– Los polis se van a poner furiosos -gritó Nannie-. Vienen en dirección contraria.
– Pero, ¿qué demonios…?
– Toma la pistola y dispara -gritó Nannie, soltando una carcajada-. Vamos, James, Nannie sabe lo que dice.
6 El NUB
Por encima del alargado hocico del Bentley, Bond vio que el Renault plateado regresaba hacia ellos, avanzando en dirección contraria por el carril de vehículos lentos, mientras otros dos automóviles y un camión derrapaban sobre la ancha autobahn para evitar la colisión. No tuvo tiempo de preguntarse los cómos y los por qués se le había pasado por alto el arma de Nannie.
– Los neumáticos -dijo Nannie fríamente-. Dispara contra los neumáticos.
– Dispara tú -replicó Bond con aspereza, enfurecido ante el hecho de que la chica le diera órdenes. Él tenía sus propios métodos para detener el automóvil que, en aquel instante, se les estaba echando prácticamente encima.
En la fracción de segundo que antecedió al disparo, un cúmulo de pensamientos cruzaron por la imaginación de Bond. El Renault llevaba inicialmente a bordo a dos hombres. Cuando apareció de nuevo, había tres: uno en la parte de atrás con el Winchester, el conductor y un hombre de refuerzo que utilizaba, al parecer, un revólver de alta potencia. Ahora, el de la parte de atrás había desaparecido y el que empuñaba el Winchester era el que se sentaba al lado del conductor, cuya ventanilla estaba abierta; en un fanático acto de locura, su compañero se inclinó hacia él para disparar el Winchester contra el Mulsanne Turbo, que se hallaba detenido como una ballena varada al borde de la carretera.
Bond había acoplado a la ASP una mira Guttersnipe, cuyos tres brillantes surcos alargados permitían disparar sin fallo, mostrando un triángulo amarillo sobre el blanco. Ahora no apuntaba a los neumáticos sino al depósito de gasolina. La ASP estaba cargada con proyectiles Glaser, unas balas prefragmentadas que contenían perdigones del número 12 suspendidos en teflón líquido. El impacto de uno solo de aquellos proyectiles era devastador. Podía penetrar en la piel, el hueso, el tejido o el metal antes de que la masa de balines de acero estallara en el interior por la mitad, arrancarle una pierna o un brazo y provocar, por supuesto, el incendio de un depósito de gasolina.
Bond empezó a apretar el gatillo. En cuanto apareció en la mira la parte posterior del Renault, apretó con fuerza y disparó dos balas. Oyó un doble estallido a su izquierda. Nannie disparaba como una loca contra los neumáticos. Después ocurrieron varias cosas en rápida sucesión. El neumático frontal del lado más próximo se desintegró en medio de un terrible incendio y trituración de la goma. Bond recordó haber pensado que Nannie había estado de suerte al conseguir alcanzar con dos insignificantes balas del 22 la zona próxima a la parte interior del neumático.
El automóvil empezó a inclinarse como si estuviera a punto de dar una vuelta de campana y estrellarse contra el Bentley, pero el conductor forcejeó con el volante y los frenos y el plateado vehículo consiguió mantener el equilibrio mientras se deslizaba a toda velocidad y en irremediable condena, hacia el duro saliente del borde de la carretera. Al tiempo que el neumático se desintegraba, dos proyectiles Glaser de la ASP atravesaron la estructura metálica y penetraron en el depósito de gasolina.
El Renault chirrió y siguió avanzando como en cámara lenta. Luego, al pasar a la altura del Bentley, una fina y alargada lengua de fuego parecida a la del gas natural empezó a brotar de su parte posterior. Incluso tuvieron tiempo de ver que la llama era de color azulado antes de que toda la parte posterior del vehículo se convirtiera en una rugiente e irregular bola carmesí.
El vehículo envuelto en llamas volcó antes de que se escuchara un fuerte silbido y estrépito, seguido de un chirriar de neumáticos y metal, precursor de una espectacular agonía de muerte. Por un instante, nadie se movió. Bond fue el primero en reaccionar. Dos o tres automóviles se acercaban al escenario de los hechos, pero él no podía en aquel momento tener ningún trato con la policía.
– ¿En qué situación estamos? -preguntó.
– Con muchas abolladuras y agujeros en la carrocería, pero las ruedas parecen intactas. Hay un arañazo enorme en esta parte. De popa a proa.
Nannie se encontraba al otro lado del vehículo. Se desenganchó la falda del liguero en el que había quedado prendida, dejando al descubierto un fragmento de blanco encaje. Bond le preguntó a Sukie si se encontraba bien.
– Trastornada, pero incólume, creo.
– Subid las dos en seguida -les ordenó Bond. Se arrastró hacia el asiento del volante y vio, por lo menos, un vehículo cuyos ocupantes lucían camisas a cuadros y sombreros contra el sol, acercándose cautelosamente a los humeantes restos. Giró casi con rabia la llave de encendido y el potente motor se puso inmediatamente en marcha. Soltó el freno principal con la mano izquierda, y volvió a colocar el Mulsanne en la autobahn.
El tráfico era todavía muy escaso, lo cual le permitió a Bond comprobar el funcionamiento del vehículo. No se había perdido combustible, aceite ni presión hidráulica; los cambios de marcha estaban intactos. Los frenos no parecían haber sufrido el menor daño. El control de la velocidad de viaje funcionaba con entera normalidad y los daños de la carrocería no parecían haber afectado ni a la suspensión ni al manejo.
A los cinco minutos, se cercioró de que el vehículo estaba relativamente intacto aunque los disparos del Winchester habrían penetrado probablemente en la carrocería. El Bentley sería ahora un blanco seguro para la policía austríaca, la cual no era demasiado entusiasta de los tiroteos entre automóviles en sus relativamente seguras autopistas; sobre todo, si los participantes acababan carbonizados. Tenía que encontrar un teléfono rápidamente y alertar a los de Londres para que éstos pidieran a la policía austríaca que les dejara en paz. Bond estaba preocupado, además, por la suerte de los hombres de Quinn. ¿Y si éstos, atraídos por los millones suizos, se hubieran convertido en traidores? Otra imagen le turbaba: Nannie Norrich con su suculento muslo al descubierto y su experto manejo de la pistola del calibre 22.
– Me parece que será mejor que me entregues el arsenal de armas, Nannie -dijo en voz baja sin apenas volverse a mirarla.
– Oh, no, James. No, James. No, James, no -canturreó la muchacha alegremente.
– No me gustan las mujeres armadas, sobre todo, en las actuales circunstancias y en este automóvil. ¿Cómo demonios se me pudo pasar por alto?
– Porque, aunque está claro que eres un profesional, también eres un caballero como la copa de un pino, James. No buscaste en la parte interior de mis muslos cuando me cacheaste en Cannobio.
Bond recordó los coqueteos y la descarada sonrisa de la chica.
– Y ahora supongo que estoy pagando mi error. ¿Me estás encañonando la nuca con tu pistola?
– En realidad, la tengo apuntando contra mi rodilla izquierda desde su sitio correspondiente. Que, por cierto, no es el más cómodo para tener un arma -Nannie hizo una pausa-. Bueno, por lo menos no esta clase de arma.
Una señal indicaba la proximidad de un área de descanso, al aire libre. Bond aminoró la marcha, se apartó de la carretera y bajó hacia un claro del bosque a través de un camino abierto entre los abetos. Unas mesas y unos rústicos bancos se levantaban en el centro. No había nadie a la vista. A un lado, se podía ver una pulcra cabina telefónica en perfecto estado de funcionamiento.
Bond aparcó el automóvil cerca de los árboles, listo para una rápida huida en caso necesario. Apagó el motor, se desabrochó el cinturón de seguridad y se volvió a mirar a Nannie Norrich, extendiendo la mano derecha con la palma hacia arriba.