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– Está bien -recapitulé-. Ahora, aunque sé que también se lo han preguntado ya y que le molesta que vuelva sobre ello, quiero que me diga que fue lo que hizo ayer. Desde por la mañana.

Casiano suspiró. Pero no opuso resistencia.

– Lo de todos los días. Me levanté a las seis y media. A las siete y media estaba en el taller. A las tres me fui a comer, y a las cuatro pasé por casa y me la encontré muerta. Eso es todo.

– ¿No vio a su mujer entre las siete y media y las cuatro?

– No.

– Ni habló con ella.

– Eso sí, dos veces, por la mañana.

– Y qué le dijo. ¿Algo que le llamara la atención?

– No. Sólo me sonó rara, así como le dije antes, una de las veces.

– Permítame una pregunta más íntima. ¿Hizo usted el amor con su mujer en algún momento del día de ayer?

– No.

– ¿Ni la noche antes?

– Tampoco.

Miré fijamente a los ojos de Casiano.

– No sé si sabe que cualquier intento de mentirnos en esto sería una chiquillada. Tenemos maneras de comprobarlo.

– No sé cómo pueden comprobarlo. Me da igual. No lo hicimos.

– ¿Está usted seguro?

– Estoy seguro. La última vez fue hace tres días.

– Otra cosa -dijo Chamorro-. Su mujer, ¿era bebedora?

– Algo de vino, a veces. En la comida.

– ¿Cree que pudo beberse, pongamos, media botella?

– Sólo la he visto beber tanto en alguna boda.

– ¿Seguro?

– Oigan, ¿creen que no sé lo que digo?

Le dimos varias vueltas más a todo. Le preguntamos del derecho, del revés. No admitió nada, no se contradijo, no se derrumbó. La verdad es que era un marido asesino poco habitual.

Cuando acabamos, le pedí al brigada que mandara un chaval al bar y que allí largara un par de cositas. Mientras tanto, Chamorro y yo nos pusimos a mirar pelos. Hay pasatiempos mejores.

6. Una estúpida mirada azul.

Llegó la hora de comer e hicimos recuento de lo que habíamos recogido hasta allí. Teníamos a un sospechoso con móvil, aptitudes y sin coartada, pero por el momento, y pese a todos los esfuerzos desplegados por unos y por otros, inconfeso. Nos faltaba aún el arma homicida, porque las batidas que se habían hecho al efecto habían resultado infructuosas. Disponíamos de unas huellas dactilares que no parecían llevarnos más allá de la fallecida y de su cónyuge, y de unas huellas de calzado teñido de sangre que en principio tampoco permitían apuntar más que a Casiano Bernal. Por otra parte teníamos, extraídos del cuerpo de la difunta, los restos biológicos de alguien que había mantenido relaciones con ella poco antes de su muerte. Y nuestro sospechoso, tras ser informado del derecho que le asistía a no hacerlo sin orden judicial, se había avenido a entregarnos de buen grado una muestra de su saliva, que nos permitiría contrastar si los restos eran suyos o no. Pero eso todavía iba a llevar unos días, y como mucho podía demostrar una mentira de Casiano respecto de su vida marital, que no era ni siquiera indiciaria de su autoría del crimen.

Ah, y los pelos. Chamorro y yo nos pasamos un buen rato examinando el contenido de las bolsitas donde los habían guardado. Había una cantidad estimable, ciento y pico. El que hubiera hecho la recogida había demostrado buena vista y una gran meticulosidad. El trabajo de examinar cabellos no es el más rutilante, entre los muchos sucios que nos toca arrostrar a los de nuestro oficio, y además resulta especialmente ingrato y laborioso, pero a veces arroja sorprendentes resultados. En las bolsitas encontramos largos cabellos teñidos de rubio claro (de Sandra), cabellos cortos y algo rizados de color oscuro (de Casiano), muestras de vello púbico castaño (que adjudicamos a Sandra), casi negros (atribuidos en el acto a Casiano), uno canoso (habíamos visto canas en las sienes de nuestro hombre) y otros tres que tiraban a rojizos, que según la interpretación que se diera, a falta de hacer un análisis morfológico en condiciones, con microscopio y toda la parafernalia, podían ser tanto de uno como de otro. Tampoco eso nos daba unas pistas terminantes, aunque sembraba en mi cabeza ideas de esas que es difícil refrenar y que un buen sabueso debe aprender a dejar fermentar sin que le distraigan demasiado de su camino.

Por otra parte, si algún efecto había de producir la historia que a petición mía el brigada Aranda le había dicho a uno de sus guardias que contara en el bar, debíamos dejar que pasara el tiempo. No es que no pudiéramos hacer otra cosa, mientras tanto. Había otras muchas diligencias pendientes, y después de la comida, nos pusimos a ello. La parte más complicada, y menos esclarecedora, fue entrevistarse con las familias: primero con la de él, convencida de su inocencia, y encabezada por la anciana y viuda madre que antaño había sufrido a un maltratador como su hijo. Era quizá ella la más beligerante contra su nuera, a la que dedicaba, a la menor, los epítetos más demoledores. Cada cierto tiempo, intercalaba, como una letanía, esta frase casi invariable:

– Lo sabía, yo lo sabía, que esa mujer iba a ser su ruina.

La familia de ella, claro, era otra historia. Su hermano no hacía otra cosa que blasfemar y reclamar la reinstauración de la pena de muerte, cualquiera podía deducir que para serle inmediatamente aplicada a su cuñado. El padre, aunque estaba bastante hundido, salía de vez en cuando de su aturdimiento para proferir injurias que desde el presunto parricida ascendían por las diversas líneas de su estirpe. En algún momento llegó a mentar la Guerra Civil, y lo que había sido en el pueblo y el papel que había tenido la familia de Casiano, pero no fue lo bastante coherente no ya como para tenerlo en cuenta, sino ni siquiera para recordarlo aquí.

En resumen, después de calentarnos mucho la cabeza y no acertar a consolar a nadie, lo que sacamos en claro fue, por un lado, que Casiano era un buen chico que había caído en manos de una lianta, y por otro, que era una bestia condenada a serlo por los genes inmundos que le habían transmitido sus ancestros. Nada con lo que pudiéramos avanzar mucho, en rigor, a fin de formar la convicción de un tribunal; ni siquiera la de un jurado.

Era una sensación extraña, caminar por las calles del pueblo donde ya todos daban por asesino y condenado a Casiano Bernal, y ser conscientes de que no habíamos conseguido construir un aparato incriminatorio lo bastante sólido. Pero no podíamos sino seguirlo intentando. Andábamos entrevistando a los vecinos (que no habían oído nada, que estaban horrorizados, etcétera) cuando me sonó el teléfono móvil. Era el brigada Aranda.

– Vila, ven corriendo. Esto es la hostia.

Dejamos al punto lo que estábamos haciendo, porque por las cuatro palabras que había cruzado con el brigada no me parecía hombre que se impresionara por fruslerías. En el puesto, nos recibió el sargento del equipo de policía judicial de Toledo.

– He llamado a mi teniente -dijo-, y mi teniente ha llamado a la juez. Los dos estarán aquí antes de media hora. Hay que verificar una porción de cosas, pero no puedo más que felicitarte por la idea. Si esto es lo que parece, me descubro, compañero.

El hombre se había entregado hacía veinte minutos. Cuando lo vi, como suele pasar, me inspiró una mezcla de desazón y lástima. Tenía unos treinta y cinco años, cabellos rojizos y una estúpida mirada azul. Se llamaba Marcelino Carabias López, y según su propia confesión mantenía una relación sentimental clandestina con Sandra Navarro desde hacía cuatro meses. Había dicho que el hacha estaba en su casa, y también la ropa manchada de la sangre de la víctima. La juez venía de camino para proceder al registro y comprobar ese extremo. Juraba que no entendía lo que le había pasado, que no sentía que hubiera sido él, sino una especie de demonio que se le había metido dentro. Mientras lo contemplaba, mientras le oía, no salía de mi estupor. No tenía demasiadas esperanzas de que mi treta funcionara, y menos de que lo hiciera tan rápido. Cuando le había pedido a Aranda que uno de los suyos esparciera por el pueblo el rumor de que podía haber un tercero envuelto en el crimen, porque habíamos recogido huellas e indicios que apuntaban en ese sentido, no sabía a quién me enfrentaba, ni siquiera estaba seguro de enfrentarme a alguien más que a Casiano Bernal, que simplemente resistía bien los interrogatorios. Sospechaba que si era otro, y no era fuerte, podía derrumbarse al saberse perseguido, o ponerse nervioso y hacer alguna tontería. Pero entregarse esa misma tarde… Ni por asomo.

Vino su señoría, se registró la casa, se encontró el hacha, la ropa, y unos zapatos cuya suela luego se comprobaría que coincidía con una de las huellas dejadas en el dormitorio de Sandra Navarro. La juez no ocultaba su júbilo, que obedecía a varios motivos. No sólo se resolvía aquel homicidio, sino que dejaría de caerle la tormenta que aguardaba por las diecisiete denuncias recibidas y tan premiosa y negligentemente tramitadas en su juzgado. Estaba claro que haber encerrado o neutralizado a Casiano en su día ya no significaba que aquella mujer hubiera podido salvar la vida. Pocas veces me ha felicitado tan efusivamente un juez.