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La observé con una irreprimible curiosidad. Tenía buena envergadura, y unos brazos fuertes curtidos por el trabajo en el campo y con los animales. Pero su marido debía de sacarle veinte centímetros de estatura y cuarenta kilos de peso, por lo menos. Me preguntaba cómo habría sido capaz de disuadirle.

– Me pegará unas voces -explicó-, pero eso no me importa, ya no las oigo. A más no se atreve. Sabe que si me toca tendrá que acabar la faena. Porque si me deja viva, entonces lo mato yo.

Según parecía, aquella investigación nos iba a poner en relación con un paisanaje nada banal. Tengo la teoría de que el interés que puede despertar una persona depende mucho de la profundidad con que se cala en ella, porque mirados bien a fondo todos somos más o menos anormales y más o menos vulgares. Pero siendo ésa mi creencia, no la llevo al extremo de ignorar que hay a quienes la personalidad les aflora más que a otros. Por mi trabajo tengo que tratar con mucha gente, y es inevitable desarrollar la costumbre de comparar y destacar a algunos sobre el resto. Aquella mujer era de las que llamaban la atención; tanto, como escaso resultaba a primera vista su marido. Confié en que ella hubiera medido bien las fuerzas de ambos, pero por si acaso no dejé de anotarle mi número de teléfono móvil, con una recomendación:

– Si en algún momento teme algo, llámeme.

Los vi marchar, poco después, con ese raro paso unísono que en medio de la más absoluta gelidez afectiva son capaces de mantener las parejas que llevan el suficiente tiempo juntas. Los dos subieron al coche y sin que hubieran abierto la boca el hombre maniobró y enfiló la calle principal hacia la salida del pueblo.

Era un buen momento para recapitular. Llamé a Chamorro, que intercambiaba impresiones con dos de los guardias del puesto, y le propuse dar un paseo mientras ordenábamos las ideas.

– ¿Un paseo? -titubeó mi compañera.

– Sí. Así nos despejamos y exploramos un poco el lugar.

– ¿No deberíamos, más bien…?

Conocía lo bastante a Chamorro, y ella me conocía lo bastante a mí, como para que no necesitara terminar la frase. Era una trabajadora diligente, a la que le costaba demorar una tarea si tenía claro que debía hacerla. Y era evidente que había unas cuantas tareas que debíamos acometer en un futuro inmediato. Pero yo, por el contrario, creo que a veces hay que pararse y templar. No estoy seguro de que en el curso de una investigación la línea recta sea siempre el camino más corto entre dos puntos. Y tenía otra razón, puramente táctica, que no me privé de compartir con ella:

– Quiero darle tiempo.

– ¿Para?

– Para que los avise, si es que le da por ahí.

Chamorro me miró, tratando de adivinar mi intención.

– Si no es ninguno de ellos, no pasa nada -dije-. Si es alguno de ellos y tiene la sangre fría, nos esperará igual. Y si no la tiene, hará alguna idiotez. Supón que hiciera la peor, salir corriendo. Sabemos cómo es, nos lo ha dejado escrito en la pobre chica. Le cogemos en dos días, si no se entrega o no se pega un tiro antes. Y a riesgo de parecerte incorrecto, ahora que no nos oye nadie, ninguna de esas hipótesis me produce la menor inquietud.

– Muy sobrado te veo hoy, mi sargento -bromeó Chamorro-. Ayer estabas mucho más tenso, si puedo hacértelo notar.

– Ayer no teníamos autopsia, y sobre todo, no me había resignado todavía a la perspectiva de pasarme una semana aquí. Pero ya me he puesto el chip de comer marrones. Y una vez que lo hago, querida, soy una máquina implacable. Además, ahora que lo veo, este sitio no está tan mal. Me apetece conocerlo mejor.

– Desde luego, desisto de entenderte. ¿Cómo me dijiste aquella vez que se llamaba lo tuyo en jerga psicológica?

– Personalidad levemente ciclotímica. Aunque nunca dejaré que me lo mire un psiquiatra, porque supongo que hablaría de trastorno bipolar y me drogaría hasta reducirme los sesos a pulpa.

Chamorro rió de buena gana.

– Eres muy gracioso cuando hablas de esas cosas.

La miré con ternura. Su comentario revelaba hasta qué punto su mente estaba sana y a salvo de cualquier perturbación.

– Es que son cosas muy graciosas -admití-, hasta que dejan de tener gracia. Por eso comprendí que nunca valdría para la práctica profesional de la Psicología y decidí guardar el título en el fondo del armario. Y es que, puestos a escoger, prefiero este negocio de los muertos. Tampoco se consigue arreglar nunca nada, pero por lo menos tienes datos concretos sobre los que trabajar, y a veces puedes llegar a estar medianamente seguro de algo.

– Vaya, veo que vuelves a ser tú -opinó Chamorro-. Por un momento me pareció que te dejabas arrastrar por la euforia.

– Bueno, olvídalo. Vamos a dar esa vuelta, anda.

Ni ella ni yo, para ser sinceros, habíamos acudido allí con un entusiasmo desbordante. Y me parece que era más bien comprensible. En primer lugar, por la índole del caso. Todas las muertes son deprimentes, pero cuando se trunca una vida joven, después de usarla para realizar deseos sórdidos, cuesta mucho encontrar la manera de volver a creer en los semejantes. Por otra parte, agosto es el mes en que andamos más cortos de efectivos en la unidad, o lo que es lo mismo, más sobrados de trabajo, porque la clientela no descansa y porque siempre hay tareas pendientes del curso anterior que intentamos concluir. Y por si faltaba algo, estábamos también en el mes sin noticias por excelencia, lo que movía a todos los medios a ocuparse con amplitud de aquella muerte. Nos gustase o no, ya podíamos contar con trabajar todo el rato con el aliento de la prensa en el cogote, y prepararnos para que a nuestros jefes les entrasen los nervios y la impaciencia por poder dar alguna información. Justo lo último que un investigador juicioso desea hacer, hasta que no tiene atados todos los cabos.

Pero en fin, con esos mimbres había que hacer el cesto, y no era inusual que las cosas nos rodaran así. Si estábamos nosotros allí para ocuparnos de las pesquisas, se debía en parte a que gracias a los permisos veraniegos la unidad de policía judicial de la comandancia competente estaba en cuadro, pero también a que el caso había adquirido demasiada notoriedad. Ya era un valor entendido que a los de la unidad central se nos movilizaba cuando el asunto, por la razón que fuera, presentaba mal aspecto.

Nos despedimos de la gente del puesto, que nos observó, o eso creí, con cierto recelo. Sobre todo Sandoval, el sargento primero que estaba al mando, con el que ya la víspera, cuando nos habíamos conocido, no había establecido una buena química. Él me parecía a mí demasiado cuadriculado y yo a él debía de parecerle demasiado informal. Pero uno no puede ir por ahí enamorando a todo el mundo, tampoco iba a suicidarme por eso.

Era mediodía y el cielo estaba nublado. Aquella luz gris, pero intensa a la vez, le sentaba bien al paisaje. A lo lejos se veían valles de oscuro y cerrado verdor. Mientras bajábamos por una de las callejas empedradas del pueblo, le consulté a Chamorro:

– ¿Qué te parece la teoría de la mujer? Con lo que sabemos.

Chamorro alzó las cejas.

– No me parece incoherente. Cuadra con algunos detalles importantes. El hecho de que la cría no se resistiera, o la falta de habilidad para esconder después el cadáver. Cabe pensar en un asesino al que le estorban el raciocinio fuertes remordimientos. Como los que tendría alguien después de matar a su sobrina.

– Entonces estamos de acuerdo en seguir esa pista, mientras no haya otra. ¿Qué te han contado de nuestros tres sospechosos?

– Edades: José, treinta y tres; Samuel, treinta y siete; y Marcos, treinta y nueve. Todos trabajan y están casados. Ninguno, según me dicen los nuestros, se ha metido nunca en líos.

– Muy bien. ¿A cuál atacamos primero?

– Igual me da -contestó Chamorro, encogiéndose de hombros.

3. El benjamín.

Antes de abordar al primero de los hermanos, repasé con Chamorro lo que sabíamos de las horas finales de la víctima. La última vez que la habían visto viva había sido el día de su desaparición, a las cuatro y media. A esa hora, sus padres, que iban a hacer la compra del mes al hipermercado más cercano, a unos cincuenta kilómetros, se habían despedido de ella y la habían dejado en la casa familiar, viendo en la televisión un programa de cotilleo. Los animales estaban atendidos, aunque le encomendaron que se diera una vuelta a media tarde por los establos para comprobar que todo seguía como debía. Camino, que había echado los dientes entre las vacas, era perfectamente capaz de hacerlo.

Nadie la vio después. Cuando regresaron los padres, encontraron la casa vacía y la televisión encendida. La puerta de la casa estaba cerrada, pero sin llave. Tampoco esto resultaba demasiado significativo. Era una comarca tranquila y no tenían por costumbre asegurarse siempre de cerrarlo todo a cal y canto.

Dos días más tarde, el perro de un excursionista encontró el cuerpo de Camino a unos treinta metros de una carretera secundaria, semienterrado en un hoyo de no mucha profundidad y cubierto con ramas y hojas. Estaba completamente desnuda. Veinte metros más allá, aparecieron restos de sus ropas. Las habían quemado, pero no del todo. Una chapuza precipitada y grotesca.