– Esta visita -añadió Bond-, creo que es una tal miss Moneypenny.
– Correcto -dijo el médico con mucha amabilidad.
– No sabrá usted dónde se aloja en Salzburgo, ¿verdad?
El médico no lo sabía.
– Tengo entendido que mañana vendrá a ver otra vez a la paciente -contestó.
Bond le dio las gracias y dijo que volverla a llamar. Cuando terminó de ducharse y cambiarse de ropa, ya empezaba a oscurecer. Al otro lado del lago, el sol abandonó poco a poco el monte Tamaro y empezaron a encenderse las luces de la orilla. Los insectos se concentraron alrededor de los globos de cristal de las lámparas y una o dos parejas se sentaron junto a las mesas del exterior.
Mientras Bond abandonaba su habitación para bajar al bar instalado en un rincón del restaurante, un Porsche 911 Serie 3 de color negro se adentró silenciosamente en el patio frontal y se detuvo con el morro de cara al lago. Su ocupante descendió, cerró la portezuela y se encaminó a pasitos hacia la iglesia, desandando el camino por el que había venido.
Al cabo de unos diez minutos, los clientes sentados alrededor de las mesas y junto a la barra del bar del hotel oyeron unos repetidos gritos desgarradores. Los murmullos de las conversaciones cesaron de golpe en cuanto los clientes se percataron de que los gritos no formaban parte de ningún juego. Varias personas que se hallaban junto a la barra se encaminaron hacia la puerta. Unos hombres que ocupaban las mesas exteriores ya se habían levantado y otros miraban a su alrededor en un intento de averiguar de dónde procedían los gritos. Bond figuraba entre los que salieron corriendo al exterior. Lo primero que vio fue el Porsche. Después, una mujer pálida como la cera y con el cabello volando al viento, bajó corriendo por los peldaños del cementerio de la iglesia con la boca abierta en un grito continuo. Se cubrió el rostro con las manos, se mesó los cabellos y se comprimió la cabeza.
– Assassinio! Assassinio! -gritó, señalando hacia el cementerio.
Cinco o seis hombres se adelantaron a Bond, subieron por los peldaños y se congregaron alrededor de un pequeño bulto tendido en el centro del camino adoquinado mientras contemplaban en sobrecogido silencio el espectáculo que se ofrecía ante sus ojos.
Bond se aproximó despacio al perímetro del grupo. Paul Cordova, la Rata , yacía boca arriba con las rodillas dobladas, un brazo extendido hacia adelante y la cabeza en ángulo, casi cercenada de un solo tajo en la garganta. La sangre había formado un charco sobre los adoquines.
Bond se abrió paso por entre la gente y regresó a la orilla del lago. Nunca había creído en las coincidencias. Sabía que el ahogamiento de los jóvenes, el incidente de la gasolinera, la explosión en la autopista y la presencia de Cordova, allí y en Francia, guardaban relación entre sí, y que él era el común denominador. Sus vacaciones ya estaban destrozadas. Tendría que telefonear a Londres, presentarse y aguardar órdenes.
Otra sorpresa le esperaba al entrar en el hotel. De pie junto al mostrador de recepción, tan elegante como siempre, enfundada en un modelo de cuero azul, probablemente de Merenlender, se encontraba Sukie Tempesta.
3 Sukie
– ¡James Bond!
La alegría parecía sincera, aunque, con las mujeres bonitas, uno nunca podía estar seguro de ello.
– En carne y hueso -contestó Bond, acercándose a ella.
Ahora vio de verdad sus ojos por primera vez: grandes, de color castaño con manchas violeta, almendrados y realzados por unas largas pestañas naturalmente curvadas. Eran unos ojos, pensó, capaces de levantar o hundir a un hombre. Los suyos se posaron fugazmente en la firme curva de su busto bajo la bien cortada chaqueta de cuero. La chica extendió el labio inferior hacia afuera para soplarse el cabello de la frente, tal como hiciera la víspera.
– No esperaba volver a verle -su ancha boca esbozó una cordial sonrisa-. Me alegro muchísimo. Ayer no tuve ocasión de darle debidamente las gracias. Míster Bond -añadió con una fingida reverencia ceremoniosa-, puede que incluso le deba la vida. Muchísimas gracias. Se lo digo en serio.
Bond se situó a un lado del mostrador de recepción para poder mirarla y vigilar al mismo tiempo la entrada principal del hotel. Presentía un peligro; tal vez el peligro de encontrarse al lado de Sukie Tempesta.
Fuera seguía el tumulto. Había llegado la policía y se escuchaba el silbido de las sirenas desde la calle principal y la iglesia de arriba. Bond sabía que ahora tendría que andarse constantemente con mucho cuidado. Sukie preguntó qué ocurría y, cuando él se lo contó, se encogió de hombros.
– Allí donde yo vivo es algo habitual. En Roma, los asesinatos están a la orden del día; aquí, en Suiza, en cambio, parecen en cierto modo insólitos.
– Son habituales en todas partes -Bond esbozó su más seductora sonrisa-. Pero, ¿qué hace usted aquí, señorita Tempesta? ¿O acaso debo llamarla señora o tal vez signora?
– En realidad, más bien principessa… -contestó la mujer, arrugando graciosamente la nariz y arqueando las cejas-, si queremos guardar las formas.
– Principessa Tempesta -dijo Bond, mirándola inquisitivamente al tiempo que se inclinaba haciendo una profunda reverencia.
– Sukie -le corrigió ella sonriendo mientras en sus inocentes ojos aparecía un leve asomo de burla-. Debe llamarme Sukie, señor Bond. Por favor.
– James.
– James.
En aquel instante, apareció el padrone para completar los datos del registro. En cuanto éste vio el título en los documentos, se deshizo en sonrisas y reverencias.
– Aún no me ha dicho qué hace usted aquí -añadió Bond entre las efusiones del hotelero.
– ¿Podría hacerlo durante la cena? Por lo menos, le debo eso.
La mano de la chica se posó en el antebrazo de Bond y éste experimentó el lógico intercambio de electricidad. Unos timbres de alarma se dispararon en su cerebro. No corras riesgos, se dijo, no los corras con nadie, y tanto menos con una persona que te resulte atractiva.
– Una cena sería muy agradable -contestó, antes de preguntarse una vez más qué estaría haciendo aquella hora la chica en el lago Maggiore.
– Mi pequeño automóvil se ha averiado. Según los mecánicos del garaje de aquí le ocurre algo muy grave, lo cual significa probablemente que lo único que van a hacer será cambiarle las bujías. Pero me dicen que tardarán varios días.
– ¿Y a dónde se dirige?
– A Roma, naturalmente -contestó Sukie, volviendo a soplarse el cabello para apartárselo de la frente.
– Qué feliz coincidencia -dijo Bond, inclinándose de nuevo cortésmente-. Si pudiera ayudarla en algo…
– Estoy segura de que sí -Sukie vaciló un instante-. ¿Le parece que nos reunamos aquí dentro de media hora para cenar?
– La estaré esperando, principessa.
A Bond le pareció que la muchacha arrugaba la nariz y le sacaba un poco la lengua como una colegiala perversa mientras seguía al padrone hasta su habitación.
En la intimidad de su propia habitación, Bond volvió a llamar a Londres para facilitar información sobre Cordova. Tenía puesto el desmodulador y, en el último momento, pidió que le facilitaran los posibles datos que hubiera sobre la principessa Sukie Tempesta tanto en el ordenador de la Interpol como en el de la central. Después le preguntó al oficial de guardia si disponían de alguna información sobre el propietario del BMW, Herr Tempel de Friburgo. Todavía nada, le dijeron, pero parte del material se había enviado a aquella tarde.