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– La gloriosa organización del poder judicial, una vez más.

– Y esto para una población de derecho de cuarenta mil, y flotante en verano de otro tanto o más, con los paisanos que viven en Madrid pero que van a pasar el agosto a la casita del pueblo.

– No estaba pensando mal de su señoría, mi capitán -aclaré-. No dudo de que le sobra el trabajo, imagino que no fue por crueldad por lo que se abstuvo de proteger a esta desdichada.

– Por mí ya sabes que como si te cagas en su señoría.

Lo sabía. Rosell había estado destinado en el País Vasco y lo habían procesado varias veces por supuestas torturas. Bueno, eso nos había sucedido a casi todos los que habíamos pasado por allí, pero Rosell se lo había tomado un poco a la tremenda y desde entonces no guardaba una especial sintonía con la judicatura.

– Una preguntita, mi capitán, si te consta. ¿En la autopsia han encontrado algo, aparte de los hachazos?

– Sí, tío, como sabía que iba a encargártelo a ti y que eres un tocapelotas, he hecho los deberes. Restos de comida, espaguetis boloñesa principalmente. Una digna ración de alcohol en sangre, allá por 0,9. Y en la parte de los bajos, perdona Chamorro, eso que queda cuando alguien no se pone impermeable. Y no poco.

– Guay -dijo Chamorro-. Dios, qué asco de historia.

– En otra vida deberías hacerte galerista, o gerente de fundaciones culturales o azafata de festivales de cine -le sugerí-. Tratarás igual con un montón de degenerados, pero más vistosos.

– Vale, mi sargento. Muy ocurrente.

– Venga, dejaos de chorradas y al tajo -nos reprendió Gracia-. Al angelito lo tenemos almacenado en el puesto. Los de Toledo de policía judicial han destacado a tres elementos, que son los que hicieron el trabajo de campo. También puede que esté por allí el teniente jefe accidental, ya sabéis que en estas fechas todos los jefes somos accidentales. Y los del puesto, que andan rastreando el pueblo en busca de un hacha para talar secuoyas. Tenéis prioridad para enfrentaros al sospechoso y para todo lo que necesitéis. Si hay alguna pega, llamáis, se la paso al coronel, él llama a quien deba y al que sea le funden el tricornio. Si la pega os la pone la autoridad judicial, ya sabéis, os jodéis. ¿Alguna cosa más?

– Todo muy clarito, mi capitán -repuse-. Incluso para alguien tan lento como yo. A Virginia supongo que le sobra.

– Pues en marcha. Y no os cojáis el Laguna, que voy a salir a una gestión y tengo que dar imagen.

Ya, pensé para mis adentros. Lo que ocurría era que el climatizador del Laguna zumbaba mucho más que el del Mégane, que era lo que teníamos que llevarnos si no nos dejaba el otro. El Mégane tenía diseño, y para ser justos con él, tiraba bastante, pero en confort había un abismo. De todos modos, no hacía mucho que teníamos aquel chollo de los coches en renting, que nos permitía conducir últimos modelos y preocuparnos de esas pijadas. Recordaba aún los años en los que teníamos que ir a lomos de cualquier cosa, desde coches que casi eran de época hasta decomisados. En ese punto, los tiempos habían cambiado sin duda a mejor.

Nos pusimos en marcha, entre unas cosas y otras, a eso de las diez menos cuarto. La hora punta comenzaba a extinguirse en Madrid y salimos relativamente rápido de la ciudad. El pueblo al que nos dirigíamos estaba a unos sesenta kilómetros, no debía de llevarnos mucho más de media hora plantarnos allí.

– Ay, Chamorro -dije-, con lo bonita que podría ser la vida si la gente aprendiera a contar hasta diez algunas veces.

– A lo mejor entonces estábamos en el paro. Ni tú ni yo tuvimos mucha suerte antes de probar a entrar en esto. Acuérdate.

– Cierto. A lo mejor es que estamos predestinados. El buen Dios, que hace lobos asesinos, también ha de hacer perros policías como nosotros. El buen Dios tiende a preferir las cosas simétricas.

– ¿Eres teólogo, ahora?

– No, Virginia. Voy a cumplir cuarenta. Y eso me pone místico.

3. Determinación de matar.

El pueblo tenía una apariencia próspera. Aunque nada en él era excesivamente bonito (ni siquiera la torre de la iglesia, que casi se salva en cualquier villorrio), se notaba que el dinero fluía, del modo en que eso suele traducirse en este país: a fuerza de ladrillos, ya fueran los de las naves industriales y los chalets levantados por particulares, o los de polideportivos y otros equipamientos (según la jerga municipal) erigidos por el consistorio. Nuestro chamizo, en cambio, era uno de esos vetustos y ajados, y al mirar las viviendas uno adivinaba que, salvo que las mujeres de los guardias (o sus parejas sentimentales estables, para ser más precisos) hubieran empleado sus mejores esfuerzos, sus condiciones de habitabilidad no debían de ser como para tirar cohetes.

El brigada Aranda, al mando de nuestro parco pero aguerrido destacamento en el lugar, nos informó de que el sospechoso dormía, después de una madrugada intensa que se había prolongado hasta las seis. Hay quienes consideran que la tortura psicológica consistente en no dejar dormir al interrogado constituye un eficaz auxiliar en la búsqueda de la verdad. Y no niego que en ciertos casos pueda serlo ni que alguna vez yo mismo la haya utilizado. Pero ni en este supuesto me parecía de especial ayuda, ni con carácter general me da otra sensación que la de estar fastidiando más allá de mis atribuciones a un ser humano y la de estar espesándole el entendimiento y devaluando tanto la calidad como la exactitud de su testimonio. Así que decidimos darle un poco más de cuartelillo y, aprovechando el tiempo, desplazarnos al lugar del crimen para verificar una somera inspección ocular.

Uno de los guardias del puesto nos acompañó. Los de policía judicial de Toledo se habían ido a dormir un rato, porque habían acabado tan de madrugada como el sospechoso, y tampoco me pareció elegante ni de buen compañero despertarlos. La casa a la que nos condujeron era uno de aquellos chalets nuevos que configuraban el paisaje del ensanche del pueblo. Era un inmueble aislado, con unos dos mil metros cuadrados de parcela. No era bonito, aunque tampoco del todo feo. Parecía que había sido construido de la forma más pretenciosa posible, y bajo ese criterio, lo mismo tenía unos ventanales blancos bastante finos y aparentes, que un espantoso porche con columnas en la fachada principal. Una vez dentro, mi ojo de habitante de un raquítico apartamento madrileño me permitió calcular a bulto su cabida: unos cinco apartamentos míos, es decir, alrededor de trescientos metros cuadrados. Los muebles eran buenos, casi suntuosos, y otro tanto los mármoles y los azulejos de los baños, el parquet de las habitaciones, los interruptores y apliques. La decoración, algo kitsch, no excluía figuras de esas de mujeres ligeras de ropa con chocantes rostros de cuento infantil, ni un par de piezas gordas de Lladró. En suma, que Sandra Navarro y su marido, o el uno o la otra, podían ser un poco horteras, pero tenían un buen pasar. Nada del clásico crimen cometido en un entorno cochambroso, por efecto del envilecimiento que usualmente conllevan la estrechez económica, la marginalidad social y las privaciones anexas a ellas. Eso me aportaba un primer dato contradictorio con el esquema apriorístico que, lo quiera uno o no, siempre se tiene y me había hecho también para aquel caso. No era la casa en la que suele vivir, al menos en principio, un tarugo que un buen día agarra el hacha para deforestar a su legítima. Pero lo visto tampoco suponía un impedimento definitivo a aquella hipótesis, desde luego.

Me detuve un instante a examinar las dos puertas de la casa. El marco, la hoja, la cerradura. Luego le pregunté al guardia:

– No había ninguna ventana rota o forzada, ¿no?

– Pues yo… No sé, mi sargento, creo que no.

Verifiqué por si acaso también las ventanas. Todas estaban tan intactas como las puertas. Chamorro me observó, reticente.

– Ya sé que tú vienes convencida de que lo hizo el cabrón del marido y que él tiene llaves y no necesita forzar nada -expliqué-. Pero para ser pulcros, tendremos que ir amarrando detalles. Lo que parece claro es que el que la mató podía entrar sin violencia, ya por poseer llaves o porque podía hacer que la mujer le abriera la puerta de buen grado. Eso nos permite descartar que el crimen lo cometiera un desconocido o uno de esos tarados resentidos y gratuitos de las películas de terror norteamericanas.

– Ah -dijo Chamorro-. No sabía que estuviéramos contemplando posibilidades tan extrañas.

– No lo sé, Virginia. Vivimos en un país cuyos habitantes, al llegar a la mayoría de edad, han visto dos años y medio de televisión. Eso lo hace cada vez más estrafalario e impredecible. Acuérdate del asunto de los rituales satánicos de Albacete.

Chamorro resopló. Se acordaba. Un idiota que se consideraba el vicario de Belcebú en la tierra, y que iba por ahí emporcando los cementerios de la provincia con sangre de animales, pero que por desgracia acabó convenciendo a otros idiotas, y que un día decidió que su amo pedía un sacrificio de mayor envergadura y en el delirio se llevó por delante a un chaval de trece años que tenía el mal hábito de volver solo y demasiado tarde a casa.