– Baje el cristal de mi ventanilla -dijo Osten en voz baja.
Uno de los policías se había acercado al lado del Bentley en el que se sentaba Osten y un segundo permanecía de pie frente al vehículo. Este llevaba una pistola ametralladora, cuyo peligroso cañón apuntaba directamente a Bond.
A través de la ventanilla abierta, Osten pronunció unas lacónicas órdenes en alemán. Hablaba tan bajito y su acento vienés era tan cerrado que Bond sólo captó algunas palabras: «Las mujeres primero», después, un susurro: «Habitaciones separadas…, bajo constante vigilancia…, hasta que todo se aclare…». El Gancho terminó con una pregunta que Bond no pudo entender. La respuesta, en cambio, la entendió con toda claridad.
– Tiene usted que telefonearle cuanto antes.
Heinrich Osten asintió, moviendo repetidamente la cabezota como uno de esos muñecos que se cuelgan en la ventanilla trasera de un automóvil. A continuación le dijo al hombre uniformado que siguiera adelante. El de la pistola ametralladora no se movió.
– Nos quedaremos sentados aquí unos minutos -añadió, volviéndose a mirar a Bond mientras una beatífica sonrisa le hinchaba las coloradas mejillas.
– Puesto que sólo tiene presuntas acusaciones contra mí, creo que se me debería permitir ponerme en contacto con mi embajada en Viena -dijo Bond, pronunciando las palabras como si de órdenes militares se tratara.
– Todo a su debido tiempo. Hay que cumplir ciertas formalidades.
Osten estaba muy tranquilo y mantenía las manos cruzadas como si dominara por completo la situación.
– ¿Formalidades? ¿Qué formalidades? -gritó Bond-. Las personas tienen sus derechos. Y yo, en particular, estoy cumpliendo una misión oficial. Exijo que…
– No puede usted exigir nada, míster Bond -dijo Osten, haciendo una leve seña al policía que portaba la pistola ametralladora-. Estoy seguro de que lo comprenderá. Es usted un extranjero en un país extranjero. Por el simple hecho de ser yo un representante de la ley y de tenerle a usted encañonado con una pistola Uzi, carece usted de cualquier derecho.
Bond vio cómo sacaban a Sukie y Nannie de los otros vehículos y las mantenían bien separadas la una de la otra. Ambas parecían asustadas. Sukie ni siquiera se volvió a mirar el Bentley; en cambio, Nannie miró hacia atrás. El mensaje de sus ojos estaba muy claro. Todavía iba armada y esperaba el momento oportuno. Era una dama tremendamente dura, pensó Bond: dura y atractiva a un tiempo.
Las mujeres desaparecieron de su ángulo visual y, al cabo de un instante, Osten le clavó la ASP en las costillas.
– Deje las llaves en el automóvil míster Bond. Le tienen que sacar de aquí antes de que amanezca. Salga sin más y muestre constantemente las manos. El oficial que empuñaba la Uzi está un poquito nervioso.
Bond hizo lo que se le ordenaba. El aparcamiento subterráneo, casi desierto, resultaba frío y espectral y olía a gasolina, a neumáticos y a aceite.
El hombre que portaba la pistola ametralladora le indicó por señas que avanzara por entre los automóviles hacia un pequeño pasadizo de salida y lo que parecía ser un muro de ladrillo. Osten efectuó un leve movimiento y Bond vio en su mano izquierda un aplanado mando a distancia. Silenciosamente, parte del muro de ladrillo del tamaño de una puerta se movió hacia adentro y luego se deslizó hacia un lado, dejando al descubierto las puertas de acero de un ascensor. En algún lugar del aparcamiento se oyó el rugido y puesta en marcha de un vehículo.
El ascensor llegó emitiendo un breve suspiro y a Bond le indicaron por señas que entrara. Mientras el camarín subía en silencio, los tres hombres permanecieron en el interior sin hablar. Se abrieron las puertas y esta vez Bond fue empujado a un pasadizo con las paredes cubiertas de modernos grabados. Segundos más tarde, los tres hombres entraron en un lujoso apartamento. Las alfombras eran turcas y el moderno mobiliario era de madera, cristal y costosos tejidos. De las paredes colgaban cuadros y dibujos de Piper, Sutherland, Bonnard, Gross y Hockney. Desde la enorme estancia, una puerta vidriera daba a una espaciosa terraza. A la izquierda, una arcada permitía ver la zona del comedor y la cocina. Unos arcos más bajos se abrían a dos largos pasillos que tenían relucientes puertas blancas a ambos lados. Delante de cada una de ellas parecía montar guardia un agente de policía. Osten ordenó que se corrieran las cortinas del balcón a través del cual se podía ver el castillo de Hohensalzburg brillantemente iluminado. Unas suaves cortinas de terciopelo azul pálido se deslizaron silenciosamente a lo largo de los rieles.
– Qué casa tan bonita para un inspector de policía -dijo Bond.
– Ah, querido amigo. Ojalá fuera mía. Me la han prestado sólo para esta noche.
Bond asintió como dando a entender que ya lo imaginaba aunque sólo fuera por el estilo y la elegancia.
– Bueno, señor -dijo rápidamente, volviéndose a mirar al inspector-. Comprendo perfectamente lo que me ha dicho, pero debe saber que nuestra embajada y el departamento que represento ya han cursado instrucciones sobre mi seguridad y han recibido garantías de las autoridades locales. Dice usted que no tengo derecho a exigir nada, pero en eso comete un grave error. En realidad, tengo derecho a exigirlo todo.
Der Haken le miró con ojos vidriosos y después soltó una sonora risotada.
– Si estuviera usted vivo, sí, señor Bond. Si aún estuviera con vida, sí, tendría derecho, y yo, si también viviera, estaría obligado a colaborar. Por desgracia, ambos estamos muertos.
Bond empezó a comprender las intenciones de Osten y frunció el ceño.
– En realidad, el problema es de su incumbencia -añadió el policía-. Porque usted está muerto. Yo simplemente… ¿cómo es la frase? ¿Aguardando al acecho?
– Es un poco anticuada, pero es correcta.
Osten sonrió y miró a su alrededor.
– Viviré en esta clase de mundo dentro de muy poco. Buen sitio para un espectro, ¿eh?
– Encantador. ¿Y yo en qué clase de lugar habitaré?
Del rostro del policía desapareció todo vestigio de humanidad. Los músculos se endurecieron como rocas y la vidriosa mirada se quebró y desintegró. Hasta las mejillas de manzana parecieron perder color.
– La tumba, míster Bond. Habitará usted la fría tumba. No estará en ningún lugar. Nada. Será como si jamás hubiera existido -Osten levantó una de sus manitas para consultar el reloj de pulsera; luego se dirigió al hombre que empuñaba la Uzi, y le ordenó ásperamente que encendiera el televisor-. El último telediario empezará de un momento a otro. Mi muerte ya debería haberse comunicado. La suya se anunciará como probable…, pero será más que probable antes del amanecer. Por favor, siéntese y preste atención. Estará de acuerdo en que mi improvisación ha sido brillante porque he tenido muy poco tiempo para organizar las cosas.
Bond se hundió en un sillón. Tenía la mitad de su mente centrada en las posibilidades que corría de enfrentarse con éxito a Osten y sus cómplices, y la otra mitad trataba de averiguar qué planes había elaborado el policía y por qué razón.
En la gran pantalla en color aparecieron unos anuncios. Unas atractivas muchachas austríacas sobre un fondo de montañas proclamaban ante el mundo las excelencias de una crema antisolar. Llegó un joven sin sombrero desde el aire, bajó de su avioneta deportiva y dijo que panorama era wunderschön, pero que aún lo sería más si se utilizaba una determinada marca de cámara para fotografiarlo.
El logotipo del noticiario llenó la pantalla e inmediatamente apareció el severo rostro de una morena presentadora. La principal noticia era un tiroteo en la autobahn A-12. El automóvil de unos turistas había sido tiroteado y se había estrellado envuelto en llamas. Las imágenes mostraban el Renault plateado, rodeado de policías y ambulancias. Volvió a aparecer la presentadora con la cara muy seria. El horrendo incidente se había complicado con la muerte de cinco oficiales de policía que se dirigían a toda prisa desde Salzburgo al escenario del tiroteo. Uno de los vehículos de la policía había perdido el control y había chocado de costado con el otro. Ambos automóviles habían patinado hacia una zona arbolada y se habían incendiado.