. También contaba que el marido de la fallecida estaba detenido, como principal sospechoso del crimen. Vagamente se hacía alusión a un historial de malos tratos y amenazas; en fin, la historia tantas veces repetida que, como sucede con cuantas tragedias se exponen con cierta reiteración al sobrealimentado homo sapiens telespectator, ya no conservaba la capacidad de impresionar a nadie. Prácticamente no habría habido noticia de no haber sido por lo cruento del procedimiento exterminador, que sin duda por eso quedaba descrito con tanta minuciosidad y truculencia.
Al llegar a la unidad me tropecé con sus dos miembros más madrugadores. El taciturno alférez Gracia, que exploraba con ahínco un listado de llamadas de teléfono móvil, y mi usual compañera de fatigas, la cabo Chamorro, que estaba colocando en un expediente el resultado por ahora fallido de unos perfiles genéticos. Los habíamos pedido en relación con uno de esos muertos que suelen darnos, una muchacha que había aparecido descuartizada tres años atrás en una cuneta de una población turística de Alicante. Algún día, sostenía desafiante Chamorro, a todos los hombres nos obligarían a depositar nuestro perfil genético en un ordenador, para poder cruzarlo al instante con cualquier resto de semen encontrado en cualquier víctima o lugar de un crimen. Pero mientras la sociedad no adoptara tan juiciosa y útil providencia, nos veíamos forzados a buscar a tientas, a localizar a algún tipo que pudiera ser el propietario de la basurilla seminal y a conseguir que se le sacara el material biológico pertinente con mandato de un juez, si no acertábamos a hacerlo con astucia. Luego tocaba pedir al laboratorio que hiciera el cruce con la muestra original, procedimiento lento y costoso que la mayor parte de las veces, como había sucedido con aquellos análisis, resultaba negativo. Pero en fin, ése era nuestro negocio, y nuestra obligación, no desanimarnos aunque no se vislumbrara ninguna perspectiva.
– A tus órdenes, mi alférez -le dije a Gracia, que me respondió con un murmullo inaudible, quizá el mismo bisbiseo con que iba señalando ciertos números en el listado; y mirando a Chamorro, le anuncié, al tiempo que le tendía el periódico-: Página 19, nuevas razones para el exterminio de todos los individuos con cromosoma XY, salvo unos pocos seleccionados genéticamente y recluidos en granjas para usarlos sólo como material reproductor.