– Algo sí me explico ahora -apreció Chamorro-. Cómo fue posible que nadie oyera nada a las cuatro de la tarde. Porque la mujer tuvo que gritar. Pero, en este caso para su desgracia, la casa está bien aislada y tiene aire acondicionado en todas las habitaciones.
– Por lo que yo vi, puede que no le diera tiempo a gritar mucho -apuntó el guardia-. Tenía tres buenos hachazos en el pecho y otros dos en la espalda. Con el primer mandoble que le arreara debió dejarla casi lista. Fue una verdadera salvajada.
Fuimos a la habitación donde se había encontrado el cuerpo. Se trataba, significativamente o no, del dormitorio conyugal. Otro dato que respaldaba la afirmación y el buen criterio del guardia: sólo en aquel cuarto había manchas de sangre; por tanto no había habido persecución por la casa ni nada parecido. La sangre salpicaba las paredes, la colcha de la cama y algunos muebles. El cuerpo, según la marca hecha por nuestros compañeros, había aparecido entre los pies de la cama y la cómoda. Evalué la posición. Había espacio suficiente como para maniobrar con un hacha, por largo que fuera el mango, pero no llevaba más de tres o cuatro zancadas llegar desde la puerta. Probablemente la habían matado allí mismo (tampoco había, por otra parte, manchas de sangre que denotaran un traslado del cuerpo). Ya la hubiera cogido de espaldas o de frente, apenas le había dado tiempo a reaccionar.
– Hay bastantes rastros de sangre -constató Chamorro-. ¿No levantaron ninguna huella de zapato?
– Creo que varias, bueno, algunos trozos, pero eso tendréis que preguntárselo a los compañeros -informó el guardia.
– ¿Y huellas dactilares?
– De ella y del marido.
– ¿Y cabellos?
– Unos cuantos, pero creo que no han tenido tiempo de analizarlos mucho. También tendréis que preguntarles a ellos.
– Bueno, pues no será por falta de material -concluí-. Si a eso le sumamos los enjundiosos datos de la autopsia que nos avanzó Rosell, no puede decirse que aquí nos falte tela que cortar.
– Es llamativo que no hay nada roto -dijo Chamorro-. No le dio a ninguna lámpara, a ningún mueble, a ninguna de las figuritas de la cómoda. Todos los hachazos al cuerpo.
– ¿Impresiones que eso te sugiere? -pregunté.
– El tío sabía usar un hacha. Tenía capacidad de dirigir su golpe y controlar su fuerza. Y total determinación de matar. No fue una idea que se le ocurriera de repente. Ya lo había pensado antes.
– No sé si lo llevas un poco lejos -objeté-, pero creo que puede servirnos. En fin, son las once y media. ¿Cinco horitas de sueño es cortesía suficiente o se nos quejará al Defensor del Pueblo?
– Considerando las circunstancias… -valoró Chamorro.
– Bien, pues vamos allá.
En el camino de regreso al puesto, le pregunté al guardia qué concepto se tenía en el pueblo de la pareja. De él y de ella.
– Pues, hasta que empezó a hostiarla, normal -nos dijo-. Él, un tipo que trabajaba y hacía dinero, y de buen trato. Ella, una chica tirando a alegre, maja también. Nada fuera de lo común.
Así va, siempre. Nadie es fuera de lo común. Hasta que se sale.
4. Solo como un perro.
La cara de los compañeros de policía judicial de Toledo era un poema. Al cabo de doce horas currando sin parar, seis de ellas trabajándose al sospechoso, y poco más de tres durmiendo, porque después de acelerarlo mucho al cerebro no se lo para ni se lo desenchufa así como así, se bebían el café con la misma ansia con que se fuma el último pitillo el condenado a muerte.
– Joder, y lo peor de todo es que teóricamente yo me iba hoy a la playa -se quejaba el sargento-. Imagínate el cuadro, con la mujer con todo preparado y dos niños de cuatro y seis años que ayer por la mañana ya estaban con los manguitos puestos.
– Lo bueno de servir a la patria aquí es que no te machacan el verano entero mandándote a Oriente a domar musulmanes -dije-. Dándose mal, pasado mañana estás en la playa, hombre.
– No tientes la suerte, que lo mismo sí nos acaban mandando.
– Todo sea por la defensa de la civilización -proclamé.
– Yo ya no me pregunto qué es lo que defiendo, tío.
– Juiciosa actitud. En fin, vamos a ver, por ir atando algunos cabos. Nos dijo el guardia que habéis cogido pelos, huellas diversas, etcétera. ¿Habéis tenido tiempo de mirar algo?
– Afirmativo, compañero -dijo-. Somos pocos pero pringados. Las huellas dactilares que levantamos, de los dos cónyuges. Bueno, habrá que mirarlas con el microscopio y eso, pero así a ojo de buen cubero, no esperes mucho más que lo que te estoy diciendo. Las pisadas, por lo menos la mayor parte, concuerdan con el calzado que llevaba ayer el marido. Hay una, parcial y muy pequeña, que nos resulta dudosa, pero eso tendrán que verlo en el laboratorio, no aseguraría nada de momento. Y en cuanto a los pelos, pues hemos hecho un análisis morfológico basto, rápido y con los ojos ya cayéndosenos. No me atrevo a sacar conclusiones.
– ¿Y el pajarito?
El sargento se restregó los ojos, logrando sólo enrojecérselos un poco más. Luego, con aire resignado, declaró:
– Pues mira, así como para irse de copas con él o encargarle que te cuide a los hijos, no me parece. En su honor, que no ha intentado negar nada de las denuncias por agresiones y amenazas. Vamos, ni siquiera las agresiones y las amenazas en sí. Ya veréis, tiene una curiosa idea acerca de las relaciones entre hombres y mujeres y el papel que a cada uno le viene asignado en la vida.
– ¿Curiosa? ¿De veras? -inquirió Chamorro.
– Por usar una palabra suave. Ahora bien -siguió el sargento-, en cuanto a lo que nos ocupa, se cierra en banda como un galápago. Lo hemos probado todo. Le hemos dicho que el hacha aparecerá, que las circunstancias lo dejan a los pies de los caballos, le hemos presionado, dentro de la legislación vigente, por supuesto, y hasta he intentado hacerme colega suyo. Lo único que no he hecho ha sido ponerle el culo para que me diera, que uno tiene sus prejuicios. Pero oye, como si hablara con la pared. Que no sabe. Que no ha sido. Que algo debía de haber en la vida de su mujer que él no conocía, aunque se lo olía. Pero cuando habla de esto último me parece que le patinan bastante las neuronas.
– O sea, que trata de vendernos una teoría -dijo Chamorro.
– No sé si llamarla tanto como una teoría. Es más bien una paranoia. Se le ponen los ojos desorbitados y todo. Ya la escucharéis. Al parecer tiene la idea de que su Sandra era un pendón, que le engañaba y no sé qué más, y supongo que a partir de ahí se sentía con derecho para calentarla siempre que algo se le torcía o le sentaban mal las copas que se iba a tomar después de trabajar.
– ¿Alcohólico? -consulté.
– No que nos conste. Vamos, lo normal, un par de copazos para encontrar el camino de la cama, algún carajillo en invierno. Eso es lo que él dice. Por otra parte, ayer estaba sobrio, y lleva ya casi diecisiete horas sin combustible, como poco, y no ha pedido.
– ¿Tenéis por ahí las fotos del cadáver?
– Y el cadáver mismo, en las neveras del depósito comarcal. Si queréis hacer la excursión, poco más de media hora.
– Pues no de momento -rehusé-. A ver luego. Pasa las fotos.
Son duras, las fotografías de cadáveres. Están como doblemente muertos. Porque si la foto siempre mata el instante que registra, en estos casos viene a ser una tétrica redundancia. Y si el difunto ha sufrido destrozos como los que presentaba el cuerpo mutilado de Sandra Navarro, la sensación resulta todavía más deprimente. Conté no menos de catorce tajos. Una barbaridad sin paliativos.
– ¿Y de la autopsia, qué deduces? -pregunté a mi colega.
– ¿El alcohol y el semen, dices? Pues que Sandra regó bien la comida y que tuvo sexo. Respecto de lo uno, en la basura encontramos dos birras y una botella de tinto. En cuanto a lo otro, pues ya sabes que acabaremos sabiendo si es o no de nuestro hombre.
En ese momento oímos un tumulto en el exterior del puesto. Nos asomamos. Había una concentración de probos ciudadanos indignados que, por lo que pudimos oír, reclamaban para el marido de Sandra medidas profilácticas tan ponderadas como caparlo, quemarlo, darle garrote vil o descuartizarlo con un hacha, igual que él había hecho con la interfecta. Entre ellos, algunos periodistas, un par de cámaras de televisión. En fin, el circo.
– No sé yo si Aranda no tendría que llamar al jefe de línea para considerar la posibilidad de mandarnos unos cuantos chicos de la porra -sopesó el sargento-. Yo a esa horda no trato de pararla.
– Ni ellos van a tratar de entrar -aposté-. Sólo es un acto de afirmación de su conciencia de rectitud. Vamos, Chamorro, que nos toca despertar a ese hombre. Casiano se llama, ¿no?