– ¿Te conoce? -preguntó Bond.
– Nunca le había visto en persona. Pero le tenemos en nuestros archivos. Dicen que, de joven, fue un ardiente nacionalsocialista. Le llaman Der Haken porque su instrumento preferido de tortura era un gancho de carnicero. Si tenemos que tratar con este tipo, habrá que irse con cuidado. Por lo que más quieras, James, no te fíes de él.
El Inspektor Osten ya había llegado a la altura del Bentley y ahora permanecía de pie con dos hombres uniformados junto al costado del automóvil en el que se encontraba Bond. Se agachó como si doblara el cuerpo por la cintura -recordándole a Bond una bomba de aceite- y agitó los deditos desde la parte exterior de la ventanilla del conductor como si tratara de atraer la atención de un bebé. Bond abrió la ventanilla.
– ¿Herr Bond?
La voz era delgada y estridente.
– Sí. Bond. James Bond.
– Bien. Le vamos a dar protección hasta Salzburgo. Descienda, por favor, del automóvil un momento.
Bond abrió la portezuela, descendió y clavó los ojos en las lustrosas mejillas de manzana. Después, estrechó la mano escandalosamente pequeña que el sujeto le tendía. Fue como tocar la fría piel de una serpiente.
– Estoy encargado del caso, Herr Bond. Del caso de las damas desaparecidas… Bonito título para un relato de misterio, ¿ja?
Silencio. Bond no quería tomarse a broma la apurada situación en que se encontraban May y Moneypenny.
– Bueno, pues -dijo el inspector, poniéndose otra vez muy serio-. Me alegro de conocerle. Me llamo Osten. Heinrich Osten -su boca se abrió en una mueca que dejó al descubierto unos dientes ennegrecidos-. Algunas personas prefieren llamarme con mi otro nombre: Der Haken. No sé por qué, pero me cuadra. Probablemente porque suelo enganchar a los criminales -volvió a reírse-. Incluso podría haberle enganchado a usted, Herr Bond. Ambos tenemos muchas cosas de que hablar. Muchísimas. Me parece que viajaré en su automóvil para que podamos hablar. Las damas pueden ir en los demás vehículos.
– ¡No! -gritó Nannie secamente.
– Pues claro que sí.
Osten extendió una mano hacia la portezuela trasera y la abrió. Un hombre uniformado ya estaba medio ayudando y medio levantando a Sukie a la fuerza de su asiento. Esta y Nannie fueron sacadas del automóvil y empujadas, entre protestas, hacia los demás vehículos. Bond confió en que Nannie tuviera el suficiente sentido común como para no mostrar su pistola del calibre 22. Después se percató de cómo iba a actuar. Armaría un enorme alboroto y, de este modo, conseguiría la libertad legal.
Osten volvió a esbozar su siniestra sonrisa.
– Creo que hablaremos mejor sin la cháchara de las mujeres. En cualquier caso, Herr Bond, no querrá usted que me oigan acusarle de complicidad en un secuestro y posible asesinato, ¿verdad?
7 «El Gancho»
Bond conducía el automóvil con precaución exagerada. Ante todo, el siniestro sujeto sentado a su lado parecía estar dominado por una locura latente capaz de estallar a la menor provocación. Bond había intuido la presencia del mal muchas veces a lo largo de su vida, pero nunca con tanta intensidad como en aquellos instantes. El grotesco Inspektor Osten apestaba a otra cosa y Bond tardó bastante en identificar el anticuado ron de laurel que debía utilizar con profusión para peinarse la tupida pelambrera. Había recorrido varios kilómetros de carretera cuando se rompió el silencio.
– Asesinato y secuestro -dijo Osten en voz baja, casi como si hablara consigo mismo.
– Deportes sangrientos -contestó Bond sin inmutarse.
El policía soltó una sonora risita.
– Deportes sangrientos, eso es muy bueno, míster Bond. Muy bueno.
– ¿Y va usted a acusarme de ellos?
– Puedo detenerle por asesinato -contestó Osten, riéndose-. A usted y a las dos damas. ¿Cómo es la expresión? Ah, sí, les tengo a mi merced.
– Creo que debería consultar con sus superiores antes de intentar semejante cosa. Sobre todo, con el Departamento de Seguridad y Espionaje, el DSI.
– Estos pelmazos metomentodo tienen muy poca jurisdicción sobre mi, míster Bond -dijo Osten, soltando una breve carcajada despectiva.
– ¿Es usted el único representante de la ley, Inspektor?
– En este caso -contestó Osten, lanzando un prolongado suspiro-, yo soy la ley y eso es lo que importa. Usted se interesaba por dos damas inglesas que han desaparecido de una clínica…
– Una es una señora escocesa, inspector.
– Da igual -dijo Osten, levantando su manita de muñeca en gesto de burla y rechazo-. Usted es la única clave, el eslabón de este pequeño misterio; el hombre que conocía a ambas víctimas. Nada tiene de extraño en este caso que le haga preguntas -hasta que le interrogue exhaustivamente- a propósito de estas desapariciones…
– Yo mismo ignoro los detalles. Una de las señoras es mi ama de llaves.
– ¿La más joven?
La pregunta se hizo en un tono especialmente desagradable y Bond contestó con cierta aspereza.
– No, Inspektor, la dama escocesa de más edad. Lleva conmigo muchos años, La más joven es una compañera. Creo que debería usted olvidarse de los interrogatorios hasta consultar con personas situadas ligeramente más arriba.
– Hay otras cuestiones: introducción de un arma de fuego en el país, un tiroteo en la carretera, cuyo resultado fueron tres muertes, y grave peligro para personas inocentes que circulaban por la autobahn…
– Con todos los respetos, los tres hombres pretendían matarme a mí y a las dos damas que viajaban en mi automóvil.
Osten asintió, pero con reservas.
– Ya veremos. Eso ya lo veremos en Salzburgo.
El hombre a quien llamaban el Gancho se inclinó hacia adelante y extendió el largo brazo semejante a un reptil, moviendo hábilmente la minúscula mano. El inspector no sólo era un experto, pensó Bond, sino que, además, tenía muy desarrollada la intuición. En pocos segundos, sacó de sus respectivas fundas tanto la ASP como la varilla.
– Siempre me encuentro incómodo con un hombre armado de esta manera.
Las mejillas de manzana se hincharon como un globo mientras el Gancho esbozaba una radiante sonrisa.
– Si echa un vistazo a mi billetero, verá que tengo licencia internacional para llevar armas -dijo Bond, asiendo el volante con furor asesino.
– Ya veremos… -Osten exhaló otro suspiro-. Eso ya lo veremos en Salzburgo -añadió.
Ya era tarde cuando llegaron a la ciudad y Osten empezó a dirigir a Bond perentoriamente: aquí a la izquierda, después a la derecha y otra vez a la derecha. Bond vio fugazmente el río Salzach y los puentes que lo cruzaban. A su espalda, el castillo de Hohensalzburg, antigua fortaleza de los príncipes-arzobispos, se levantaban brillantemente iluminado sobre la gran masa de roca dolomítica, dominando la vieja ciudad y el río.
Se dirigían hacia la parte moderna de la ciudad y Bond creía que su acompañante le guiaba hacia la jefatura superior de policía. En su lugar, se vio obligado a circular a través de un laberinto de calles, pasando por delante de dos bloques de apartamentos, antes de bajar a un aparcamiento subterráneo. Los otros dos vehículos, que habían perdido de vista en las afueras de la ciudad, aguardaban perfectamente aparcados, con un espacio intermedio para el Bentley. Sukie se hallaba sentada en uno de ellos y Nannie en el otro.
Una repentina inquietud puso a Bond en estado de alerta. El residente le había asegurado que la policía le iba a conducir sano y salvo a Salzburgo. En su lugar, se encontraba ante un policía muy desagradable y probablemente corrupto, y un plan, al parecer previamente organizado, según el cual deberían conducirle a un aparcamiento privado. Estaba seguro de que el aparcamiento pertenecía a un bloque de apartamentos.