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– No lo sé -dije-. Creo que me iré a Ibiza, a ponerme ciego de éxtasis y cepillarme unas cuantas veinteañeras colgadas.

– Si no supiera cómo eres en realidad, diría que eres un cerdo.

– ¿Y cómo soy, en realidad?

El sonido de mi teléfono móvil interrumpió aquella interesante sesión de confidencias. Era Bermúdez.

– Vila, se está poniendo de moda quemar coches -me anunció-. Acabamos de encontrar otro, pero esta vez en la punta contraria, el noroeste. Mucho menos llamativo, un Renault Laguna. Hay un detalle, quizá no signifique nada. Robado anteayer en Getafe.

6. Una idea perversa

El Renault Laguna carbonizado había aparecido en un camino poco transitado, en un tramo que discurría por una especie de hondonada. Golpeamos generosamente los bajos de nuestro Toyota para poder llegar hasta el lugar. Bermúdez iba delante, sometiendo a idéntico castigo a su Fiat amarillo.

– Anda, es el modelo nuevo -dijo Chamorro, mientras examinábamos el vehículo, o mejor dicho, lo que quedaba de él.

– Sí -confirmó Bermúdez-. Cómo molan los anuncios, ¿eh? Coche sin llave, a prueba de robo. Menuda parida. El único coche que no puede robar un chori con oficio es el que no existe.

Es inútil intentar buscar huellas o nada que no sea muy sólido y resistente en un coche incendiado. Por eso los queman. En aquél no encontramos más que las herramientas que su dueño llevaba en el maletero y algunos restos de las lámparas de recambio. Pero no nos desanimamos por eso. Había algo más interesante.

– Fijaos en el lugar -dije-. Apartado de la carretera, discreto y abrigado, y a la vez razonablemente próximo al pueblo.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Bermúdez.

– Que quien lo trajo aquí conoce la zona -dijo Chamorro.

– Exacto. No es el sitio que descubre por azar alguien que pasaba por allí. Y hay otro detalle. Si te deshaces del coche en el que vas, y no has traído otro, tienes que volver andando.

– No podemos descartar que tuvieran otro coche.

– Bueno, es una posibilidad. Explorémosla. Si vas a ir a pie, conviene no estar demasiado alejado del lugar al que piensas dirigirte a continuación. Que puede ser, por qué no, donde vives.

– Eso es un poco imprudente, ¿no? -dudó Chamorro.

– ¿Por qué? Es sólo un coche robado que arde. La policía no tiene por qué relacionarlo con un cadáver aparecido en la otra punta de la comunidad. Y tampoco va a herniarse por un coche. Llamará al propietario y le dirá "mala suerte, le tocaron unos bestias". Nadie los vio con Larrea en Getafe, o eso es lo que ellos creen. Ésa es la perdición del criminal, creer que no pueden atarse dos cabos que luego la casualidad más tonta se encarga de unir. Larrea iba solo, pero le había hablado de Getafe y de la cadena de pizzerías a su compadre Castro. Gracias a él, podemos leer la pista de este coche robado en Getafe como ellos nunca creyeron que la leeríamos.

– Bueno, promete -opinó Bermúdez.

– Promete un huevo, hombre -remaché, eufórico.

Empezaba a ponerse el sol. Era hora de dar por terminado el día, y hacer acopio de fuerzas para el siguiente.

A veces, en las investigaciones, cuando has hecho saltar la chispa decisiva, todo empieza a fluir. Es un momento delicado, porque también entonces te la puedes pegar. Procuré no olvidarlo a la mañana siguiente, mientras estudiaba con Chamorro el mapa del pueblo donde había aparecido el Renault Laguna y reuníamos los datos básicos. Seis mil habitantes, casco urbano agrupado, siete urbanizaciones. Estupendo. Con una charla con la gente del puesto, podíamos centrar el trabajo en un santiamén.

– Un momento, ¿cuántos colegios? -le pregunté a Chamorro.

– Dos.

– Pues ya está. Vamos primero allí. Puede ser el mejor atajo.

– ¿Los colegios?

– Los malos que buscamos tienen edad de tener hijos. Los malos sienten ese impulso, como cualquiera. Es una cosa inherente a la especie. Y una vez nacidos, ¿qué padre que tenga entrañas deja de procurar que sus hijos reciban una instrucción? Aunque se halle en situación irregular, eso no le impide escolarizarlos.

– Es una idea perversa, si te funciona.

– Virginia, son asesinos. Hay que buscarles el flanco débil.

En visitar los dos colegios, convencer a la encargada de la secretaría de cada uno de que nos dejase ver la lista de alumnos, e identificar a todos los de origen sudamericano, empleamos unas dos horas y media. Como resultado, dimos con tres venezolanos, dos colombianos, un peruano y once ecuatorianos.

– No hemos pensado en los ecuatorianos -dijo Chamorro.

– Ésos suelen venir a ganarse la vida honradamente.

– ¿Y los otros no? No se puede generalizar así -me objetó.

– Joder, Chamorro, son once. No te pongas en lo más difícil.

Fuimos al puesto del pueblo, con la lista de direcciones. Nos presentamos al sargento que estaba al mando, un tal Churruca. Era de la vieja escuela, de los que tienen al pueblo entero fichado. También me pareció un pelín carca, y la distancia con la que trataba a los guardias a su cargo, y especialmente a la chica que acaso en mala hora había accedido a aquel destino, lo confirmaba. Pero en fin, no puedes trabajar siempre con gente que te caiga bien. Le pedimos que nos ubicara las direcciones que habíamos recogido, y a las familias que vivían en ellas, si le sonaban.

– A mí todos los indios estos me parecen iguales -fue su escasamente alentadora respuesta.

– Inténtalo, si no te incomoda mucho -le pedí.

Cruzó una mirada, más bien furibunda, con su subordinada, que asistía muda a nuestra conversación. Me arrepentí de haberle apretado de esa forma, no fuera luego a pagarlo con ella.

Por fortuna, los dioses parecían continuar de nuestro lado. Los tres niños venezolanos vivían en una zona apartada del centro del pueblo. Si era donde a Churruca le parecía, y debía serlo, por allí había un par de almacenes de chatarra.

– ¿Puedes dejarme a un par de hombres? -le pedí-. No sé muy bien con lo que podemos encontrarnos.

– Claro -dijo, de mala gana; y dirigiéndose a la guardia, le ordenó-: Cuervo, ve tú, con Mendoza.

– A sus órdenes, mi sargento -gritó Cuervo, con un taconazo.

Cuando estuvimos en la calle, lejos de su jefe, intenté establecer alguna confianza con ella. O por lo menos aflojar la tensión.

– ¿Es siempre así?

Cuervo dudó. Debía de estar bien escaldada.

– ¿Puedo ser sincera, mi sargento?

– Por favor.

– Es una lástima -dijo-. Éste podría ser un sitio de puta madre. Gente normal, tranquila, a sus cosas. Incluso los indios, como él los llama. Pero éste ve fantasmas por todas partes.

– Debo advertiros que esta vez es posible que los haya.

Cuervo se encajó la teresiana a inspiró hondo.

– Bueno, para eso estamos, ¿no?

Una chica arrojada, no cabía duda. Para aquel tipo era un lujo disponer de ella. Lástima que no supiera aprovecharla.

Las dos casas estaban juntas. Ya tenían años, y a su alrededor había proliferado un sinfín de chamizos auxiliares. Había coches viejos y nuevos, restos de electrodomésticos, y en la valla de una de ellas, un letrero pintado a mano: "Se compra ierro, cobre, cinz".

Llamamos al timbre de una de las casas. Al cabo de medio minuto, largo, se abrió la puerta. Era una mujer.

– ¿Está su marido? -grité.

– Momento, por favor.

Desapareció y cerró la puerta. Transcurrieron otros quince o veinte segundos. La puerta volvió a abrirse y apareció un hombre en el umbral. Consulté con Chamorro, en voz baja.

– ¿Tú qué dices?

– Segura, al cien por cien -murmuró, casi sin mover los labios.

– Cuervo, preparados -ordené.

El hombre vino despacio hasta la puerta. Sonriendo.

– ¿Qué se les ofrece, compadres?

No le di tiempo a reaccionar. En cuanto lo tuve a mano, le enganché la muñeca con las esposas y lo amarré a la valla.

– No digas ni una palabra -le advertí; y lo tomó en serio, porque es lo que conviene cuando tienes cuatro pistolas apuntándote-. ¿Están por aquí tus compañeros de negocio?

– Sólo uno, en la casa de al lado -musitó. Había palidecido.

En las películas a los asesinos los cazan siempre a tiro limpio, en operaciones espectaculares. Aquélla no lo fue en absoluto. Pillamos al otro cagando, literalmente. En el registro que luego autorizó el juez, intervinimos dos millones de pesetas, dos pistolas, ningún 38. Debían de haberse deshecho de él, vendiéndolo en el mercado de armas calientes.

Esa misma tarde, la gente de Churruca enganchó al tercero. Así es como rueda la bola, cuando la suerte no se pone de uñas.

7. Un asunto rutinario

Los interrogatorios unas veces son fáciles y otras veces no tanto. El de nuestros tres venezolanos pasó por todas las modalidades. Al principio se mostraron duros, en plan gente bragada, sin dejar de recurrir al victimismo, que también sirve. El que parecía más listo se quejaba: