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Pasamos el atasco, recorrimos algo menos de diez kilómetros por la carretera de Toledo y llegamos a Getafe. Todo estaba en obras. Al parecer, construían una nueva línea de metro y una nueva carretera de circunvalación: el mundo, que seguía progresando, ajeno a la muerte de un pobre diablo llamado Marcos Larrea, con la que Chamorro y yo teníamos que bregar.

Sólo había una pizzería de aquella cadena en Getafe. La encargada era una chica de unos treinta años, que levantaba apenas metro y medio del suelo pero parecía dotada de una enorme energía. Dirigía con mano de hierro a la partida de mozalbetes, algunos casi adolescentes, que trabajaban allí.

– Un hombre alto con unos sudamericanos -hizo memoria-. ¿Y dice que vinieron anteanoche?

– Sí.

– ¿Cuántos sudamericanos? ¿Cómo eran?

– No podemos decirle.

– Verá, sudamericanos vienen muchos. Aquí hay bastante población inmigrante. Quizá más magrebíes, o polacos. Pero sudamericanos hay los suficientes como para que no llamen la atención. Esto no es un restaurante. Aquí la gente entra y sale rápido, a veces. Y sólo vemos al que se acerca a pedir la comida.

La encargada tampoco reconoció la fotografía de Larrea. En fin, era frustrante, pero qué le íbamos a hacer. Como se nos había echado encima la hora de comer, pedimos un par de pizzas.

Mientras las masticábamos (no valían gran cosa, por cierto) vi que Chamorro se quedaba absorta en algo de la calle.

– ¿Qué pasa? -le pregunté.

– Mira ahí.

Me di la vuelta. Estábamos de suerte. Un cajero automático.

5. El cariño que piden los muertos

Nunca he sentido una especial simpatía por las entidades financieras, y he de admitir que la poca que me inspiran se reduce a la mínima expresión cuando anuncian sus impúdicos beneficios. Pero hay algo que, mal que me pese, debo agradecerles: la precaución de instalar cámaras de televisión en muchos de sus cajeros automáticos. Gracias a eso, disponemos de una red de vigilancia que no hemos de pagar (si fuera así, no la tendríamos) y que permite controlar una porción nada desdeñable del país. Es verdad que los bancos no son demasiado proclives a compartir su información con la policía, en según qué casos. Pero cuando se trata de un asesinato, ofrecen razonables facilidades.

– Por supuesto que les daremos la cinta, inmediatamente -nos dijo el responsable de seguridad del banco al que pertenecía el cajero situado enfrente de la pizzería de Getafe-. Eso sí, les agradeceré que cuando puedan me traigan la orden judicial.

– Se la llevaremos -prometió Chamorro.

La cinta de vídeo respaldó el relato de Raúl Castro. A las 21.58, exactamente, Marcos Larrea había entrado en la pizzería. A las 22.12, había salido, en compañía de tres individuos de aspecto sudamericano que habían entrado a las 21.43. No eran los mejores retratos que seguramente podían obtenerse de ellos, pero daban para empezar a jugar. Llamamos en seguida a Bermúdez.

– Buf, la verdad -dijo, después de ver las imágenes-, ya me gustaría decirte que los tengo fichados, pero ni de lejos. Además, yo conozco a los narcos, y éstos son timadores y asesinos. A lo peor no han tocado un gramo de cocaína en su puñetera vida.

– Pues nos das una alegría, francamente -dije.

– Ya quisiera poder serviros de más -se disculpó Bermúdez-. Lo que sí puedo decirte, si te vale, es que así a primer vistazo no me parecen colombianos ni bolivianos.

– ¿Por qué? -preguntó Chamorro.

– Los colombianos y los bolivianos suelen tener pinta de indios más o menos puros, y no son muy altos. Aquí hay un par de buena talla. Y con mezcla de negro, o mucho me equivoco.

– ¿Y eso qué te sugiere?

– Coño, Vila, no soy etnólogo. Y ahora hay mezclas de cualquier cosa en cualquier parte. Pero me da un tufo.

– Tírate a la piscina, hombre, que hay confianza -dijo Chamorro.

– Caribes -apostó-. Venezolanos, por ejemplo. No te digo que no puedan ser también colombianos, de todas formas.

– Bueno, algo es algo -concluí.

Despedimos a Bermúdez con una decepción sólo a duras penas reprimida. Chamorro dio en manifestarla en voz alta:

– Bueno, mi sargento, el camino largo.

Los dos sabíamos lo que eso significaba. Empezar a repasar fichas y fichas de malvados, con el temor siempre presente de que ninguno de los que buscábamos estuviera en nuestros archivos. El trabajo tedioso e inseguro: no había nada que pudiera exasperarme más. Por suerte, tenía a Chamorro, que era paciente y sabía mantenerse despierta mientras hacía algo aburrido. La falta de esa virtud me convierte en un policía muy deficiente. Siempre intento buscar un itinerario que resulte más ameno.

– Otra posibilidad es informarnos con la policía de los sudamericanos sospechosos que vivan en Getafe -pensé en voz alta.

– ¿Y por qué habrían de vivir allí? -cuestionó Chamorro.

– Bueno, es una posibilidad, ¿no?

– ¿Tú quedarías con alguien al que piensas matar en el pueblo en el que vives, pudiendo elegir otro? -se burló.

– Yo nunca mataría a nadie, pudiendo evitarlo.

– Es un suponer, hombre.

– Está bien -me rendí-. Vamos, a las putas fichas.

Una buena parte del trabajo policial no merece ser relatado. Ni las horas frente a la pantalla, ni el papeleo permanente. Mientras Chamorro miraba fichas, yo me encargué de documentar, para incorporarlo a la carpeta de aquella investigación, todo lo que habíamos hecho hasta allí. Me daba una pereza incomensurable, pero ya que estaba en un tiempo muerto, sabía que agradecería más adelante haberme sacado eso de encima. La experiencia, al menos, me había enseñado a sintetizar un interrogatorio de una hora en un par de folios. Prescindiendo de la hojarasca y a la vez sin omitir nada que pudiera serle útil a quien tuviera que continuar con aquella investigación, si a Chamorro o a mí nos pasaba algo, o nos metían en otra juerga, o nos íbamos de vacaciones.

Nos dieron las siete y pico. Yo ya había terminado los deberes y Chamorro estaba borracha de ver rostros torvos de sudamericanos. Me acerqué a ella y le puse la mano en el hombro.

– Déjalo, Virginia. Tardaremos un día más. Qué le vamos a hacer. Y si la faena que nos han regalado se pone demasiado pesada, le pediré a Pereira permiso para devolvérsela a sus legítimos dueños. Ya habrán acabado con los rumanos, digo yo.

Chamorro se restregó los ojos. Siempre me parecía que tenía algún leve defecto visual, una pizca de astigmatismo tal vez. Pero por mucho que le insistía, ella se negaba a ir al oculista. Por coquetería, sospechaba. Con veintiséis años recién cumplidos, Chamorro estaba todavía en edad de ligarse un buen novio.

No me parecía que yo entrara en esa categoría, ni por otras razones, entre ellas el mejor cumplimiento de nuestro deber, me postulaba para tal honor. Sin embargo, creí que podía invitarla aquella tarde a tomar algo. La jornada había sido intensa y merecíamos un respiro. A Chamorro no le pareció mal la idea.

Fuimos al lugar habitual. Por la proximidad a la sede de la empresa, estaba lleno de picolicie. Mejor, porque la abundancia de testigos acreditaba la inocencia de mis intenciones.

– Esto se nos está empantanado -juzgó, dándole vueltas a su cerveza-. Con lo bien que parecía que iba.

– Bueno, todo tiene sus aristas -dije-. Me da la impresión de que hemos pecado de optimismo. Creímos que esto estaba hecho, en cuanto nos encajaron dos piezas. Y además, tenemos la cabeza en otras cosas y queremos quitarnos ésta de encima en seguida. Es lo que espera el comandante. Mala técnica. Cada muerto quiere sus mimos. Puede que tengamos que ir a Almería, tomarnos un poco de tiempo. Y si no, más vale que lo devolvamos.

– Pereira no lo devuelve ni de coña. Ni aunque se lo pidan. Sólo lo soltará hecho y terminado. Así que ya sabes.

Lo sabía, desde luego. Y eso era lo que más me molestaba. Por alguna razón, sentía que aquel muerto no era mío. No llegaba a cogerle afecto, como me suele pasar. Pero no podía sacudírmelo de encima, así que tenía que esforzarme por aceptarlo.

– ¿Adónde te vas de vacaciones? -le pregunté a Chamorro, por cambiar de tercio.

– Adonde siempre. A San Fernando, con la familia.

– ¿Es bonito, San Fernando?

– Psé. A mí no me disgusta. Playas no faltan, allí o cerca. ¿Y tú?

– Yo qué.

– ¿Te vas a alguna parte?

No lo había pensado. Suelo no pensarlo, hasta el final. Por eso siempre me coge el toro, y tengo que improvisar cualquier plan de emergencia. Cada año noto que me voy haciendo viejo para seguir estando solo, sobre todo en verano. Pero las veces que he intentado no estarlo siempre se ha acabado yendo todo al cuerno. El cariño y las atenciones que te piden los muertos se los acabas robando a los vivos. Tendría que cambiar de trabajo, y a estas alturas de la película no me imagino haciendo otra cosa.