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– Esto es una injusticia, no se puede detener a la gente por ser de otro país, cuando uno trabaja honradamente. Ustedes los españoles son unos racistas, aunque siempre anden presumiendo de lo contrario.

– Oh, no, señor Manrique -me opuse-. Se está equivocando usted. Mi compañera tiene apadrinados a un niño peruano y a otro de Burundi y yo estoy a punto de apadrinar a uno de Kenia. Incluso pienso enviarle postales.

Se quedó descolocado. Es lo que uno debe intentar, todo el tiempo. Por eso, después de hacerle repetir por tercera vez que no conocía ni tenía puta idea de quién era Marcos Larrea, le pedí a Chamorro:

– Trae el vídeo, anda.

Le pusimos las imágenes. Las de él entrando con los otros dos en la pizzería de Getafe. Las de Marcos Larrea entrando poco después. Las de los cuatro saliendo juntos. Lo encajó en silencio, impasible.

– ¿Usted y sus amigos suelen ligar en las pizzerías con hombres a los que no conocen? -le pregunté, suavemente.

– A mí no me llama maricón ni usted ni nadie -saltó.

Bien, bien. Se estaba calentando. A partir de ahí, vendría la luz.

– No digo que no le gusten también las mujeres. Uno puede hacer a todo, y no por eso ser menos hombre.

– Usted se tragará esa mierda que acaba de decir, cuando ponga el culo. Yo sólo follo con mujeres.

Meneé la cabeza.

– No hable así, por favor. Mi compañera fue a un colegio de monjas y es muy sensible. Además, a partir de ahora lo de follar se le va a poner chungo, como no cambie de apetencias. Una vez al mes, si le toca una prisión enrollada y se porta bien. Y si su mujer no le deja, claro.

Aquí, Manrique optó por callarse.

– Vamos, señor Manrique -le apreté-, no sea chiquillo.

– No sé de qué mierda me están hablando ni pienso confesar nada. No tienen ninguna prueba. No veo en ese vídeo a nadie matando a nadie.

El mismo disco, más o menos, fue el que pusieron los otros tres, por mucho que les apretamos. Nos reunimos a deliberar.

– En una de las casas, cuando hacíamos el registro, había una mujer mayor -recordé-. Si no me equivoco era la madre de Manrique.

– ¿Y? -dudó Chamorro.

– Es un macho. ¿Qué tal si le damos en el orgullo?

No fue muy difícil arreglar que Manrique estuviera en el lugar oportuno, hora y media después, para ver pasar esposada a su anciana madre. La tratamos con toda consideración, pero una madre esposada es siempre una madre esposada, y a un hijo la imagen le hace efecto.

– ¿Qué coño estáis haciendo, hijos de puta? -gritó Manrique.

Diez minutos después, estábamos de nuevo con él en el cuarto de interrogatorios. No es un cuarto acogedor. Tiene la mugre y el olor de la mucha mala gente que ha pasado por allí, porque no podemos pintarlo con la frecuencia que querríamos. A Manrique, agotada la furia inicial, parecían habérsele conectado de nuevo los circuitos del cerebro. Dejé que fuera Chamorro quien acabara de traerlo al cajón.

– La verdad, señor Manrique -le dijo-, no veo cómo puede soportar la vergüenza de ver a su pobre madre aquí, por culpa de su chulería. Me parece que es usted de los que son muy hombres para largar y pegarle a una mujer, por ejemplo, pero no para dejarse volar los huevos cuando meten la pata y les pillan. Eso es ser hombre, en mi opinión. Pero usted no, a usted ni siquiera le importa que su madre pague los platos rotos.

Debo decir que oír a Chamorro emplear aquel lenguaje, al que en su conversación habitual no recurría, me impresionó incluso a mí.

– Lo que estáis haciendo es ilegal. Os denunciaré -lloriqueó el tipo.

– Denuncia, hombre -le invitó Chamorro-. ¿Qué quieres que hagamos? Registramos una casa, encontramos dos armas, ninguno de los habitantes tiene permiso. En un principio pensamos que los pistoleros sois vosotros, ya sé que es un prejuicio, pero bueno, la inercia. Y ahora resulta que nunca habéis roto un plato. Y entonces tenemos que preguntarnos: ¿Oye, no será que la pistolera es la vieja? Piénsalo, es lo lógico.

– Está bien, zorra, cállate ya -se derrumbó, al fin-. Me rindo. Pero quiero que la soltéis, en seguida.

– Eso depende de tu actuación, cariño. Y por cierto, si vuelves a faltarme al respeto te juro que mamá se pasa detenida setenta y una horas y cincuenta y nueve minutos. ¿Lo vas entendiendo?

Manrique trató de sostenerle la mirada, aturdido. Desde ese momento, me dispuse a hacer el papel de policía bueno, que es el que más me gusta. No es gratificante meterle el dedo en el ojo a nadie. Al menos no para mí. Por feo y desagradable que sea lo que haya hecho.

La declaración de Manrique fue bastante completa, y nos proporcionó un montón de detalles que, debidamente contrastados y soportados, nos servirían para empapelarle incluso aunque en el juicio, como era previsible, se retractara de su confesión. Hasta nos dijo a quién le habían vendido el revólver, lo que con un poco de suerte podía servirnos para redondear la faena más que honrosamente. En resumen, habían quedado con Larrea para timarle, sí, y ya habían asumido que podían tener que pegarle un tiro, o que eso era lo más conveniente. Le habían conocido a través de un compatriota que se dedicaba al trapicheo, y al que utilizaban para ojear primos. El intermediario conocía el montaje de Larrea en El Ejido y les confirmó que el tipo podía levantar buena pasta. En la pizzería simplemente se encontraron y le enseñaron, discretamente, sus poderes: el ladrillo envuelto para simular un paquete de droga. Luego acompañaron a Larrea hasta su coche, donde éste debía tener el dinero, y en cuanto abrió la puerta lo metieron a la fuerza en él. A punta de pistola lo llevaron a dar una vuelta; él y su compinche Heredia, el más bajo y taciturno de los tres, en el coche de Larrea, y el tercero siguiéndolos atrás con el Laguna robado. Dejaron que se hiciera un poco más de noche, con calma, asegurándole a Larrea que no iban a hacerle daño. A las once y media, llegaron al campo deportivo. Allí, sin darle apenas tiempo a quitar el contacto, Heredia le "metió plomo". Lo echaron fuera y en el coche se reunieron con el tercer socio, que esperaba en la plaza del pueblo. Juntos fueron hasta la cuneta donde quemaron el coche de Larrea. Y luego subieron los tres al Laguna y lo llevaron a la hondonada donde lo quemaron también. Un crimen sencillo, limpio, bien organizado.

– Lo que me extraña es cómo lo descubrieron, y tan rápido.

– La policía tiene todo el tiempo del mundo, Manrique -dije-, y la costumbre de registrar y ordenar la información que cae en sus manos, que no es poca. Eso es lo que olvidáis cuando decidís meterle plomo a alguien y apenas gastáis unos días en prepararlo y unas horitas en terminar el trabajo. Siempre os dejáis un montón de cabos sueltos.

– En mi país no nos habrían pillado, se lo juro.

– No estás en tu país. Hay que conocer las reglas del lugar donde juegas, antes de sacar la baraja y repartir cartas.

– Yo nací en Petare, sargento, uno de los cerros de ranchitos que rodean Caracas. Allí no hay reglas. Allí disparas y luego ni preguntas.

– Lo siento. Ojalá hubieras nacido en otra parte -dije.

Y lo deseaba de veras. Ojalá Manrique, y sus colegas, hubieran nacido en un lugar en el que la vida valiera algo más que un fajo de pesos, y ojalá al infeliz de Larrea no se le hubiera ocurrido la desgraciada idea de relacionarse con gente así, que iban a balearle la cabeza como quien pela un kiwi. Pero la vida, que sabe ser puñetera, tiene esas coyunturas, y por eso se necesita gente que haga lo que yo hago, aunque sea una labor en la que ni siquiera el éxito sirve para alegrarte mucho.

Llamamos a Ángela Ramírez. Al principio no daba crédito.

– ¿Que los han detenido? ¿Ya?

Le explicamos, hasta donde podíamos, hasta donde creí que le hacía falta. La mujer, pasado el asombro inicial, sintió gratitud:

– De verdad, no sé cómo… Creí que para ustedes esto era un asunto rutinario, un camello más, muerto por meterse donde no debía. Creí que no iban a hacer ningún esfuerzo por resolverlo.

Lo malo era que en buena medida tenía razón. Era un asunto rutinario. Pereira se lo vendería al coronel de la comandancia de Madrid, y éste se lo agradecería sin mayores aspavientos.

– Para nosotros nadie vale menos que otro, señora -dije, sin embargo-. Nadie merece que lo maten y no haya quien se preocupe.

Cuando colgué, me sentí mejor. No le había mentido a la viuda. Había logrado, al fin, sentir que Marcos Larrea era mi muerto, y que me importaba haber cogido a quienes se habían desembarazado tan cruelmente de él. Si estaba en alguna parte, esperaba que el resultado final le confortara. Y que descansara en paz.

(Aparecida originalmente como relato de verano en el diario El Mundo)