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Bond asintió. Lo había adivinado.

– La recogeremos, pero tendrá que adaptarse a mis planes -dijo Bond.

Tomó a Sukie firmemente por un codo para darle a entender que él era el amo.

Sabía que el viaje a Cannobio le llevaría una hora, media de ida y media de vuelta, antes de trasladarse a la frontera con Austria. En caso de que decidiera correr el riesgo, tendría dos rehenes en lugar de uno y podría colocar a las chicas en el automóvil de tal forma que sus atacantes no pudieran dar fácilmente en el blanco. Por otra parte, le consolaba pensar que sólo podrían ganar el premio, cortándole la cabeza. Quienquiera que le atacara tendría que hacerlo en un tramo solitario de carretera o durante una parada nocturna. Cercenar una cabeza humana no era difícil. Ni siquiera hacía falta ser muy fuerte. Una sierra flexible semejante a un garrote provisto de cuchilla lo podría hacer en un santiamén. Lo importante para llevar a cabo el trabajo sería cierto aislamiento. Nadie tendría la menor oportunidad frente a la fachada principal de la iglesia de Cannobio, a orillas del lago Maggiore.

Fuera, el padrone permanecía de pie junto al verde Mulsanne Turbo, aguardando pacientemente con el equipaje. Por el rabillo del ojo, Bond vio al hombre de Steve Quinn, que se encontraba en lo alto de las rocas, acercarse con disimulo al Renault. Ni siquiera miró a Bond, sino que se limitó a caminar con la cabeza gacha, como si buscara algo en el suelo. Era alto y tenía el rostro de una estatua griega curtida por el tiempo y la intemperie.

Bond consiguió situarse entre Sukie y el automóvil, y estiró el brazo por detrás de la mujer para abrir el portaequipajes. Una vez cargadas todas las maletas, estrecharon ceremoniosamente la mano al padrone y Bond acompañó a Sukie a su asiento, al lado del conductor.

– Quiero que te ajustes el cinturón y que mantengas las manos bien a la vista sobre el tablero de instrumentos -le dijo sonriendo.

Al final de la hilera de automóviles, el motor del Renault se puso en marcha. Bond se sentó al volante del Bentley.

– Por favor, Sukie, no cometas ninguna tontería. Te prometo que puedo actuar con mayor rapidez que tú. No me obligues a hacer algo que pueda lamentar.

– Soy el rehén -dijo la joven modosamente-. Sé mi papel. No te preocupes.

Hicieron marcha atrás, subieron por la rampa y, siete minutos más tarde, cruzaron la frontera italiana sin ningún contratiempo.

– No sé si te has dado cuenta, pero hay un automóvil que nos sigue -dijo Sukie sin poder evitar cierto temblor en la voz.

– Ya lo sé -contestó Bond esbozando una torva sonrisa-. Nos están cuidando, pero no me gusta esta clase de protección. Ya nos libraremos de ellos más adelante.

Le había explicado a Sukie que tendrían que tratar a Nannie con mucho cuidado. Tan sólo le dirían que podía irse a Roma por su cuenta. Los planes habían cambiado y ellos tenían que dirigirse a Salzburgo a toda prisa.

– Deja que sea ella quien tome la decisión. Discúlpate, pero procura librarte de Nannie. ¿Me has comprendido?

Sukie asintió en silencio.

Había un gran bullicio en las inmediaciones de la iglesia de la Madonna della Pietá cuando llegaron. De pie junto a una pequeña maleta, había una joven muy alta y elegante con el cabello color negro recogido hacia atrás en un severo moño. Llevaba un vestido de algodón estampado que la brisa pegó a su cuerpo un instante, revelando el perfil de sus largos y esbeltos muslos, su redondo vientre y sus bien proporcionadas caderas. Sonrió al ver a Sukie y la llamó alegremente desde su ventanilla.

– ¡Oh, qué maravilla! Un Bentley. Adoro los Bentley.

– Nannie, te presento a James. Tenemos un problema.

Sukie explicó la situación, siguiendo exactamente las instrucciones de Bond. Este estudió el sereno rostro de Nannie: sus finos rasgos y sus ojos grises protegidos por gafas tipo abuelita. Llevaba las cejas depiladas de una manera anticuada, lo cual confería a sus hermosas facciones una expresión casi permanente de dulce expectación.

– Bueno, soy fácil de conformar -contestó Nannie, dando a entender que no se creía ni una sola palabra de lo que Sukie le había dicho-. Al fin y al cabo, estoy de vacaciones… Roma o Salzburgo, da lo mismo. Adoro a Mozart.

Bond se sentía vulnerable en el interior del automóvil detenido y no quería que la conversación se prolongara demasiado.

– ¿Vas a venir con nosotros, Nannie? -preguntó en tono apremiante.

– Pues, claro. No me lo perdería por nada del mundo.

Al ver que Nannie abría la portezuela, Bond la detuvo.

– El equipaje, en el portamaletas -ordenó con excesiva dureza. Después añadió, voz baja, dirigiéndose a Sukie: -Las manos a la vista, igual que antes. Eso es demasiado importante como para tomarlo a broma.

Sukie asintió y volvió a apoyar las manos en el tablero de instrumentos, mientras Bond descendía para ayudar a Nannie a colocar la maleta en el Portaequipajes.

– El bolso también, por favor -le dijo Bond a la chica, esbozando una sonrisa casi encantadora.

– Lo necesito en la carretera. ¿Por qué…?

– Por favor, Nannie, sé buena chica. Los problemas de que te ha hablado Sukie son muy graves. No puede haber equipaje en el automóvil. Cuando llegue el momento, examinaré tu bolso y te lo devolveré. ¿De acuerdo?

Nannie ladeó la cabeza con un gesto inquisitivo, pero hizo lo que le ordenaban. Bond observó que el Renault se hallaba detenido frente a ellos con el motor en marcha. Muy bien, por lo visto pensaban que seguiría viaje por Italia.

– Nannie, acabamos de conocernos y no me gustaría que te lo tomaras a mal, pero tengo que ser un poco maleducado -dijo Bond en un susurro. Había muchas personas a su alrededor, pero lo que iba a hacer era inevitable- No forcejees ni grites. Tengo que tocarte, pero te prometo que no me tomaré ninguna libertad.

Pasó hábilmente las manos por el cuerpo de la joven, utilizando las yemas de los dedos para que la situación no fuera para ella tan embarazosa.

– No te conozco, pero mi vida está en peligro -le dijo mientras la cacheaba-, por consiguiente, en este automóvil, tú también corres un riesgo. Siendo una desconocida, podrías ser peligrosa para mí. ¿Lo comprendes?

Para su sorpresa, la chica le miró sonriendo.

– En realidad, ha sido muy agradable. No lo entiendo, pero me ha gustado. Deberíamos hacerlo otra vez. En privado.

Una vez acomodados en el interior del automóvil, Bond le pidió a Nannie que se ajustara el cinturón porque iba a conducir con mucha rapidez. Volvió a poner el motor en marcha y esperó a que hubiera el suficiente espacio en el tráfico. Luego hizo marcha atrás, dio una vuelta al volante, pisó el acelerador y el freno y el vehículo derrapó describiendo un semicírculo. Tras lo cual, salió disparado y se introdujo por entre un asmático Volkswagen y un camión cargado de hortalizas en medio de la indignación de los respectivos conductores.

Pudo ver a través del retrovisor que había pillado al Renault por sorpresa. Aumentó la velocidad en cuanto el Bentley dejó atrás la zona limitada y empezó a tomar las vueltas y curvas del lago a una velocidad de vértigo.

Al llegar a la frontera, dijo a los guardias que temía que le siguieran unos malhechores y exhibió el pasaporte diplomático que siempre llevaba consigo para casos de emergencia. Los carabinieri quedaron muy impresionados, le llamaron Eccellenza, se inclinaron ceremoniosamente ante las damas y prometieron interrogar de un modo exhaustivo a los ocupantes del Renault.

– ¿Siempre conduces así? -le preguntó Nannie desde el asiento de atrás-. Seguro que sí. Debes de ser un aficionado a los coches rápidos, los caballos y las mujeres. Un hombre de acción.

Bond no hizo ningún comentario. Un hombre violento, pensó, concentrándose en la carretera mientras Sukie y Nannie hablaban de su época escolar, de fiestas y de hombres.