—Quisiera saber cómo explica usted la correlación entre la instrucción y los sentimientos conyugales‑profirió el abogado sonriendo ligeramente.
El comerciante quiso responder, pero la señora se adelantó diciendo:
—No, ¡aquellos tiempos han pasado!
El abogado le cortó la palabra.
—Déjale decir lo que piensa.
—Porque ya no se respeta nada‑repuso el abuelo.
—Sin embargo, ¿qué razón tiene asociarse a una persona a la que no se quiere? Los animales son los únicos que se aparejan a la voluntad del amo. Pero las personas tienen inclinaciones, afectos… —se apresuró a decir la señora, dirigiendo una mirada al abogado, a mí y al viajante, que escuchaba de pie y sonriendo maliciosamente.
—Señora, —dijo el anciano, —los animales son bestias, y el hombre ha recibido una ley.
—Bien, pero a pesar de esto, ¿es posible vivir con un hombre cuando no se le ama? — insistió la señora, animada indudablemente por la simpatía y la atención con que todos la escuchábamos.
—Antes no se hacían semejantes distinciones, —replicó el anciano en tono grave. —Ahora es cuando ha entrado eso en las costumbres. Tan pronto ocurre la cosa más pequeña en el matrimonio, la mujer dice: «Ahí te quedas; yo me voy de esta casa.» Hasta entre los aldeanos se ha aclimatado la moda: «Toma, aquí tienes tus camisas y tus calzones; ¡yo me voy con Vanka, que tiene el pelo más rizado que tú!» ¿Es posible entenderse con esas?… Y, sin embargo, lo primero para toda mujer, debe ser el temor al marido.
El viajante nos miró al abogado, a la señora y a mí, reprimiendo una sonrisa, y dispuesto a burlarse de las palabras del comerciante o a aprobarlas, según la actitud de los demás.
—¿Qué temor? —preguntó la señora.
—¿Qué temor? ¡Pues el temor del marido! Ya lo he dicho; sí, del marido.
—Eso se acabó para siempre.
—No, señora; eso no puede acabarse nunca. Eva, es decir, la mujer, salió de una costilla del hombre, y no será otra cosa hasta el fin del mundo— dijo el anciano, meneando la cabeza tan severamente y con tales aires de triunfo, que el viajante, creyendo decidida en su favor la victoria, soltó una estrepitosa carcajada.
—Sí, eso piensan ustedes los hombres‑replicó la señora, sin darse por vencida y volviéndose hacia nosotros, —ustedes se han reservado la libertad para su uso solamente; en cuanto a la mujer, quieren encerrarla en un serrallo. A ustedes les está permitido todo. ¿No es cierto?
—¡Un hombre es muy diferente!
—¿De modo que, según usted, al hombre le está permitido todo, verdad?
—Nadie ha dicho tal cosa, señora; lo que hay es que, si el hombre anda en malos pasos fuera de casa, no por eso se aumenta la familia; pero la mujer, la esposa, es un cristal que fácilmente se rompe‑continuó el comerciante con la misma severidad.
Su tono autoritario subyugaba evidentemente al auditorio; la misma señora se veía derrotada, pero no se daba por vencida.
—Sí; pero usted admitirá seguramente que la mujer es un ser humano, y tiene sentimientos, como el marido. ¿Qué debe hacer, pues, si no quiere a su esposo? Diga usted.
—¡Si no le quiere!… —dijo el viejo, descomponiéndose y frunciendo el ceño. —¡Pues no faltaba más! ¡Se la obliga a que lo quiera!
Este argumento inesperado pareció de perlas al comisionista, que se creyó en el caso de acogerlo con muestras de asentimiento.
—No, señor; eso no es posible. Nunca podrá obligarse a nadie a querer por fuerza; cuando no hay cariño, esto es imposible.
—Y si la mujer falta al marido, ¿qué ha de hacerse entonces? —dijo el abogado.
—Eso no puede suceder‑contestó el abuelo. —Hay que andar con mucho cuidado.
—Pero ¿y si ocurre a pesar de los cuidados? ¿Convendrá usted en que ocurre con frecuencia?
—¡Sucede entre los señorones, es cierto; pero entre nosotros no! — respondió el abuelo. — Y si hay maridos tan imbéciles que no dominen a su mujer, bien merecido tienen cuanto les ocurra. Pero de todos modos, nada de escándalos. Tengas o no tengas cariño; pero no trastornes la casa. Todo marido puede dominar a su mujer. ¡Para eso es fuerte! Yo no ignoro que hay imbéciles que se dejan manejar por sus mujeres; peor para ellos, que se arreglen allá con su manera de vivir…
Todos callaron. Se adelantó el comisionista y, no queriendo quedarse a la zaga del debate, dijo sonriente:
—Sí, en casa de nuestro principal ha ocurrido un escándalo, y no es fácil ver en claro el asunto. Se trata de una mujer amiga de divertirse y que ha empezado a torcerse. Él es un hombre inteligente y serio. Primeramente era con el librero. El marido trató, con la mayor dulzura, de reducirla a la razón; pero ella no cambiaba de conducta, sino que, al contrario, cometía las acciones más feas, y hasta dio en robarle el dinero. Él la maltrataba. ¡Como si no!
La cosa iba de mal en peor. Empezó a admitir requiebros de un hombre que no era cristiano, es decir, de un hereje, de un judío, con perdón de ustedes. ¿qué podía hacer mi principal? La ha dejado a sus anchas, y él lo pasa ahora como soltero, mientras ella vive arrastrándose por esos mundos de Dios, vamos, perdida.
—Es que él es un imbécil, —dijo el viejo, —si desde el primer día no la hubiese dejado campar por sus respetos y la hubiese atado corto, viviría honradamente. ¡Ya lo creo! Hay que acabar con esas libertades desde el principio. No te fíes de caballo en camino real, ni de la mujer en tu casa, dice el adagio.
En este momento pasó el revisor pidiendo los billetes para la estación próxima. El viejo le dio el suyo.
—Sí, hay que dominar a tiempo al sexo femenino; si no, se lo llevará todo el diablo.
—Pero vamos: ¿usted no ha corrido también en Kunavino con buenas mozas? —preguntó el abogado sonriendo.
—¡Eso es distinto! —repuso severamente el comerciante. —Adiós, —añadió levantándose del asiento.
Se envolvió en su capotón de paño, saludó, quitándose la gorra, cogió la maleta y salió del coche.
II
Tan pronto como se hubo marchado el viejo, se generalizó la conversación.
—¡He ahí un vejete del Antiguo Testamento! —exclamó el viajante.
—Es un Domostroy (1)—dijo la señora—¡vaya unas ideas salvajes sobre la mujer y el matrimonio!
—Señores, —repuso el abogado, —todavía estamos muy lejos de las ideas europeas con respecto al matrimonio. En primer término, los derechos de la mujer; luego la mujer libre;
después el divorcio, como cuestión no resuelta aún… y en fin, qué sé yo…
—Lo esencial, y lo que no comprenden sujetos como ese, —interrumpió la señora‑es que sólo el amor consagra el matrimonio, y que el verdadero matrimonio es el consagrado por el amor, y no otro.