De los problemas de su marido con la justicia sabía, claro. Había tenido que contratar al abogado e ir a sacarle las dos veces. Pero Marcos no era un camello, afirmó, sólo se había habituado a consumir en la época de bonanza, para relajar la tensión, y al complicarse las cosas había empezado a tomar más para ahuyentar las preocupaciones. Ya debíamos de saber cómo iba eso.
Lo sabíamos, naturalmente. En este punto, me pareció demasiado preparada. Intenté apartarla un poco del guión:
– Y usted, ¿consume también?
Me miró un par de segundos, dudando.
– Alguna vez -titubeó-, bueno, una raya que otra, sí, pero… No, no estoy enganchada, como estaba él.
– Tenemos razones para pensar que su marido no sólo estaba enganchado -dije entonces-. Traficaba. Y había venido a Madrid a comprar género. Una buena cantidad.
Ángela Larrea se quedó sin habla.
– Yo -repuso, a duras penas-, yo no quise saber… Las cosas no iban bien, había un par de trampas, y Marcos… En fin, qué quiere que le diga, no puedo discutirle eso. Puede que sí, que…
– ¿Y no sabe usted a quién le compraba, habitualmente? -preguntó Chamorro-. ¿A quién vino a comprarle esta vez?
– No, yo de eso no sé nada, se lo juro. No quería saber.
– Y a un tal Raúl Castro, ¿le conoce?
Ángela Ramírez abrió unos ojos como platos. ¿Cómo habíamos avanzado tanto en tan poco tiempo? Su mente se aceleró.
– Sí, a ese Raúl lo conozco, sí -decidió sincerarse-. Ha venido por casa alguna vez. Siempre le dije a Marcos que se mantuviera alejado de gente así. ¿Tiene algo que ver con esto?
– Es pronto para saberlo -dije-. ¿Tiene idea de por dónde anda?
– Pues por El Ejido, supongo. Hace poco salió de la cárcel.
Parecía claro por dónde seguía nuestro camino. No había que exprimir mucho más a la viuda, de momento. Le pedimos que estuviera a tiro de teléfono y le ofrecimos nuestras condolencias.
Antes de separarnos, Ángela Ramírez nos preguntó:
– ¿Cómo lo mataron? ¿Por qué?
Le expusimos lo que por el momento era nuestra hipótesis, sin entrar en demasiado detalle ni hurtarle lo esencial.
– Ya veo -dijo, meneando la cabeza-. Siempre quiso creerse más listo que los demás. Y al final, ha muerto como un primo.
4. Un cajero automático
Le propuse a mi comandante desplazarnos hasta Almería para buscar a Raúl Castro e interrogarlo en persona. Con el Toyota Celica, y si lo localizábamos sin muchas dificultades, podíamos ir y venir en el día, aunque nos diéramos una paliza mediana. Alguna ventaja tenía que tener el conducir un coche de chulo de putas.
– En condiciones normales, te diría que sí -respondió mi superior-. Pero con la mitad de la unidad de vacaciones, prefiero que lo subcontratéis con nuestra gente de allí. No vaya a pasar algo imprevisto y nos quedemos en cuadro.
En otra vida, me gustaría ser capaz de comprender a los jefes. Un día les sobran efectivos para prestárselos al primero que se los pide y al día siguiente les faltan para lo indispensable.
Llamé a Almería, qué remedio. Hablé con el teniente López, de la unidad orgánica de policía judicial de la comandancia.
– El Ejido no es nuestro, sino de la pasma -me dijo-. Ha crecido mucho en los últimos tiempos. Pero bueno, nos arreglamos.
Y se arreglaron, efectivamente. Apenas dos horas después, me llamaron por teléfono.
– Vila, soy López. Tenemos al sujeto. Acojonadito vivo, dicho sea de paso. ¿Qué es lo que quieres que le hagamos confesar? Si te aprovechas, podemos cargarle cualquier muerto que tengáis podrido por ahí.
Tampoco era cuestión. Le di unas pistas para el interrogatorio.
Una hora más tarde, López volvió a llamar.
– Oye, un tipo majete, este muñeco tuyo -observó, ufano-. Y ya me extraña, porque tiene el historial suficiente para que se le hubiera retorcido el colmillo y nos hubiera enredado más. Eso sí, te tengo que anticipar que no se ha confesado autor de nada. Pero su cuento tiene cierta consistencia y puede interesarte.
El cuento de Raúl, en resumen, era como sigue. Conocía a Marcos Larrea desde hacía dos o tres años. Le había pasado coca alguna que otra vez, naturalmente en plan colega, y el otro se había ido aficionando al asunto. Luego a Larrea le había empezado a ir chungo en el negocio de los coches, y se había ido metiendo poco a poco en el tráfico, para tapar agujeros. Primero a pequeña escala, y después, a medida que le iban creciendo los problemas, en mayores cantidades. Había entrado en contacto con gente de Madrid, para comprar más mercancía. Por lo que Raúl Castro sabía, hacía un par de días había quedado con unos sudacas que vendían ya volúmenes importantes. Importadores, decían; material muy puro y de garantía total. Marcos le había ofrecido a Castro venir con él y ayudarle a colocar el género repartiendo las ganancias. Pero a Castro, según sus propias palabras, le daba yuyu ir a mayores. Pasar un poquito aquí y allá, cuando había necesidad, vale. Pero subir de nivel era también aumentar el peligro. Había conocido en la cárcel a alguna gente del escalón superior, y con ésos no tenía ninguna gana de jugarse los cuartos. Así que había preferido no acompañar a Larrea. Y eso que el otro le había insistido, y hasta le había llegado a dar todos los detalles de la cita. Había quedado con los sudacas en una pizzería de un pueblo de esos que hay alrededor de Madrid. Recordaba perfectamente la cadena a la que pertenecía la pizzería y el nombre del pueblo, Getafe. Desde el día anterior por la mañana, tenía mal pálpito. Si todo hubiera salido bien, Larrea le habría llamado en seguida. Cuando había visto a los guardias llamando a su puerta, se había temido lo peor. Al contrario que Ángela Ramírez, no le extrañaba que fueran por él. Sabía que en nuestros archivos constaba que había sido detenido una vez junto a Larrea. Y se maliciaba que si no cantaba todo lo que sabía, podía tener que comerse el marrón. Así que no tenía nada que añadir. Eso era todo lo que podía decirnos y si se le ocurría algo más que pudiera interesarnos nos llamaba inmediatamente y nos lo contaba, faltaría más.
– Y bien, ¿qué quieres que hagamos con él? -dijo López.
– ¿Qué opina usted, mi teniente?
– Creo que es mejor soltarle y darle carrete, mientras comprobáis la película. Si se la ha inventado, lo veremos por su reacción.
– De acuerdo. Aunque no estará de más tenerlo controlado.
– Descuida.
Eran las doce y media. El día estaba cundiendo, y si nos dábamos prisa podíamos sacarle todavía más partido de allí a la hora de comer. En cuanto colgué el teléfono, le pregunté a Chamorro:
– Chamorro, ¿te gustan las pizzas?
– Pues no especialmente.
Le tiré las llaves del coche.
– Toma, conduces tú. Vamos a probar cómo las hacen en Getafe.
– Me explicarás por qué, me imagino.
– Mientras vamos para allá.
En julio, el tráfico de Madrid resulta más insufrible que en ninguna otra época del año. Desde que la mayoría de los coches tiene aire acondicionado, o desde que la renta de los madrileños se ha situado en cotas europeas, la gente le ha cogido una afición a sacar el coche en verano que a llega a alcanzar tintes catastróficos. Si se le unen las obras habituales del ayuntamiento, tunelando aquí y allá, el panorama puede complicarse hasta la pesadilla.
Mientras padecíamos el atasco de salida de Santa María de la Cabeza, la calle que lleva hacia la carretera de Toledo y por tanto a Getafe, cortada por obras, Chamorro y yo hicimos una breve recapitulación de lo que habíamos obtenido hasta allí.
– Una historia bastante patética -opinó Chamorro.
– Las que nos tocan deben serlo, por definición -observé.
– Sí, pero unas más que otras. Si todo es como suponemos, me parece una forma realmente estúpida de morir.
– ¿Y cuál es la forma inteligente de hacerlo?
– De viejo, digo yo.
– Sí, amargado por todo lo que ya no tienes, sorprendiendo de reojo el odio de tu nuera y el cansancio de tu hijo.
Chamorro frunció la nariz.
– Bueno, hay quien no tiene hijos.
– Tampoco mejora eso mucho las perspectivas. Menudo sueño: acabar en una residencia, jugando al parchís con viejos a los que ni habrías saludado, de tropezártelos veinte años antes.
Se rió. No hay nada como la risa de una chica, cuando sabe.
– Creo que tú harás un viejo más feliz que todo eso.
– Vaya, no sé si es un halago o es que crees que el Alzheimer me reducirá a una idiotez reconfortante.
– Es un halago. Bueno, más o menos.
Una de las cosas que he aprendido es que no deben pedirse aclaraciones a una mujer, cuando se expresa de manera imprecisa. Y menos si es la mujer con la que trabajas a diario.