El propietario y su mujer, que lo conocían desde hacia largo tiempo, lo miraban compasivamente, se cambiaban signos de inteligencia y procuraban hacer lo necesario para que se sintiese a gusto.
La felicidad y la fortuna de su amigo humillaban al pobre Nikita y le recordaban su pasado, que desgraciadamente no volvería ya. Procuraba, no obstante, vencer la preocupación que se apoderaba de él.
–¿No le molesta el cigarro, María? dijo, dirigiéndose a la dueña de la casa.
No tenía la menor intención de molestarla. Al contrario, en su actual posición, más bien trataba de congraciarse con ella.
Tomó un cigarro.
El dueño de la casa le ofreció un puñado de los suyos con aire contrariado.
–Tómalos: son excelentes –le dijo.
Nikita rechazó los cigarros con la mano, algo humillado, diciendo:
–Gracias.
Y abrió su petaca.
–Prueba los míos, te lo ruego.
La joven tenía más delicadeza que el propietario. Trató de cambiar de conversación y se puso a hablar con volubilidad.
–Me gustan mucho los cigarros, pero no fumo aunque vea fumar a mi lado –dijo con amable sonrisa.
Otra sonrisa de Nikita fue su contestación.
–No insistió el propietario, que no se daba cuenta de nada, tómalos, tengo otros, pero no son tan buenos. Ahora que, si prefieres los grandes, puedes quedártelos todos.
Y luego, dirigiéndose a su criado, le dijo en alemán:
–Fritz, bringen. Sie bitte noch einen Kasten.
Se consideraba feliz dándose tono delante de cualquiera. No comprendía hasta qué punto humillaba al pobre Nikita, que encendió un cigarro y procuró darle nuevo giro a la conversación.
–¿Cuánto te ha costado Atlasnii? –le preguntó.
–Muy caro –repuso–; no menos de cinco mil rublos, pero estoy satisfecho. ¡Si vieras qué vástagos!
–¿Corren bien?
–¿Que si corren …? Han ganado los tres primeros premios: uno en Tula, otro en Moscú y el tercero en San Petersburgo, y eso que tenían por rivales los caballos de Vageikof.
–Para mi gusto, está un poco gordo tu Atlasnii –replicó Nikita.
–¡Y las yeguas! Son finísimas. Ya las verás mañana. Tengo dos que son soberbias.
Y empezó a enumerar sus riquezas.
Su mujer comprendió que aquella conversación mortificaba a Nikita, y para cortar por lo sano dijo:
–¿Queréis tomar una taza de té?
–No, gracias –contestó el dueño, y continuó su conversación con Nikita.
Viendo que no había medio alguno de hacerle cambiar de tema, la mujer se levantó.
Entonces, el dueño de la casa la cogió en sus brazos y la abrazó con ternura.
Nikita sonrió. Pero cuando ambos desaparecieron detrás de la cortina, la expresión de su rostro se alteró profundamente: se volvió triste, dolorosa y hasta se dibujó en ella una sombra de irritación.
XII
El dueño de la casa volvió y se sentó, sonriendo, frente a Nikita. Ambos guardaron silencio.
Aquél se preguntaba de qué podría vanagloriarse aún delante del pobre Nikita, que procuraba aparentar no ser tan desgraciado como se le creía. Pero a uno y a otro les costaba trabajo hallar nuevo tema de conversación.
«¡Si al menos bebiera! –se decía el dueño–. Este hombre es triste como un entierro. Habrá que hacerle beber para que se ponga alegre».
–¿Te vas a quedar aquí mucho tiempo? le preguntó a su hués ped.
–Un mes quizá.
–¿Te parece que cenemos…?
Y, dirigiéndose a su criado, preguntó:
–Fritz, ¿está servida la cena?
Se encaminaron al comedor, donde habían servido la mesa con los manjares más delicados y los vinos más exquisitos.
Bebieron. Luego comieron. Volvieron a beber. Volvieron a comer y la conversación se hizo más animada.
Nikita Serpukovsky se animó y habló con el aplomo de tiempos pasados.
Hablaron de mujeres, bohemias, bailarinas y francesas.
–Di, ¿dejaste a la Mathieu? –le preguntó su huésped.
–No fui yo quien la dejé, sino ella la que me dejó a mi. ¡Cuando pienso en el dinero que he gastado en mi vida, me estremezco! Hoy me considero dichoso poseyendo mil rublos, y en otro tiempo… Me alegraría perder de vista Moscú y todos mis antiguos amigos… Me resulta muy penoso vivir entre ellos.
El dueño de la casa se fastidiaba escuchando a Nikita. Hubiera preferido hablar de sí mismo o vanagloriarse de sus riquezas.
Nikita, por su parte, sentía la necesidad de hablar de él, de su pasado.
El dueño de la casa le sirvió más bebida y esperó a que acabase para hablarle de su yeguada, de sus caballos, de su María, que no lo amaba por su dinero, sino por él mismo.
–Quisiera decirte que me gustaría… empezó a decir, pero Nikita le interrumpió, y siguió diciendo:
–Hubo un tiempo en que yo sabía vivir bien y gastarme el dinero. Hablas de caballos, pues bien, dime: ¿cuál es tu caballo más veloz?
Su huésped, feliz por tener la palabra, empezó a contar una larga historia sobre su yeguada. Nikita no le dejo concluir.
–Sí, sí –dijo–; no es por distracción, no es por gusto por lo que tenéis caballos, sino por vanidad. Ya lo sabemos; pero en mí era distinto. Te decía esta mañana que tuve un caballo pío parecido a ese caballo viejo que monta el guardián de tu ganadería. ¡Qué caballo, cielo santo!
No puedes recordarlo, porque fue en el año 42. Llegué a Moscú. Fui a casa de un chalán y vi allí un caballo pío; me agradaron sus formas… ¿El precio? Mil rublos. Lo compré. No he tenido ni volveré a tener nunca un caballo como aquél… Tú eras entonces demasiado pequeño para juzgar su mérito, pero oirías hablar de él. Todo Moscú lo admiraba.
–Sí. Oí hablar de él, efectivamente; pero quería decirte que en mi…
–¡Ah! ¿Conque oíste hablar de él? Lo compré sin conocer su raza. Hasta mucho tiempo después no supe que era hijo de Liubeski I. Lo habían vendido a causa de su pelo, que no fue del agrado de su dueño… ¡Ah! ¡Aquél era un gran tiempo! ¡Oh! ¡Mi juventud, mi juventud!
Ya estaba casi completamente ebrio.
–Tenía yo entonces veinticinco años y ochenta mil rublos de renta, los dientes blancos y ni una sola cana en la cabeza… ¡Todo me salía bien en aquel tiempo!
–Pero entonces no había caballos que trotasen tanto como los de hoy –le interrumpió el dueño de la casa–. Como sabes, mis caballos…