– No se preocupe, que, si es importante, en seguida se enterará. Que pase unas felices vacaciones -le dijo el agente.
Muy gracioso, pensó Bond mientras guardaba el desmodulador, un CC-500 que puede utilizarse en cualquier teléfono del mundo y permite que sólo la parte receptora legítima oiga al comunicante en clair. Cada CC-500 tiene que ser programado individualmente para que los oyentes furtivos sólo puedan oír ruidos indescifrables, aunque utilicen un sistema compatible. En aquellos instantes, era costumbre que todos los oficiales del Servicio que se encontraran en el extranjero, tanto si cumplían alguna misión como si estaban de vacaciones, llevaran consigo un CC-500 cuyos códigos de acceso se modificaban diariamente, para evitar intromisiones.
Faltaban diez minutos para su cita con Sukie, aunque Bond dudaba de que la chica fuera puntual. Se lavó rápidamente, se friccionó la cara y el cabello con colonia, y se puso una chaqueta de algodón azul sobre la camisa. Bajó rápidamente y se dirigió al aparcamiento. Reinaba todavía una gran actividad policial en el cementerio de la iglesia y un equipo de la brigada de homicidios había colocado unos focos en el lugar en el que se había descubierto el cadáver de Cordova.
En el interior del vehículo, Bond esperó a que se apagara la luz intermitente del aparcamiento antes de pulsar el botón del compartimento secreto del tablero de instrumentos. Examinó la ASP de 9 mm, volvió a colocarla en su funda y se la puso en su sitio correspondiente bajo la chaqueta. Después se ajustó la funda de la varilla al cinturón. Lo que ocurría a su alrededor era indudablemente peligroso. Ya se habían perdido por lo menos dos vidas -probablemente más-, y no tenía la menor intención de convertirse en el siguiente fiambre.
Para su sorpresa, Sukie ya le aguardaba junto a la barra cuando él regresó al hotel.
– Como una mujer bien educada, no he pedido nada mientras esperaba.
– Me gustan las mujeres bien educadas -Bond se acomodó en el taburete de al lado y se volvió ligeramente para poder ver con toda claridad a cualquier persona que entrara por la gran puerta de cristal-. ¿Qué vas a beber?
– Oh, no, esta noche invito yo. En honor suyo, por haberme salvado la vida, James.
Una de sus manos volvió a rozarle un brazo y Bond percibió la misma electricidad. Y capituló.
– Sé que estamos en el Tesino, donde piensan que la grappa es un buen licor. Aun así, yo prefiero las bebidas ridículas. Un Campari con soda, por favor.
Sukie pidió lo mismo y el padrone se apresuró a organizar el menú. Sería una cosa muy alla famiglia y muy semplice, les explicó. Les vendría bien para variar, dijo Bond. Sukie le rogó que eligiera los platos. Bond comentó que sería un poco exigente y cambiaría un poco el orden, empezando con el melone con kirsch, que pidió les sirvieran sin el licor. No le gustaban los platos aderezados con alcohol.
– Para empezar, exceptuando la pasta, no hay más que un plato que merezca la pena en esta zona. Estará usted de acuerdo, supongo.
– ¿La coscia di agnello? -preguntó Sukie, asintiendo con una sonrisa.
En el norte, aquel plato de carne sazonado con especias se llamaba «Lamm-Gigot». Allí, entre los tesineses, el sabor era menos delicado, pero la adición de mucho ajo lo convertía en una delicia. Sukie rechazó, al igual que Bond, cualquier verdura, pero aceptó la lechuga que éste pidió también, junto con una botella de Frecciarossa Bianco, el mejor vino blanco que, al parecer, tenían en la comarca. Bond echó un vistazo a los espumosos y los juzgó imbebibles, aunque «probablemente adecuados para un aliño», lo que a Sukie le hizo mucha gracia. Su risa era lo menos atractivo de ella, un poco áspera y quizá no del todo sincera.
Una vez sentados, Bond se apresuró a ofrecerle su ayuda para el viaje.
– Salgo hacia Roma mañana por la mañana. Tendría mucho gusto en llevarla. Eso siempre y cuando el príncipe no se ofenda por el hecho de que un plebeyo la acompañe a casa.
– No está en condiciones de ofenderse -contestó ella, haciendo un mohín-. El príncipe Pasquale Tempesta murió el año pasado.
– Lo lamento, yo…
– No lo lamente -dijo Sukie haciendo un gesto de rechazo con la mano derecha-. Tenía ochenta y tres años. Estuvimos casados dos años. Fue simplemente útil -añadió sin sonreír ni tratar de hacerse la graciosa.
– ¿Un matrimonio de conveniencia?
– No, simplemente útil. Me gustan las cosas buenas. El tenía dinero; era viejo; necesitaba a alguien que le cuidara por la noche. En la Biblia, ¿no tomó el rey David a una muchacha -Abisag- para que lo atendiera?
– Creo que sí. Mi educación fue más bien calvinista, pero me parece recordar que solíamos reírnos con disimulo cuando se comentaba esta historia.
– Bueno, pues, eso fui yo, la Abisag de Pasquale Tempesta, y a él le encantaba. Ahora a mi me encanta lo que me dejó.
– Para ser italiana, habla usted un inglés excelente.
– Faltaría más. Soy inglesa. Sukie es diminutivo de Susan.
Volvió a sonreír y después soltó una carcajada, esta vez un poco más melosa.
– En tal caso, habla un italiano excelente.
– Y francés y alemán. Ya se lo dije ayer, cuando intentaba, con sutiles preguntas, averiguar algo acerca de mí. -Sukie se inclinó hacia adelante y cubrió con la suya la mano de Bond apoyada sobre la mesa al lado del vaso-. No se preocupe, James. No soy una bruja. Pero capto en seguida las preguntas indiscretas. Me viene de las monjas y de vivir con la familia de Pasquale.
– ¿Las monjas?
– Soy una buena chica educada en un convento, James. ¿Sabe cómo son las chicas educadas en los conventos?
– Más bien sí.
– Me lavaron el cerebro -dijo Sukie, haciendo pucheros-. Mi padre era un agente de cambio y bolsa. Todo muy vulgar: condados de las cercanías de Londres; una falsa casa Tudor; dos automóviles; un escándalo. Papá fue sorprendido con unos cheques un poco raros y se pasó cinco años en régimen de prisión abierta. Derrumbamiento de una sólida familia. Y yo acabé en el convento. Después querían que estudiara en Oxford. Me harté de todo y contesté a un anuncio del Times en el que se pedía una niñera, con un montón de ventajas, para una familia italiana de noble origen: la del hijo de Pasquale, en realidad. Es un título antiguo, como los de toda la nobleza italiana superviviente, pero con una diferencia. Ellos siguen conservando las propiedades y el dinero.
Los Tempesta aceptaron a la niñera inglesa como si fuera un miembro más de la familia y el anciano príncipe se convirtió en un segundo padre para ella. Sukie se encariñó con él y, cuando el príncipe le propuso el matrimonio -calificado por él mismo de comodo en contraposición a comodità-, Sukie consideró prudente no rechazarle. Sin embargo, tuvo la astucia de evitar que el matrimonio privara a los dos hijos de Pasquale de la herencia que por derecho les correspondía.
– En cierto modo, les privó, pero ambos son ricos y afortunados y no se opusieron. Ya conoce usted a las familias italianas, James. La felicidad de papá, los derechos de papá, el respeto hacia papá…
Bond preguntó de qué forma se habían hecho ricos los dos hijos y Sukie vaciló un instante antes de contestar.
– Ah, pues, con sus negocios. Son propietarios de empresas y cosas por el estilo… Sí, James, aceptaré su oferta de acompañarme a Roma. Gracias.
Estaban a medio comerse el cordero cuando el padrone se acercó presuroso, pidió disculpas a Sukie y se inclinó para susurrarle a Bond que le llamaban urgentemente por teléfono. Indicó por señas el bar donde el teléfono aparecía descolgado.