Por eso, y porque la maniobra que se me ocurrió podía probarse sin excesivo esfuerzo, decidí hacerle caso al ucraniano, pese a que me dijera que no podía facilitarme el paradero de sus compatriotas. Me contó que había pactado con ellos no delatarlos, a cambio de la información que me proporcionaba, y me aclaró que eran residentes ilegales y por eso habían huido. Como es lógico, le pregunté si no dudaba de la veracidad de esa información, que era exculpatoria para quienes la estaban dando y tan sospechosamente se comportaban. Andréi respondió, firme:
– A mí no me mentirían. Usted haga la comprobación. Y si no saca nada me lo dice, y les doy otra vuelta. Si resulta que me han contado un cuento se los entrego atados de pies y manos para que les hagan lo que quieran. Pero creo que la pista es de fiar.
Así que allí estábamos, en el bar del que, según nos habían informado, era parroquiano habitual nuestro objetivo. No faltó a su cita con la barra. A eso de las ocho y media se presentó en el local. Vega y yo nos quedamos en la mesa, con el listillo del sargento Lucas. Las dos chicas, Chamorro y Robles, se acercaron a la barra con el pretexto de pedir algo de beber. Vi cómo Chamorro trababa conversación con él y le presentaba a Robles. Nuestro hombre sonreía a ambas un poco azorado, pero con ese gustillo que da encontrarse, al final de la jornada, junto a dos mujeres jóvenes y no del todo de mal ver. En medio de la cháchara, vació deprisa su caña y pidió otra. No reparó en que Robles se hacía con el vaso vacío y lo guardaba en una bolsita de plástico antes de echárselo al bolso. En aquella circunstancia, ni se habría dado cuenta de que un buldózer le pasaba por encima del pie. Luego Robles se excusó, se alejó de la barra y salió del bar. Tampoco se dio cuenta de nada de esto el pobre incauto, porque Chamorro cuidaba de seguirle dando palique. Incluso se aposentó en el taburete, como si quisiera hablar más relajada. El tipo se puso entonces algo nervioso, y no dejaba de mirar hacia donde estábamos los demás, pero ni por un momento temí que hubiera peligro de perderlo.
A los veinte minutos regresó Robles. Desde el umbral nos hizo una seña afirmativa. Apuramos sin prisa nuestras bebidas y nos pusimos en pie. Mientras caminaba hacia la barra, pensé en lo caprichosa, lo absurda y lo idiota que podía ser la vida. Tenía un caso resuelto, en apenas día y medio y de la forma más rocambolesca e imprevisible. No había trabajado, ni había puesto de mí en él una milésima parte de lo que había invertido en tantos otros asuntos que aún criaban polvo en la carpeta de pendientes. Pero allí estaba, yendo hacia un hombre que antes de acabar aquel día, o yo no sabía nada de asesinos, habría firmado una confesión.
Chamorro le puso alerta cuando se quedó observando fijamente algo que había detrás de su espalda, es decir, a nosotros.
– Señor Castro -le dije, apenas se volvió-. Tengo que pedirle que nos acompañe. Salgamos discretamente, por favor.
Francisco Castro me miró con ojos de cordero degollado. Pero ni era la primera vez que yo estaba en aquella circunstancia ni la primera vez que un homicida me miraba así. Dejé sobre la barra un billete de veinte euros, que supuse suficiente para cubrir sus cervezas y nuestras consumiciones, y le requerí:
– Vamos, preferimos no esposarle.
En el camino hacia la casa-cuartel no abrió la boca. Llevaba la mirada perdida ante sí, su cerebro aún trataba de comprender lo que había pasado, lo que estaba pasando, lo que iba a pasar. Francisco Castro, se notaba, no era un criminal curtido. En su favor apunté que no trataba de jugar a algo a lo que no estaba acostumbrado. Las protestas de inocencia les quedan bien a los canallas, que tienen costumbre de engañar al prójimo. Pero a un hombre que ha descarrilado en un momento de ofuscación, y que no vive en la realidad anómala del delincuente habitual, le habría salido una representación titubeante, fallida y quizá patética.
Siempre que puedo, prefiero tratar a la gente con consideración y ahorrarle sufrimientos innecesarios. Por eso le expliqué al detenido, antes de nada, que sus huellas dactilares, según el análisis rápido que había hecho nuestro equipo de criminalística, y que confirmaríamos debidamente después, coincidían con las halladas en la bolsa aparecida en el lugar del crimen. También le dije que había unas huellas de neumático que en ese momento se estaban cotejando con las ruedas de su coche, aunque ya sabíamos que el modelo coincidía. Y que nos constaba cuál había sido el móvil. Francisco Castro se fue hundiendo en el asiento. No preguntó cómo habíamos llegado a averiguar todo aquello, no puso nada en duda. A veces he usado faroles, y tengo cierto aplomo para marcármelos, pero tengo mucho más aplomo cuando sé que lo que digo es cierto y fetén. Aquel hombre lo percibió al instante.
– Y ahora nos gustaría escuchar lo que tenga que contarnos usted -añadió Chamorro, ya que le tenía más confianza.
– Ah, ¿pero me queda algo? -murmuró.
– Claro, tiene derecho a dar su versión.
– Todavía estoy alucinando -se sinceró-. Apenas llevan aquí un día. ¿Tan torpe he sido?
– No fue demasiado cuidadoso -dijo Chamorro.
– Y hemos tenido suerte -admití, por si le aliviaba.
La versión de Francisco Castro no se apartó, en cuanto a los motivos, de la información que nos habían dado los ucranianos a través de Andréi. El bueno de Wilmer, impelido como de costumbre por su exceso de testosterona, había adquirido el molesto pasatiempo de tirarle los tejos a la hija adolescente de Castro, detalle que ninguno de los vecinos había querido o sabido apuntarnos, pero que los ucranianos sí habían visto, como también sus inmediatas consecuencias: un forcejeo entre ambos en el que, según le habían dicho a Andréi, habían intervenido para separarlos. La fecha de la pelea, una semana antes del crimen, coincidía en ambos testimonios. De lo que había pasado a partir de ahí, Castro nos ofreció un relato confuso, toscamente autojustificativo.
Aquel salido no se había privado de seguir molestando a su hija, y él había pensado en denunciarlo, pero ya sabía que el otro estaba legal, y que no podía asustarlo por ahí. Se había ido calentando, y al final se había dicho que no necesitaba a nadie para defender a su familia y que no iba a permitir que un sudaca de mierda lo chuleara. Castro admitía que a partir de ahí había acabado llegando a una conclusión incorrecta (incluso muy incorrecta, pensé que habría apostillado entonces De Quincey), pero nos pedía que le entendiéramos, un padre, la seguridad y el bienestar de su hija…
Sea como fuere, esperó a Wilmer y le arreó a traición con una tranca, en principio con intención de llevarlo luego al campo y darle un escarmiento. Pero del palazo lo dejó tan tieso que media hora después no había despertado, y cuando se vio en la huerta con el cuerpo inerte, algo se le encendió en el pecho, se le nubló el entendimiento y le puso la bolsa en la cabeza. Ya estaba, quién iba a preocuparse por un cerdo de indio menos en el mundo.
– Perdonen que lo diga así de crudo, pero así lo sentí.
Chamorro y yo nos miramos en silencio. Si delante del juez repetía aquel testimonio, su abogado podía alegar falta de premeditación y tratar de librarle así de los cargos de asesinato. Pero de la agravante de xenofobia no le iba a salvar ni la Virgen. No creía que aquel hombre fuera necesariamente racista, o no lo bastante como para merecerse la pena suplementaria. Así que hice algo que a lo mejor no debía, me permití darle un consejo:
– Está bien, señor Castro, va a tener que quedarse aquí y vamos a tener que entregarle al juez. Pero le recomiendo que cuide cómo habla de la víctima. No va ayudarse si lo desprecia por su nacionalidad o utiliza vocablos despectivos hacia su origen racial.
Castro hizo chascar la lengua.
– Ya, ya lo sé. Es un discurso muy feo. Lo dicen todos los políticos, todos los cantantes enrollados, todos los intelectuales, todos los obispos. Todos los que no tienen que vivir en el mismo bloque con ellos, ni aguantar que hagan ruido o que miren el culo a sus hijas. Así yo soy tolerante hasta con el diablo, mire qué le digo.
Chamorro meneó la cabeza. Cuando se lo llevaron, vaticinó:
– Está perdido. Lo van a triturar.
– ¿Piensas como él?
– No. Pero es un pobre hombre.
Eso mismo fue lo que les dijo el teniente de alcalde a los medios, cuando se hizo pública la detención. Sobra decir que no pidió a nuestros jefes que nos felicitaran por nuestra rapidez.