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«Cuando llegué, no pude comer y pasé temblando toda la noche. A la mañana siguiente me llevaron al agua y desde aquel momento fui caballo perdido. Me atormentaron, que es lo que los hombres llaman cuidar. Se me fueron cayendo los cascos.

Se me hincharon y curvaron las patas y me quedé débil y apático.

«Me vendieron a otro chalán, que me daba zanahorias y otros ingredientes, con los que no me curaba, pero conseguía engordarme. No recuperé mis fuerzas, pero cualquiera que no fuese inteligente, se engañaba al verme. Tan pronto como llegaba algún comprador, el chalán cogía un látigo y me molía a golpe hasta que me encolerizaba y me ponía a hacer cabriolas.

Una señora anciana me compró y me sacó, por fin, de las garras del chalán.

«Esta se pasaba la vida en la iglesia de San Nicolás y lo zurraba a su cochero todos los días. El pobre se venía a llorar a mi cuadra. Entonces fue cuando supe que las lágrimas tienen un saborcillo amargo bastante agradable. Algún tiempo después, murió la vieja. Su intendente me llevó al campo y me vendió a un buhonero. Me dieron trigo para comer y mi salud empeoró. El buhonero me vendió a un aldeano, que me dedicó a labrar la tierra. Además de lo mal alimentado y mal cuidado que estaba, tuve la desgracia de herirme en la palma de un casco con un pedazo de hierro, con lo que pasé mucho tiempo cojo. El aldeano me dejó en manos de un tratante bohemio a cambio de otra caballería y en poder de éste sufrí un verdadero martirio. El bohemio me vendió a nuestro intendente y heme aquí entre vosotros».

Toda la yeguada guardó silencio.

X

Al volver al día siguiente a la casa, el ganado se encontró al dueño con un extraño.

La vieja Juldiba se les acercó y les dirigió una mirada investigadora. Uno de ellos era joven todavía, el propietario. El otro era un antiguo militar, de rostro congestionado.

La yegua pasó por delante de ellos tranquilamente, pero las yeguas jóvenes se conmovieron y admiraron cuando su dueño se colocó entre ellas y le indicó algo a su amigo.

–Esa yegua tordilla se la compré a Vageikof –le dijo.

–Y aquella cuatralba, ¿de dónde procede? Es muy bonita.

–Aquella es la de la raza de Krienovo –repuso el dueño.

Pero no se podía examinar bien a los caballos de aquel modo, así que llamaron a Néstor y el viejo, montado sobre el pío, se acercó apresuradamente con el sombrero en la mano. El pobre animal, a pesar de su cojera, hizo lo posible para marchar tan de prisa como se lo permitían sus patas llenas de heridas y hasta intentó tomar el galope para testimoniar su buena juventud.

–No hay yegua mejor que ésa en toda Rusia –dijo el dueño, mostrando una de las yeguas jóvenes.

El desconocido la admiró, por cortesía. Parecía estar profundamente aburrido, pero fingió que le interesaba la yegua.

Si, efectivamente –contestó con voz distraída. Al cabo de cierto tiempo, y después de haber visto una porción de caballos, no pudo resistir más y dijo:

–¿Vámonos?

–Como quieras –replicó el dueño, y ambos se alejaron en dirección a la puerta.

El desconocido, contento de verse libre y ante la idea de sentarse pronto a la mesa para comer, beber y fumar, se animó visiblemente.

Al pasar por delante de Néstor, que permanecía en pie y en actitud de esperar órdenes, apoyó su gruesa mano en las ancas del caballo pío, y dijo:

–¡Qué casualidad! He tenido un caballo parecido a éste. Te he hablado de él en otra ocasión, ¿te acuerdas?

El dueño, viendo que su amigo no ponía atención en sus caballos, no se cuidó de lo que éste le decía y consintió andando y siguiendo con la vista a sus yeguas.

De pronto oyó un relincho débil y trémulo. Era el viejo pío, que había empezado a relinchar, pero se contuvo en seguida, asustado de su temeridad.

El viejo Kolstomier había reconocido en el viejo militar a su querido amo, el húsar.

XI

Caía desde la mañana una lluvia fina y fría, pero en casa del propietario no se preocupaban de ello.

En derredor de una mesa bien servida se hallaban reunidos el propietario, su mujer y el viejo militar.

La mujer, que estaba esperando un niño, se mantenía erguida y tiesa, pero su vientre se notaba ya claramente. Hacía con gracia los honores de la mesa, mientras el propietario abría una caja de cigarros, con fecha de diez años. Según él, nadie los tenía iguales.

El propietario era un arrogante mozo de veinticinco años, elegante y vestido a la moda por un sastre de Londres. Algunas alhajas adornaban la cadena de su reloj y hermosos botones de turquesa los puños de su camisa. Tenía la barba cortada a lo Napoleón III y llevaba las puntas de su bigote retorcidas hacia arriba.

La mujer llevaba puesto un traje de muselina de seda de grandes ramos. Adornaba su cabeza con gruesos pasadores de oro, y sus brazos con hermosas pulseras. El centro de mesa y los cubiertos eran de plata, y todo el servicio de porcelana de Sèvres.

El mozo del comedor, con traje negro y chaleco azul, permanecía derecho como un huso ante la puerta.

Los muebles y las colgaduras denotaban riquezas. Todo era bello, pero faltaban el gusto y la elegancia.

El dueño, deportista encarnizado, era uno de esos hombres a quienes se les ve en todas partes, lo mismo en las carreras que en el teatro. Uno de esos que arrojan magníficos ramos a las actrices. Su amigo Nikita Serpukovsky tenía ya cuarenta años. Era alto, robusto, calvo, y llevaba barba y largo bigote.

En otro tiempo debió haber sido muy guapo. Actualmente era pasable, moral y físicamente.

Sus deudas eran tan considerable, que, para no verse reducido a prisión, había tenido que solicitar del gobierno un empleo en una ganadería de la Corona.

Todo cuanto llevaba puesto tenía un sello particular de elegancia que demostraba su origen distinguido.

En su juventud se había comido una fortuna de un millón de rublos y había contraído deudas que ascendían a ciento veinte mil. Aquel pasado inspiraba tanto respeto a sus abastecedores, que le concedieron un crédito ilimitado.

Habían transcurrido diez años. Su prestigio disminuía y Nikita empezaba a encontrar muy triste la vida. Tomó la costumbre de embriagarse, cosa que no le había sucedido nunca en otro tiempo. Sin embargo, no se le podía acusar de que empezara entonces a beber, puesto que había bebido ya desde su edad más tierna. Su seguridad de otro tiempo iba desapareciendo. Su mirada se hacia vaga. Sus movimientos comenzaban a ser indecisos.

Semejante situación resultaba enojosa para quien había estado acostumbrado a hacerse obedecer y admirar por todo el mundo.