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– Bueno, ya se verá -dije-. Pero mientras el forense termina con la autopsia, puedo darle una información esperanzadora. Nuestra gente de criminalística ha levantado varias huellas dactilares de la bolsa de plástico, y una de neumático en la cuneta. Esto no es como en CSI, donde con eso ya van y pillan al malo, pero nos ayudará mucho en cuanto centremos un poco las pesquisas. Eso es lo que nos tienen que dejar hacer, no le pedimos nada más.

– Está bien, yo ya he dicho lo que tenía que decir -rezongó el concejal-. Por cierto, ¿no entran ustedes a las autopsias?

– Depende. Antes entraba más, pero desde que me hice vegetariano… Y la cabo es una persona muy religiosa y le resulta violento ver a un hombre desnudo. Entra sólo a las de mujeres.

Chamorro me dirigió una mirada flamígera. El concejal dudó entre pensar que le estaba tomando el pelo o que éramos un par de freaks. Supongo que optó por lo segundo, y se alejó sacudiendo la cabeza. El informe del forense, por lo demás, fue claro y conciso, y no habría sido otro de haber estado allí nosotros estorbando: muerte por asfixia, y una lesión contusa en la base del cráneo, no mortal, pero sí suficiente para provocar pérdida de conciencia. A Wilmer le habían pegado un garrotazo por detrás y una vez desvanecido lo habían asfixiado con la bolsa de plástico que habíamos encontrado tirada a treinta metros del cadáver, con las huellas. Lo podía haber hecho cualquiera. Incluso un aficionado.

2. Un Don Juán mediano

Al atardecer celebramos cónclave en la casa-cuartel No diré que mi cerebro se encontraba en su mejor momento, pero no tenía otra cosa para reunir y procesar todos los indicios y tratar de diseñar una estrategia de investigación. Por fortuna, no estaba solo. Además de Chamorro, me acompañaban en la reunión el sargento Novales, jefe del puesto local, el alférez Vega, jefe del grupo de investigación de la unidad de policía judicial de la provincia, y dos de sus subordinados, el sargento Lucas y la guardia Robles. El alférez era cuarentón curtido, pero de buen trato, y no parecía poner demasiado en entredicho que fuera yo quien marcara el paso en las pesquisas. Para favorecérselo estaba al quite mi capitán, que aun de cuerpo ausente hacía como que dirigía el caso desde Madrid y me convertía en su vicario en Murcia, prestándome la autoridad de las estrellas que él tenía y a mí me faltaban.

Fue Novales, el jefe del puesto, quien nos puso en antecedentes sobre los aspectos sociológicos más relevantes del entorno.

– Según los últimos cálculos, y tomando como base el padrón, que es bastante fiable porque sirve para tener asistencia sanitaria y escuela y éstos no perdonan nada que puedan recibir gratis, andamos por un veinticuatro por ciento de población inmigrante y treinta y tres nacionalidades representadas en el pueblo.

– ¿Treinta y tres? -se asombró Chamorro.

– Treinta y tres, ni una menos -ratificó Novales-. Yo también alucinaba, pero lo hemos comprobado. Alguna tiene representación testimonial, por ejemplo hay un mozambiqueño, un sirio y un indonesio, pero otras andan bien surtidas. Y la primera de todas, mira tú qué mala suerte hemos tenido, son los ecuatorianos.

– No es mala suerte, sino cuestión de probabilidades -anotó el sargento Lucas, que parecía uno de esos individuos que no sólo analizan todo, sino que no pueden dejar de compartir con los demás el resultado de sus análisis, por banal que resulte.

– También es verdad -admitió Novales, sin ofenderse-. Bueno, pues de eso, ecuatorianos, tenemos entre quinientos y seiscientos. Un buen día apareció por aquí uno, encontró trabajo, llamó a sus primos, éstos a los suyos, y zas, en tres años, parte del paisaje. Hasta tienen ya apodo, puesto por los gitanos, quién si no.

– ¿Qué apodo? -pregunté.

– Los payoponis, los llaman. Como son bajitos y no son calés…

Sólo Chamorro y yo nos reímos. Los demás debían de saberlo.

– Pues eso -siguió Novales-, unos seiscientos payoponis. No trabajan mal, no son conflictivos, hablan español, sus hijos se integran bastante bien. Siempre hay a quien le molestan, claro, pero en general no hay demasiado rechazo hacia ellos en el pueblo. Así que el móvil xenófobo me parece bastante dudoso. Otra cosa te diría si fuera un marroquí, o un ucraniano, o un rumano, que son los otros tres grupos importantes. Entre ésos tenemos a unos pocos mangantes, unos pocos chulos y unos pocos hijos de puta sin paliativos, que a alguno ya le hemos tenido que traer alguna vez por aquí. A los moros sí hay gente que los odia, y que incluso los maltrata de alguna manera. Con los ucranianos y los rumanos, aunque el rechazo existe también, se tiene más miramiento. Yo creo que el personal tiende a pensar que los moros son simplemente choris, pero que los otros, los del este, muy bien pueden ser mafiosos y asesinos. Aunque de momento no hayan matado a nadie ni protagonizado agresiones excesivamente graves.

– Bueno, no vamos a juzgar a la gente de este pueblo demasiado severamente -dije-. A fin de cuentas vienen a ajustarse bastante a lo que registra el inconsciente colectivo en el resto del país.

– Entiéndeme, Vila, lo que te digo es hurgando un poco en lo que la gente se guarda en la cabeza. No hemos tenido grandes problemas. A lo mejor algún moro al que no le han servido en un bar, chavales del instituto que se pelean, broncas entre la peña cuando bebe, que igual te puede pasar con inmigrantes que con gente del pueblo de al lado, o los ucranianos que andan con rollos de prostitutas y que amenazan a alguien o se dan de hostias. De alguno de ellos hemos pasado informe a la comandancia para que lo miren y tampoco han sacado gran cosa en claro.

– Hace unos meses -explicó el alférez- anduvimos investigando en los puticlubs de por aquí. Las chicas juraban hacerlo por su santa voluntad, y hasta se las habían arreglado para que tuvieran permiso de residencia y seguridad social. Todas como camareras. No me preguntes cómo se lo hacen, que yo todavía estoy intentando legalizar a la peruana que me cuida al abuelo desde hace dos años, pero así es el asunto. Y el jefe de los ucranianos de por aquí, un tal Andréi, pues qué quieres que te diga, estoy convencido de que es más malo que hecho de la piel de Satanás, pero nos haría falta toda la unidad central para demostrarlo. Te atiende exquisitamente, habla español como si hubiera nacido aquí y no para de ofrecerse para ayudarnos a localizar a los elementos de su comunidad que no traen buenas intenciones, o como él dice, hacer lo que pueda para separar a las manzanas podridas. Hasta ahora hemos venido declinando el ofrecimiento porque el comandante sospecha, me temo que con buen criterio, que lo que quiere el cabrón es utilizarnos para deshacerse de sus competidores. Pero supongo que en diez años le pondrán una calle, lo harán hijo adoptivo o incluso le acabarán dando la Cruz de Isabel la Católica.

Me tomé nota, aunque la música, como todas las que había estado escuchando, me resultaba más que conocida. Un país cada vez más complicado, y cada vez menos medios para hacerle frente, lo que en sí resultaba un sarcasmo y muy bien podía conducir a los resultados más grotescos. Como que la enfermera peruana del abuelo que mencionaba Vega estuviera ilegal y las putas y los matones del capo ucraniano con los papeles en regla. Pero eso era lo que había, y yo no podía exigir que fuese de otra forma.

– Vale, éste es el plano general -concluí-. Pero bajando un poco al detalle, ¿qué sabemos de Wilmer Washington?

Novales suspiró.

– Pues, de entrada, como decía Sófocles, sólo sabemos que no sabemos nada -bromeó Novales.

– Sócrates, no Sófocles -corrigió Lucas.

– Bueno, el que sea, que tampoco se me dio nunca la filosofía -se excusó Novales, con buen humor-. No lo teníamos fichado por nada. Con los inmigrantes nos cuesta más. Pregúntame por cualquier español y te ligo en seguida de qué pie cojea, si cojea de alguno, o en unas horas ato cabos, veo de quién es hijo o primo y te lo sitúo. Pero con los forasteros la cosa se complica. Se relacionan entre ellos, no tienen situaciones familiares normales ni arraigo antiguo en el pueblo, y todo se nos pone mucho más cuesta arriba. Lo único que puedo contarte es lo que hemos averiguado desde esta mañana, una vez que nos encontramos con el paquete.

– Pues venga, recapitulemos -sugerí.

Novales se restregó los ojos. Tampoco debía de andar muy fino. El aviso les había llegado a las tres de la mañana. Una pareja en busca de intimidad se había tropezado con el pobre Wilmer en medio de una huerta, a cien metros escasos de la carretera. Según el forense, el hallazgo había tenido lugar apenas un par de horas después del homicidio. Una casualidad infrecuente, casi anormal, si cupiera hablar de normalidad en el crimen. En cualquier caso, calculé, el sargento llevaba veinte horas en pie. Tenía razones suficientes para encontrase fatigado. Hizo un esfuerzo: